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mayo 2023

Este mes publicamos el artículo “Obscenidad: retórica del fetichismo“ (1969) de Germán García, publicado en Cine y Medios Nº 2. Escrito pocos meses antes que se emita el fallo judicial que prohibió la circulación de Nanina (1968) García analiza aquí una reflexión sobre la naturaleza de la obscenidad y su relación con la autoridad y la prohibición.

En este análisis semiológico, García explica cómo lo obsceno surge de la prohibición, y no lo contrario. El objeto cultural prohibido es diferenciado de la serie de otros objetos culturales y así fetichizado recibiendo la proyección de todas las promesas de las fantasías censuradas. Y detrás de toda prohibición está una autoridad fundada en sí misma la cual se propone como emanación de todos los significados.

Afirma García: “Yo llamaría obscenos a esos lenguajes que promueven la disociación y la culpa. Esos lenguajes que tienen velos, y que ejecutan movimientos elípticos para referirse a una experiencia, que se proponen como signos cómplices de la disociación en tanto aceptan un Mal al cual nombrarán con rodeos y aproximaciones”.

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OBSCENIDAD: RETÓRICA DEL FETICHISMO (1969) por Germán García.

¿Cómo un montón de signos que existen por nuestra mirada pueden estropearnos, atendernos o ultrajarnos, si justamente la debilidad de un libro (o una imagen) es lo que pueden dejarse en el momento que nosotros elegimos? Quien prohíbe no hace más que protegerse o proteger a los otros de sí mismos, pero sabemos que no protege a nadie, porque es recién a partir de la censura cuando comienza a existir el objeto prohibido y, por lo tanto, se proyectarán sobre él las fantasías llamadas obscenas.  

Adquieren propiedades obscenas aquellas fantasías vergonzantes que ya están censuradas por la represión, o bien esos deseos que se saben objetivamente censurables por el grupo social al que se pertenece; obscenidad y censura se respaldan y se inventan mutuamente.  

Cuando una obra ha sido prohibida, la categoría obscenidad (flotando entre el lector y la obra) disociará la lectura en dos momentos vacíos: las fantasías que el lector vive como prohibidas y, por otro lado, el texto sacrificado en función de esas fantasías.  

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El libro censurado será distinto de todos los demás, objeto fetichizado por lo prohibido tenga en cada uno deber de todas las promesas de las fantasías censuradas. La hondura que la idea de lo prohibido tenga en cada uno determinará la intensidad de la búsqueda (a los libros prohibidos hay que buscarlos porque dejan de exhibirse en las librerías y por lo general, su venta aumenta en un relativo secreto) y la interpretación del texto en cuestión: hay que apoderarse del discurso que habla de aquella práctica que se rechaza, o se finge rechazar en nombre de la represión

¿Y por qué tiene que ser justamente así? Porque sólo puede aparecer como obsceno fuera de mi aquella que reprime en mi con vergüenza: "Si quereís conocer a un hombre honrado - escribió Sartre - averiguad qué vicios aborrece más en los otros: tendréis las líneas de fuerza de sus vértigos y sus terrores, respiraréis el hedor que apesta su hermosa alma".

La prohibición hecha a un objeto no hace más que reafirmar u objetivizar de otra manera la disociación interna (el Bien y el Mal) que hay en cada uno: el objeto encarna el Mal y quien lo prohíbe encarna el Bien. pero las cosas no marchan, porque este Mal que ahora está en el objeto emerge de cada uno. No existe libro que persigue al lector, sino el lector que persigue al libro, es decir, el lector que se persigue a sí mismo en la persecución del libro. Sin esta disociación producto de una prohibición internalizada (el Mal y el Bien). Habla de la diferencia que hay entre un strip-tease y una clase de anatomía: el primero se dirige a lo prohibido y la clase de anatomía se despliega en el espacio sacralizado del saber.


Yo llamaría obscenos (y entendiéndose que usaría una metáfora) a esos lenguajes que promueven la disociación y la culpa. Esos lenguajes que tienen velos, y que ejecutan movimientos elípticos para referirse a una experiencia, que se proponen como signos cómplices de la disociación en tanto aceptan un Mal al cual nombrarán con rodeos y aproximaciones. Esos lenguajes que quieren nombrar la que han decretado primeramente que no se puede nombrar. Presuponen la disociación y la inventan. Y la inventan porque la presuponen: estamos en un círculo.

