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Blog de la Biblioteca y Archivo del Centro Descartes

mayo de 2021

    Desde René, continuamos con la tarea de promover material que forma parte del patrimonio de la Biblioteca y Archivo del Centro Descartes. En esta oportunidad les acercamos el primer capítulo de Exsexo: ensayo sobre el transexualismo de Catherine Millot.

Mencionado recientemente en la entrevista de Jacques-Alain Miller a Eric Marty sobre «El sexo de los Modernos» el libro Horsexe: essai sur le transexualisme (1983) de Catherine Millot fue traducido al castellano y publicado en 1984 a instancias de Germán García. 

La edición se realizó bajo el sello Catálogos-Paradiso y contenía una advertencia sobre la traducción que incluimos aquí. Allí se explica que Germán García propuso el neologismo exsexo como traducción más apropiada para el neologismo horsexe introducido por Lacan en el Seminario XX "Aún" (Paidós, pág. 103).

En este primer capítulo la autora introduce la problemática además de desarrollar la posición de una exponente de lo que hoy podría llamarse TERF (trans-exclusionary radical feminism). Queda a cargo de quien lea dar cuenta o no de la actualidad de este libro que ya tiene casi 40 años. Si bien desde entonces ha habido cambios legislativos y culturales de los que obviamente este libro no da cuenta, es de destacar que - entre otros aciertos - en el desarrollo del libro de Millot se desmarca la clásica equiparación de transexualidad a psicosis, tomando a la transexualidad como un fenómeno transestructural. Se trata de un texto ineludible para comenzar a abordar esta temática desde la orientación lacaniana. 
           
Dirección de Biblioteca y Archivo del Centro Descartes

Mobirise

Exsexo 
Catherine Millot

SOBRE LA TRADUCCIÓN  

        El neologismo introducido por Lacan Horsexe presenta múltiples problemas de traducción que sería ocioso argumentar aquí en detalle. Germán L. García propuso a su vez otro neologismo, Exsexo, como equivalente, en muchos aspectos, al primero.

        Se trataba de sugerir la noción de exterioridad sin recurrir a perífrasis, o en todo caso a palabras de aspecto «técnico», ni a la sustantivación de algún adverbio, como fuera, porque produce un efecto imperativo – resonancia ésta que no se haya en el término original -, ni a expresiones que transmiten una idea de progreso o superación.

        No obstante, en el interior del texto se ha recurrido a distintas expresiones para reflejar distintas connotaciones del término original en relación con los diferentes contextos, en particular en función del sujeto al que se atribuía cada vez Horsexe, teniendo en cuenta además la distinción entre ser y estar propia de la lengua española. Tenga en cuenta pues el lector que expresiones como estar fuera del o ser ajeno al sexo traducen matices particulares de Horsexe – resonancias que demuestran que se trata de un término afortunado.

E.B.  

Capítulo 1
She-male

            En los pasillos de un hospital psiquiátrico se cruza uno con figuras extrañas, tales como la silueta de un luchador en minifalda vacilante sobre unos tacones altos, con las mejillas azuladas por una barba que sin embargo ha sido afeitada a ras, y cubiertas de una base de cosmético. Es Robert, decididamente transexual, dispuesto si llega el caso a andar a puñetazos por las mujeres del M.L.F., poco combativas para su gusto. Robert está al borde del delirio: abandonando provisoriamente el burdel donde trabaja como criada, de tanto en tanto viene al asilo en busca de refugio contra una amenaza de «depresión».

             En otros sitios, con otras facilidades, en los cabarets, en los locales de homosexuales de todo tipo, unas rubias deslumbrantes, super tías muy stars, se presentan imitando en play back las canciones de Marilyn Monroe, el modelo de todas, para pagarse la operación que acabará de hacerlas «verdaderas mujeres». Aquí la frontera es incierta, desde el travestido que según la definición de los especialistas está preocupado por conservar bajo el vestido eso con qué pasmar al prójimo pillándole por sorpresa, hasta el transexual que jamás ha tenido sino odio y desprecio por algo que le estorba en nombre de una virilidad que rechaza con todas sus fuerzas. En las calles de Pigalle, por la noche, el cliente que gusta de los equívocos está servido. Ya no puede saber, pues todos los límites se confunden, si aquella soberbia brasileña es una mujer, un hombre travestido – dotado a la vez de senos flamantes que debe a los estrógenos y de un órgano muy viril – o un hombre «transformado», provisto de una vagina artificial y que físicamente ya no tiene nada de hombre. Operaciones de cirugía estética (nariz, mentón, pómulos, arcos superficiales, manos, piernas) para feminizar la cara y el cuerpo, operaciones de cirugía de transformación de los órganos genitales, se practican hoy en cadena en casi toda Europa, y desde hace tiempo en los Estado Unidos. Son innumerables los jóvenes prostitutos que las llevan a cabo, y ya no es posible juzgar qué los empuja a ello: las leyes del mercado de la prostitución, es decir la demanda del cliente (¿qué es más vendible: un travesti con o sin pene?), o bien una determinación íntima, una vocación decidida desde siempre.

