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Blog de la Biblioteca y Archivo del Centro Descartes

Agosto de 2021

    En esta oportunidad desde René les acercamos una selección de Tributo a Freud de Hilda Doolittle (1886-1961). La poeta estadounidense Hilda Doolittle se analizó con Freud en Viena en los años 1933-34. En 1944 publicó Tributo a Freud sin poder consultar sus anotaciones originales. En 1956 reeditó el texto adjuntando su diario de análisis finalmente recobrado además de nueve cartas que le enviara Freud. La versión castellana de este texto fue editada en 1979 por la Editorial Shapire de Buenos Aires.

    Ernest Jones escribió una reseña en The International Journal of Psychoanalysis con motivo de la reedición de 1956 donde afirmaba: “es la más encantadora y valiosa apreciación de la personalidad de Freud que se pueda escribir. Sólo un fino artista creador pudo haberla escrito. Es como una bella flor, y la pluma ruda del científico no se resuelve a profanarla para emprender su descripción. Sólo puedo decir que envidio a quien no la ha leído aún, que perdurará como el adorno más encantador de toda la literatura bibliográfica freudiana”

Dirección de Biblioteca y Archivo del Centro Descartes 

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Tributo a Freud (cartas)


ESCRITO EN LA PARED

A Sigmund Freud
médico sin tacha 

       

      


1

    Era en Viena, 1933-1934. Yo tenía una habitación en el Hotel Regina, Freiheitsplatz. Sobre la mesa tenía un pequeño almanaque. Contaba los días y los tachaba, calculando las semanas. Mis sesiones eran limitadas, y el tiempo se iba rápidamente. Cuando me detuve a dejar la llave sobre el escritorio, el portero dijo: “¿Algún día le hablará de mi al Profesor?” Respondí que lo haría, si se presentaba la oportunidad. Dijo: "¡Y, ah, la señora del Profesor! Ahí tiene a una dama maravillosa." Repliqué que no me había encontrado con la señora del Profesor, pero había oído que era la esposa perfecta para él, y no podía haber -¿podría?- mayor elogio posible. El portero dijo “¿Conoce Berggasse? Después de. . . bueno, luego cuando el Profesor ya no esté con nosotros, la llamarán Freudgasse." Bajé por Berggasse, y me detuve ante la puerta que ya me era familiar; era Berggasse 19, Viena IX. Habían anchos escalones de piedra, y una baranda. A veces me encontraba con alguien que bajaba.

    La escalera de piedra era curva. Habían dos puertas en el rellano. La de la derecha era la puerta del Profesor; la de la izquierda, la puerta de la familia Freud. Evidentemente, los dos departamentos estaban organizados de tal manera para que hubiera la menor confusión posible entre la familia Y los pacientes o los estudiantes; el Profesor nos pertenecía a nosotros, el Profesor pertenecía a la familia; era una familia grande, con ramificaciones, parientes políticos, familiares lejanos, amigos. Habían otros departamentos arriba, pero casi nunca me encontré con nadie en las escaleras, excepto con el paciente cuya hora precedía a la mía. 

    Mis horas o sesiones habían sido acomodadas cuatro días por semana de cinco a seis y un día, de doce a una. Por lo menos, tal era la distribución de la segunda serie de sesiones, que, como he anotado, empezó a fines de octubre de 1934. Dejé una cantidad de libros y de cartas en Suiza cuando me fui de allí, precisamente en seguida que empezó la guerra; entre ellos estaba mi diario de Viena, de 1933. Tengo la impresión de que el Profesor había arreglado la segunda serie para que coincidiera con la primera, pues yo le había dicho a menudo que esas horas del anochecer eran las que prefería de todo el día. De todas maneras, tenía entonces cinco semanas. La última sesión sería el primer día de diciembre de 1934. La primera serie había empezado en marzo de 1933, y había durado algo más, estuve tres y cuatro meses. No tenía el proyecto de retornar a Viena, pero habían ocurrido muchas cosas entre el verano de 1933 y el otoño de 1934. Había oído las noticias del asunto Dollfuss con cierta inquietud, pero esto no había tenido repercusiones personales. Volví a Viena porque oí acerca del hombre con quien me encontraba a veces, en las escaleras. Había dado conferencias en Johonnesburg. Piloteó su propio avión hasta allí. Al regreso, se cayó en Tanganyika.