Y es así porque detrás de toda prohibición está la autoridad, ésta vuelve circular los razonamientos porque los funda en sí misma, y porque se propone como emanación de todos los significados. En nosotros puede existir lo prohibido, el mal, cuando hemos aceptado una autoridad que sancione los límites de nuestra experiencia. Y esta autoridad puede actuar como Patrón Moral internalizado o como límite legal a través de un Código que nos supera y nos limita.

Hay obscenidad, prohibición, vergüenza de nosotros mismos, cuando hemos sido disociados por una autoridad que hace coexistir en nosotros, irreconciliables, un Mal y un Bien. Un Mal que sólo podremos reconocer si lo proyectamos fuera de nosotros en un objeto elegido para esa función, y un bien que existirá como oponente a ese Mal a través del lenguaje de la autoridad. Y sabemos que el lenguaje de la autoridad es el de nuestra propia represión.

Si no existe el objeto fetichizado por la prohibición en el cual buscar nuestro mal, existe el lenguaje velado, el doble sentido de la vida cotidiana. Y en este doble sentido gana siempre el que está del lado del buen sentido, es decir, gana la autoridad.

EL LENGUAJE FETICHISTA DE LA AUTORIDAD:

Obsceno: impúdico, torpe, ofensivo al pudor

Pudor: honestidad, recato, modestia, vergüenza, timidez.

Ofensa: acción y efecto de ofender, daño, molestia, agravio, injuria.

Mal: contrariamente a lo debido; sin razón, desacertadamente; de mala manera.

Bien: aquello que en sí mismo tiene el complemento de la perfección de su propio género, o lo que es objeto de la voluntad.

Podemos identificar: Obscenidad/Mal, Pudor/Bien. Y después la acción y efecto de ofender, que es causar daño, molestia, al Bien. En este maniqueísmo donde la única acción está cargada de negatividad , sólo queda la inmovilidad o la obediencia al Bien que es la autoridad. Pero obedecer es también una forma de inmovilidad, puesto que no debe hacer el movimiento de una decisión en mi conciencia.

El bien, como la autoridad, es "aquello que en sí mismo tiene el complemento de la perfección de su propio género". Y no es que yo quiera confundir a este Diccionario de la Real Academia con Franco, viene así. Sus palabras, cargadas de negatividad o de positividad, se diluyen en el espejo de la tautología. Giramos en un léxico vacío: obscenidad sería la acción de causar daño, injuria, molestia al pudor que es la honestidad, la modestia, la timidez, la vergüenza.

Lo que no se funda en la Mismidad del Bien se funda en el Mal. Este lenguaje tautológico no pide ser escuchado como reflexión sino como convención autoritaria.

¿Cómo hace el censor para respaldarse en este lenguaje? Apela al se, a lo impersonal, al fantasma de la Opinión Pública que no es opinada por nadie, "al pudor de las mayorías".

Toda censura, toda prohibición proviene de una autoridad que identifica su existencia con el Bien, y lo que quiera modificar su existencia es identificado con el Mal: "el hombre de bien se castra: arranca de su libertad el momento negativo y arroja lejos de si ese paquete ensangrentado. La libertad queda dividida en dos mitades y cada una de esas mitades se debilita por su cuenta. Una permaneces en nosotros. Identifica para siempre el Bien con el Ser, y por consiguiente con lo que ya existe: cómo es ser es la medida de la perfección, un régimen existente es siempre más perfecto que un régimen que no existe: se dice que ha dado prueba de ella" (Sartre)

Autoridad, Bien, Ser: el hombre que busca el objeto prohibido está tratando de encontrar el secreto de tanta positividad. Este hombre supone que la autoridad prohíbe aquella que la desenmascara. ¿Y eso que prohíbe no tendrá uno, al menos uno, de los secretos de la autoridad? Se busca el objeto prohibido porque lo que se prohíbe a todo hombre que obedece es justamente, tener poder y autoridad. Se lo busca como una forma de poder y se lo termina aceptando bajo la categoría de una vergüenza. Cuando uno llega al objeto prohibido se encuentra, obvio, con que la autoridad ya estuvo por allí y que ese objeto ahora no es más que uno de los momentos objetivados (el del Mal) de nuestra propia disociación.

En tanto el lenguaje de la autoridad no está relacionado con ningún hacer, sino que se funda en el Ser, ese lenguaje puede cuestionar todos los actos ¿Qué son un libro, un hombre, una película miradas desde el Ser de la Autoridad que se adjudica para sí el sentido de todos los libros, los hombres y las imágenes?