            Los transexuales se encuentran también en otros sitios que no son este universo marginal, o sea en cualquier parte. La dueña de la granja donde usted compra tal vez es un padre de familia. Religiosos, médicos, enfermeros, empleados, funcionarios, «cambian» de sexo. En Holanda han tratado de facilitarles enormemente este paso, y a quienes así lo desean, bastan algunas entrevistas con un psicólogo para que se les habrá el camino de un proceso de transformación que concluye en un cambio de estado civil. Esos hombres convertidos en mujeres pueden casarse, adoptar niños, las mujeres transformadas en hombres hacen inseminar artificialmente a su esposa y son los padres totalmente legales de su prole. Ya existen en Francia algunos casos, y eso no es más que el comienzo. La reforma de la legislación concerniente a los cambios de sexo está en curso. Actualmente la tendencia de los juristas franceses es muy vanguardista, y se contempla que la libertad de disponer de sí mismo se extienda a la elección del propio sexo. A fin de no subordinar el cambio de estado civil a unas operaciones que a pesar de todo son mutiladoras (muchos transexuales se detienen en el curso de la transformación antes de la ablación de los órganos viriles a de los órganos genitales internos en la mujer), se trata de concedérselo también a los transexuales que hayan conservado su sexo de origen. Pronto la ley será stolleriana: distinguirá entre el sexo (órgano) y el género (identidad). «Con nosotros, se entra de repente en la ciencia ficción», me decía una transexual.

            Si hasta ahora los transexuales casi nunca lograban sus fines antes de los treinta años, o más, debido a los obstáculos exteriores que encontraban, de ahora en adelante ya nada detiene a los jóvenes que, apenas salidos de la adolescencia, desde los dieciocho años, quieren seguir este camino. Las amenazas de suicidio, frecuentes en estos casos, son argumentos decisivos para quienes tienen el poder de otorgar el permiso: los psiquiatras. 

            En los Estados Unidos, esto adquiere la amplitud de un fenómeno social que hasta llega a inquietar a las feministas. En una obra reciente, Janice G. Raymond lanzaba un grito de alarma: el transexualismo sería uno de los últimos medios inventados por los hombres para asegurar su hegemonía en la lucha de los sexos. Vendrán a competir con las mujeres en su propio terreno, amenazando con hacer pronto de ellas una especie en vías de desaparición. Al respecto cita las declaraciones de lo que allá llaman un «she-male», un hombre transformado en mujer quirúrgicamente: «las mujeres genéticas no pueden pretender tener el valor, la sutileza, la sensibilidad, la compasión, la amplitud de miras que se adquieren a través de la experiencia transexual. Libres de las cadenas de la menstruación y de la procreación, las mujeres transexuales son evidentemente muy superiores a las mujeres genéticas. El futuro permanece a las mujeres transexuales. En un mundo que se agotará alimentando a seis mil millones de personas en el año 2000, la capacidad de engendrar no puede ser considerada un valor.» El transexualismo sería así uno de los últimos avatares del maltusianismo. 

            También tendría otra función: la de reforzar los estereotipos sexuales, tendiendo con ello a mantener a las mujeres en el sometimiento a un rol convencional del que estaban próximas a liberarse. En efecto, la idea de la mujer que invocan los transexuales es de un conformismo total. Por fuera de la star y el ama de casa, que son los dos polos de la identificación femenina de los transexuales, no hay salvación. Para ellos (como para los médicos, psiquiatras, endocrinólogos y cirujanos a los que se dirigen), la feminidad se mide con la vara de la conformidad de unos roles. En perfecto acuerdo, colaboran en el establecimiento de las escalas de feminidad que luego miden una baterías de tests, y el consentimiento para una operación de cambio de sexo está subordinado a los resultados obtenidos en esos tests. Además, los transexuales se prestan a una especie de entrenamiento para su futuro rol, según los métodos ensayados por el conductismo, que los somete a un verdadero condicionamiento. Las escalas de «feminidad» así establecidas sirven ya para medir el grado de adecuación a su rol de las mujeres «biológicas», y si los resultados se vuelven insuficientes, se les ofrece una terapia conductista para una mejor adaptación. Los «Gender Identity Clinics» que florecen en numerosos estados están en camino de convertirse en centros de «sex role control», sirviendo así a los fines de una política de meter en cintura a las mujeres que cuestionaban los estereotipos sexuales. Para Janice G. Raymond, la feminidad del transexual no tendría nada que ver con la de las mujeres «naturales», sería un genuino artefacto masculino, un fantasma típicamente machista, y la experimentación transexual vendría a ser una de las fases de la opresión de las mujeres por parte del poder patriarcal. En Janice G. Raymond vemos asomar a veces la sospecha de que el transexualismo, como arma ofensiva en la empresa de liquidación de la raza femenina, sería del mismo tipo que la «male child pill» de Postgate, que masculinizando el feto permitiría tener niños varones a discreción, y resolver así el problema de la superpoblación. 