(...)

4

 El profesor tenía setenta y siete años. Su cumpleaños en mayo era importante. En su consultorio, en la casa extraña, había algunos de sus tesoros, y su famoso escritorio. La habitación parecía la misma, excepto el escritorio. En vez del semicírculo de pequeños e inapreciables objets d’art, había una serie de floreros, cuidadosamente ordenados; cada uno contenía un ramillete de orquídeas o una sola flor. Yo no tenía nada para el Profesor. Le dije, “Lo siento, no le he traído nada porque no pude encontrar lo que quería.” Dije, “De todas maneras, quiero darle algo diferente.” Mi expresión puede haber parecido un poco distraída, un poco arrogante. Puede haber parecido alguna de estas cosas o ambas. No sé cómo lo interpretó el Profesor. Me guió hacia el diván, satisfecho o insatisfecho con mi referencia, aparentemente casual, para su cumpleaños.

 No encontré lo que quería de modo que no le di nada. En una de las conversaciones en el viejo consultorio de Berggasse, nos habíamos alejado en nuestros viajes. A veces el Profesor conocía realmente mi terreno, otras veces estaba implícito en una estatua o en una lámina como en aquel viejo grabado del Templo de Karnak que tenía sobre el diván. Yo había visitado ese mismo templo, él no. Pero esta vez se trataba de Italia; estábamos juntos en Roma. Los años corrieron hacia adelante, luego hacia atrás. La lanzadera de los años entretejió con una hebra mi existencia y la del Profesor. “Ah, los Escalones Españoles,” dijo el Profesor. "Eran aquellas ramas de almendro," dije; “de todas las flores y las canastas de flores, ésas son las que más recuerdo”. “Pero”, dijo el Profesor, "¡las gardenias! En Roma ¡hasta yo pude usar una gardenia!” No ocurría que él conjugara el pasado ni invocara el futuro. Era un presente que estaba en el pasado o en un pasado que acontecía en el futuro.

 Bien podía buscar yo en Viena una gardenia o un ramo de gardenias. Pero no pude encontrarlos. Otro año escribí desde Londres pidiéndole a una amiga que estaba en Viena – una estudiante inglesa que residía allí – que se esforzara en conseguir un ramo de gardenias para el cumpleaños del Profesor. Ella me contestó “busqué por todas partes las gardenias. Pero los floristas me dijeron que el Profesor Freud gusta de las orquídeas y que la gente siempre encarga orquídeas para su cumpleaños; pensaron que gustaría saberlo. Envié las orquídeas por usted”.


    Tiempo después el Profesor recibió mis gardenias No era en un cumpleaños, no era en Viena. Había ido a verlo en Londres, en otras circunstancias. Había llegado recientemente, como exiliado. Era una casa grande con un jardín. Había habido mucha discusión y mucha ansiedad acerca de la famosa colección de antigüedades griegas y egipcias del Profesor y de los tesoros chinos y orientales. Finalmente, las cajas habían llegado, aunque la familia conservaba algunas dudas acerca de si el tesoro, o quizá una parte de él, se hallara intacto. Por lo menos, las cajas habían llegado, gracias a la influencia y a la generosidad de la Princesa George de Grecia: "la Princesa" o "nuestra Princesa" como la llamaba el Profesor. Yo me había sorprendido al ver algunas figuras griegas sobre su escritorio. Parecía ser el mismo escritorio de una habitación que recordaba, aquella de verano, en la casa de las afueras de Viena, de mi primera visita en 1933. Pero ahora era el otoño de 1938. "¿Cómo se las arregló para traer estas cosas desde Viena?", le pregunté. "No las traje", dijo. "La Princesa las tenía esperándome en Paris, para que me sintiera cómodo allí." Era un mundo traicionero, malo, pero aún había en él lealtad y belleza. Había sido una huída terrible. Me había dicho cinco años antes, en Viena, que viajar era imposible para él. Le había sido estrictamente prohibido por el distinguido especialista que estaba siempre cerca de él. (Si no me equivoco, este devoto amigo acompaño al Profesor en su viaje por el Continente). Era difícil, al ver el escritorio familiar, las familiares imágenes viejas-nuevas sobre él, hacerme cargo de que estábamos en Londres. En realidad era mejor pensar en ello en términos de una habitación ligeramente familiar, temporaria, como aquella casa de verano en Döbling. Este distrito agradable era geográficamente, en cierto sentido, para Londres, lo que Döbling había sido para Viena. Pero no habría retorno a Berggasse, que hubiera sido Freudgasse.