Si lo obsceno existe es solamente porque hemos aceptado, dentro o fuera de nosotros, el criterio de una autoridad que nos hace negar una parte de lo que somos. Y no es casual que vivamos en una cultura que ha negado el cuerpo y que nos intenta negar, negando la experiencia de nuestro cuerpo. Si hemos negado nuestra sexualidad, nuestro cuerpo, sólo queda la ideología que la autoridad nos propone como sentido de nuestra vida. Decirle sí a la autoridad es decirle no a nuestra vida.

LA MALA MEMORIA DEL CENSOR

El censor en nombre del pasado choca con el pasado: Cervantes, Shakespeare, Bocaccio, Aristófanes, Apuleyo, Rabelais, Cátulo, Quevedo, las relaciones sin matrimonio en el Martín Fierro, las Confesiones de San Agustín, la violencia sexual y sagrada de la Biblia, sus incestos. Los antiguos pudieron y él no puede con los antiguos. Pero pretende en nombre de ellos eliminar a los que siguen, simulando que el lenguaje que intenta suprimir es un capricho, una obstinación disolvente de los valores de las mayorías que el censor representa.

(Hemos visto que esta mayoría por el contrario, se dirige al objeto prohibido, se proyecta y se descubre en él, y si no saca nada en limpio es porque no puede sino fetichizar el objeto al cual se ha dirigido solamente por la prohibición.)

¿Cómo saber qué es lo que se censura? El lenguaje de la censura es vago, no comunica una reflexión sino una orden. Y esta orden es siempre la misma; perpetuar la situación dada, verificar un límite que se coloca en el momento de verificarlo. Y además, la vaguedad de ese lenguaje se debe a que nace después para justificar la tautología anterior de la autoridad: el Bien es el Bien. El censor sabe que el lenguaje que censura está nombrando al mundo que defiende y, justamente, trata de suprimir el lenguaje para perpetuar el mundo. Le parece que suprimir el lenguaje es suprimir la situación, como si la prohibición carcelaria que no le permite al preso discutir su encierro se convirtiera mediante el silencio en un acuerdo mágico y redentor. No quiere, nuestro censor, resignarse a la invención de la imprenta y quisiera que un lenguaje que emana de toda la sociedad fuera codificado y usado por un grupo previamente elegido. Para él se trata de que el mundo que vivimos todos sea expresado por la experiencia que los hombres del Poder tienen; ellos deberán decirnos qué es lo que debemos sentir en cada caso y con qué palabras tenemos que comunicar nuestra experiencia a los demás.

Pero resulta que lo único que tiene, quien no tiene nada, es el lenguaje. ¿Por qué, si no se inventan esos lenguajes circuitos semicerrados que tratan de significar, por debajo de la palabra institucional, su verdadera relación con el mundo? Hablo de las jergas de grupos secretos, de los códigos carcelarios, de los argots que van cambiando a medida que sus significados son institucionalizados por la costumbre o la academia.

El censor quisiera creer que se puede suprimir cualquier lenguaje encarnado, que se puede volverlo a la abstracta universalidad del poder y a la autoridad, sin suprimir la experiencia que lo generó, que le da un espesor y un sentido. Él nos propone su lenguaje con la seguridad de que es más significativo porque expresa la experiencia que la autoridad tiene del mundo.

Pero si yo hablara su jerga sería también Autoridad, él no sería una experiencia que se opone a otra, sino la Voz de la Experiencia Absoluta y Universal del Sentido. Esta es una forma poco elegante de explicar que se desea nuestra obediencia, pero que no interesan los significados que la experiencia de obedecer produce en nosotros.

No permitir un lenguaje es querer suprimir los significados de una experiencia, (que es obligar al ruido que es una forma de silencio) de un lenguaje impuesto por la autoridad y que no encarna en mi experiencia del mundo. En ciertos países colonizados los diarios se escriben en el idioma colonizador, idioma que el noventa por ciento de la población no comprende o no vive. En el Discurso del Método uno puede rastrear un lenguaje doble: por arriba de las palabras que encarnaban el gesto ritual hacia la autoridad y por abajo un lenguaje cuya estructuración minaba ese mismo gesto. ¿Por qué suprimir un lenguaje que trata de superar la disociación de descorrer los velos y mirar debajo de la autoridad paralizadora la dinámica de nuestros terrores y vergüenzas?