            Si el transexualismo responde a un sueño, el de cambiar el sexo, vamos que hace soñar, y hasta devanarse los sesos, a los no transexuales. Si hasta aquí la diferencia de los sexos debe mucho a lo simbólico y a sus biparticiones, a lo imaginario que fija los roles, pertenece en última instancia, por lo que representa en cuanto a la imposibilidad de ser evitada, al registro de lo real, es decir que es del orden de ese irreductible contra el cual bien puede uno chocar indefinidamente. Desde este punto de vista, ¿cambiaría el status del transexualismo?

            En todo caso es con lo que sueñan los médicos y los juristas, quienes por vocación tratan con el fantasma de un poder que no conocería límites, poder de tener en jaque a la muerte – es otro real -, poder de hacer la ley, de legislar sin déficit ni superávit la realidad humana. El transexualismo responde al sueño de apartar, incluso de abolir, los límites que marcan la frontera donde comienza lo real.

    El transexualismo, sobre todo el transexualismo masculino, también hace soñar a las mujeres con el acceso a un saber sobre la esencia eminentemente inasible de la feminidad, pregunta que remite a cada una a aquello que la hace extraña a sí misma. Los transexuales, que pretenden poseer un alma femenina prisionera de un cuerpo de hombre cuya corrección exigen, tal vez sean los únicos que se jactan de una identidad sexual monolítica, exenta de dudas y preguntas. Todos los hombres transexuales tienen una idea, y hasta una definición de la mujer: «las mujeres son dulces y amables» decía uno de ellos, lo que no puede menos que hacer sonreír a cualquiera que haya tenido que vérselas, aunque más no fuera con sólo alguna de ellas, a la hora de la verdad. También la belleza es un rasgo inevitable de la mujer, rasgo sobre el cual volveremos. 

        En ocasiones los hombres transexuales hacen delirar a las feministas, que ven en ellos un reconocimiento a la causa de las mujeres, una abdicación caballeresca de sus prerrogativas viriles, depositadas a los pies de las mujeres. Algunos, como Robert, ya mencionado, parecen confirmar esta analogía con el amor cortés. Son muchos los transexuales, en particular en los Estados Unidos, como lo atestigua Janice G. Raymond, que reclaman su admisión en el campo de las feministas. La posición cortés se encuentra también en los transexuales que se vuelven «lesbianas» algunos años después de haberse hecho transformar, y que abandonando toda búsqueda de una relación amorosa con un hombre, que confirmaría su feminidad, van a buscar ese reconocimiento junto a una mujer.  

        Ese viraje hacia la homosexualidad femenina es bastante frecuente, como lo hace notar Colette Piat en «Elles…les travestis», al igual que Janice G. Raymond, quien según su punto de vista ve allí una artimaña más del patriarcado. «Sappho by surgery», titula uno de los capítulos de su libro. Esos transsexually constructed lesbian-feminists (lesbianismo y feminismo corren aquí parejos), representarían la realización de un viejo fantasma masculino de penetración de la intimidad de las mujeres entre sí, verdadera violación mental que, según ella, no hace otra cosa que manifestar, más allá de las apariencias femeninas, su profunda virilidad. Esta intrusión consumaría un modo insidioso de control de las mujeres, al estilo de los eunucos encargados de la custodia de los harenes. 

      El transexualismo es hoy en día un fenómeno social, incluso un síntoma de la civilización. Por tanto es proteiforme, y sólo corresponde a una definición mínima que a su vez linda con el estereotipo: se define como un transexual a una persona que solicita la modificación de su cuerpo a fin de conformarlo a las apariencias del sexo opuesto, invocando la convicción de que su verdadera identidad sexual es contraria a su sexo biológico. El transexualismo es actualmente la conjunción de una convicción, que no debe nada a nadie, y una demanda que se dirige al otro. Tal demanda es nueva, ya que supone una oferta que la suscita, la que hace la ciencia, pues sin cirujano ni endocrinólogo no hay transexual. En este sentido, el transexualismo es un fenómeno esencialmente moderno, pero queda la convicción, que no ha esperado a la ciencia. Un artículo de los años 50 se titula «Forma epidémica de un mal antiguo». En efecto, ya Esquirol describía este fenómeno, y en los sexólogos del siglo XIX, Havelock Ellis y sobre todo Kraft Ebbing, encontramos observaciones así como testimonios de aquellos a quienes por entonces aún no se llamaba transexuales.  

Fuente: (1984) Exsexo. Ensayo sobre el transexualismo. Buenos Aires: Catálogos-Paradiso. Traducción: Cristina Davie.

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