6

 Pero al menos en la imaginación, en la tarde avanzada, podía yo continuar la búsqueda. Debía haber gardenias en alguna parte. Las encontré en una florería del West End y garrapatée en una tarjeta, "Para saludar el retorno de los Dioses." Las gardenias llegaron al Profesor. Tengo su carta.

20 Maresfield Gardens,  

London, N.W. 3

28 de noviembre de 1938

Estimada H.D.

    Recibí hoy unas flores. Por casualidad o por intento son mis flores favoritas, las que más admiro. Algunas palabras "para saludar el retorno de los Dioses" (otros leen: Bienes).* No hay firma. Sospecho que es usted la responsable de este obsequio. Si he adivinado correctamente no responda pero acepte mi cordial agradecimiento por gesto tan amable. De todas maneras, suyo afectísimo

                                                                                                                                                                        Sigmund Freud

*Juego de palabras intraducible entre Gods (Dioses) y Goods (Bienes) (T)

7

    Vi al Profesor una sola vez más. Era verano nuevamente. Unos ventanales se abrían sobre una agradable extensión de césped. Los Dioses o los Bienes estaban ordenados convenientemente en los estantes. No estaba sola con el Profesor. Él estaba sentado, callado, parecía un poco triste, abstraído. Yo temía, como a menudo, molestarlo, perturbar su ensimismamiento, agotar su vitalidad. De todas maneras, ello no dependía de mí. Habían otras personas presentes y la conversación se desarrollaba de un modo convencional y ordenado. Como los Dioses o los Bienes, estábamos sentados agradablemente en un semicírculo; reinaba una hospitalidad convencional y correcta aunque superficial. Había un sentimiento de seguridad exterior, por lo menos no se habló del pasado devastador ni se evocó el futuro incierto. Estaba en Suiza cuando, poco después del anuncio de un Mundo en Guerra, el boletín oficial y noticioso de Londres informó que el Dr. Sigmund Freud, que había abierto el campo de conocimiento de la mente inconsciente, el innovador o fundador de la ciencia del psicoanálisis, había muerto. 

8

    Originalmente escribí, se había ido, pero lo taché. Si, había muerto. No me sentí emocionada. El Profesor era un hombre viejo. Tenía ochenta y tres años. La guerra estaba sobre nosotros. No me lamenté por el Profesor ni pensé en él. Le fue ahorrado mucho. Había dedicado sus investigaciones al tejido viviente del pensamiento sano y del enfermo, pero pensamiento contemporáneo, podría decirse. Es decir, él había traído el pasado al presente con su: la infancia del individuo es la infancia de la raza - o al revés - la infancia de la raza es la infancia del individuo. De cualquier modo (sea como fuere, la conversa también es verdadera), había abierto, con otros, ese campo particular de la mente inconsciente que iba a probar que los rasgos y las tendencias de obscuras tribus aborígenes, así con la forma y la sustancia de los rituales de civilizaciones desaparecidas, aún estaban presentes en la mente humana, en la psique humana, si se quiere. Pero según sus teorías el alma existía expresamente, o mostraba su forma en y a través del medio de la mente y del cuerpo, en la medida en que lo afectaban los éxtasis o los desórdenes de la mente. Nunca hablamos de las grandes cuestiones trascendentales. Pero había una discusión implícita en nosotros mismos. Nos habíamos reunido para comprobar algo. No sé qué. Había algo que golpeaba en mi cerebro. Deseaba dejarlo salir. Deseaba liberarse de pensamientos y de experiencias repetitivos, de los míos y de los muchos de mis contemporáneos. No me doy cuenta qué era específicamente lo que quería, pero sabía que, como mucha gente que conocía, en Inglaterra, en América, en el continente europeo, andaba sin rumbo. Andábamos sin rumbo. ¿Hacia dónde? No lo sé pero por lo menos aceptaba el hecho de que andábamos sin rumbo. Por lo menos, sabía eso; habría deseado (antes de que el flujo de los acontecimientos inevitables me arrastrase en la corriente principal y así a la catarata) mantenerme aparte, de haber podido (si no era ya demasiado tarde), y hacer inventario de mis posesiones. Podría decirse que yo tenía... si, tenía algo que poseía específicamente. Me poseía a mi misma. No del todo, por supuesto. Era propiedad de mi familia, de mis amigos, de mis circunstancias. Pero tenía algo. Digamos que tenía una canoa estrecha, de corteza de abedul. La gran selva de lo desconocido, de lo supernormal o sobrenatural, nos rodeaba por todas partes. Con la corriente que se tornaba cada vez más impetuosa, yo podía, por lo menos, arrimarme a los bajíos antes que fuera demasiado tarde, hacer inventario de mis modestas pertenencias de alma y de cuerpo, y pedir al viejo Ermitaño que vivía en el límite de este vasto dominio que me hablara que me dijera, si quería, como dirigir mi curso.  

 Tocamos ligeramente, es cierto, algunos de los problemas trascendentales más abstrusos, pero los relacionados con el conocido complejos de familia. Sin embargo, las tendencias del pensamiento y de la imaginación no fueron cortadas, no fueron ni siquiera podadas. Mi imaginación vagaba a placer; mis sueños eran reveladores, y muchos de ellos se inspiraban en el simbolismo bíblico o clásico. Los pensamientos eran cosas para coleccionar, para tamizar, para analizar, para clasificar o para resolver. Ideas fragmentarias, aparentemente inconexas, muchas veces resultaban ser parte de una capa o de un estrato del pensamiento y de la memoria, y corresponderse entre sí; a veces se las reconstruía hábilmente y como a los exquisitos vasos lacrimales griegos y los recipientes de vidrio iridiscente que brillaban en la penumbra desde los estantes del armario que se hallaba frente a mi cuando cuando estaba extendida, reclinada en el diván en la habitación de Berggasse 19, Viena IX. Los muertos estaban vivos en la medida que vivían en la memoria o eran recordados en el sueño.

(...) 

Apéndice. Cartas de Freud a H.D.

(...)

5 de marzo de 1934

Wien IX., Bergasse 19

Estimada H.D.

    ¿Hace realmente un año entero que vino a verme? Si, y la segunda mitad de este lapso la pasé padeciendo los malos efectos de otra operación menor destinada a aliviar mis dolencias habituales. Pero después de todo no fue un asunto trágico, sino sólo la expresión inevitable de la vejez y la degeneración de los tejidos que resulta de ella. De modo que no me quejo. Sé que he cumplido mi tiempo y que todo lo que aún poseo es un don inesperado.

    Tampoco es demasiado penosa la idea de abandonar para siempre este escenario y este conjunto de fenómenos. No queda mucho que añorar, los tiempos son crueles y el futuro parece desastroso. Por un momento temimos que no podríamos quedarnos en esta ciudad y en este país – es desagradable ir al exilio a los setenta y ocho años – pero ahora creemos que hemos eludido este peligro, al menos.

    Pasamos una semana de guerra civil. Sin mucho sufrimiento personal sólo un día sin luz eléctrica, pero el “stimmung” * era terrible y se tenía una sensación como de un temblor de tierra. Sin duda los rebeldes pertenecen a la mejor parte de la población, pero su éxito habría sido muy breve y habría traído consigo la invasión militar del territorio. Además eran bolcheviques y no espero salvación ninguna del comunismo. De modo que no podíamos otorgar nuestra simpatía a ninguno de los dos bandos.

    Me apena saber que aún no trabaja pero según sus propias palabras las fuerzas están en ebullición. Recibo tarjetas postales del viaje de Perdita. La última venía de trinidad. ¡Niña feliz!

    Dele mis afectos a Bryher y no me olvide.

                                                                                                                                                                                                    Suyo afectísimo

                                                                                                                                                                                                    Freud

*En alemán en el original: Cariz (T). 


20 de diciembre de 1935

Wien IX., Berggasse XIX

Estimadas H.D. y Perdita:

 Creo que prefiero continuar en alemán. Aquí, también, tuvimos más niebla y oscuridad que las habituales en Navidad. Pero frente a mi ventana en el cuarto interior hay una planta orgullosa y aromática. Sólo dos veces la he visto florecida en el jardín, en el Lago di Garda y en el Val Lugano. Me recuerda aquellos días idos cuando aún podía viajar y visitar el sol y la belleza de la naturaleza del Sur. Es una datura, una pariente noble de la planta del tabaco, cuyas hojas tanto me ayudaban en otros tiempos y tan poco pueden hacer por mi ahora.

 Es poco aconsejable darle algo bello a un octogenario. Hay demasiada tristeza mezclada con el goce. Pero algo es cierto: no he merecido este regalo suyo y de Perdita, porque ni siquiera respondí regularmente a sus afectuosas cartas.

 Retribuyo sinceramente sus amables deseos de buen año 1936. Usted, y especialmente Perdita, tienen aún mucho por delante. Espero que haya muchas cosas buenas y liberadoras. También Bryher debe permitirme que le agradezca, al menos por esto.

                                                                                                                                                            Con cálida amistad,

                                                                                                                                                            Suyo,

                                                                                                                                                            Freud

Mayo 1936

MI SINCERO AGRADECIMIENTO POR SU AMABLE

RECORDACION AL CELEBRARSE

MI OCTOGÉSIMO CUMPLEAÑOS

Su Freud

    ¿Me perdonará esta bárbara reacción ante tan amables expresiones [de amistad]? Estoy seguro que Yofi está muy orgullosa que la haya mencionado usted. Créalo o no, vino temprano, el día 6, a mi dormitorio, para demostrarme su afecto a su manera, algo que no ha hecho antes ni después. ¿Cómo sabe un animalito cuándo es un cumpleaños?


24 de mayo de 1936

XIX Strasserg 47

Wien IX., Berggasse 19

   

Estimada H.D.

    Todo su blanco ganado llegó bien y adorné el cuarto hasta ayer.

    Me había figurado que me había vuelto insensible a la alabanza y al denuesto. Al leer sus amables líneas y al advertir cuánto disfrutaba con ellas pensé primeramente que me había equivocado acerca de mi firmeza. Luego de reflexionar concluí que no era así. Lo que me daba usted no era una alabanza, era afecto, y no necesito avergonzarme de mi satisfacción.

    La vida no es fácil a mi edad pero la primavera es bella y el amor también lo es.

                                                                                                                               Suyo afectísimo

                                                                                                                               Freud


20 de septiembre de 1936

Wien IX., Berggasse 19


Tardías pero sinceras felicitaciones en ocasión de su quincuagésimo cumpleaños, de un amigo de ochenta años. 

                                                                                                                                                            Fr. 


26 de febrero de 1937

Wien IX., Berggasse 19


Estimada H.D.

 Acabo de terminar su Ion. Profundamente conmovido por la obra (que no conocía) y no menos por sus comentarios, especialmente los que se refieren al final, donde usted exalta la victoria de la razón sobre las pasiones, le envío la expresión de mi admiración y mi amable consideración,

      Suyo, Freud


Fuente: Doolittle, Hilda (1979) [1944] [1956]  Tributo a Freud (cartas). Editorial Schapire. Traducción Mario Calmi. 

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