Se nos quiere hacer creer que todos los que no son autoridad son objetos irreflexivos que no podrán elegir entre un cine y otro, entre un libro y otro. Porque la censura no es un acto de autoridad solamente contra la libertad del escritor, del artista: es un acto de autoridad principalmente contra esa "mayoría" que se intenta proteger. Esa mayoría no podrá elegir entre lo que ni siquiera llega al cine o a la imprenta: la autoridad ha elegido ya, mediante la censura de la que ella no es, una imagen de sí misma y sólo se nos pide que vayamos a extasiarnos. Usted, lector, castrado y disociado por la autoridad, es ahora considerado por la autoridad como un castrado: no pude elegir porque, como buen castrado está lleno de tentaciones. La censura quiere protegerlo de usted mismo.

El censor es realista, no está contra la castración, sino que intenta perpetuarla suprimiendo el lenguaje que la expresa.

Si un lenguaje presupone un grupo (la lingüística sabe que si), la experiencia de todos los lenguajes nos concierne.

Para cambiar algo hay que acentuar su existencia: "En contraste con la estructura represiva de un grupo autoritario -escribió Norman O. Brown-, la finalidad de la asociación entre el artista y el auditorio es la liberación".

El censor va a chocar siempre con el arte, su lenguaje está lleno de imágenes de carnicería: hay que extirpar (se escucha), hay que cortar el mal de raíz, hay que eliminar, etcétera. Se hace de la experiencia del otro un coágulo infecto, un tumor, colocado por el azar a la Maldad en el camino de la autoridad.

El sicoanálisis demuestra (se trata de dos personas que intercambian palabras) que hay cosas que cambian si se las nombra. Pero el censor querrá hacernos creer que las palabras y las cosas son lo mismo. Sin embargo digo pollera y el texto no se me llena de polleras, quien lee convoca en su imaginación varios o ninguna pollera. El censor adoptará la actitud de un mago primitivo: no se dejará que se nombren los pudores de la autoridad para que éstos no se debiliten en el exorcismo. Y si nombra (al igual que cuando digo pollera) la experiencia de la sexualidad en un lenguaje cotidiano, ¿qué otra cosa puede convocar el que lee que la experiencia que ya tiene asociado a esas palabras?

La función del arte no es hacerse cómplice de la disociación, de la culpa y la enfermedad. Más cuando se comprende que la "mayoría pudorosa" a espaldas del censor trata de volver a sí misma: fracasa porque elige el camino de la elipsis, del doble sentido, la única obscenidad que existe. El asqueroso secretito (así le llama D.H. Lawrence) cuya asquerosidad se debe exclusivamente a su secreto. Se oculta lo que se supone sucio y este acto de ocultamiento (el mismo que fetichizó el objeto prohibido) instaura la experiencia real de la suciedad y la vergüenza: "El chiste verde - escribe G. Bataille - es en nuestros días un aspecto popular del matrimonio, pero el chiste verde tiene el sentido del erotismo inhibido, trocado en descartas furtivas, en disimulos graciosos, en alusiones".

No hay (si hay) otra obscenidad que ésta que define Bataille y que puede ser extensible a discos, programas radiales, fotonovelas, comedias rosas, etcétera.

Pero el censor no se molesta por estas alusiones, estos disimulos graciosos, que perpetúan el Mal y el Bien, la enfermedad, la disociación y la culpa.

Y la mayoría de los disimulos graciosos se hará cómplice del censor, y frente a un lenguaje que quiera totalizar una experiencia jurará que está ofendida, ultrajada, que su pudor agredido no soporta más. Pero bastará que la prohibición fetichice un objeto porque esta mayoría corra a buscarlo y trate de fingir (detrás del gesto del escándalo moral) que encuentra en el objeto lo que surge de sí mismo.

La decisión del censor de suprimir un lenguaje es la obstinada y autoritaria actitud de borrar simbólicamente un mundo. Pero deberá soportar la certeza de que ese mundo enterrado, sumergido en los repliegues de la experiencia personal, irrumpe en la realidad enmascarada de mil maneras, bajo los insoportables (y consumibles) formas de una falsa complicidad que inventa la vergüenza, el rechazo culpable de la que es núcleo de nuestra relación con los otros: el sexo.

Creo, por eso, que un discurso que despliegue sin temores ni velos el lenguaje cotidiano y encarnado de la sexualidad, prepara el camino de un silencio placentero alrededor de ella. Los discursos más violentos sobre la sexualidad (Sade, Aretino, Sacher-Masoch) nos han llegado desde épocas donde la represión y la autoridad se postulaban como absolutos.

El censor puede también cortar el mal de raíz si mutila hombres y mujeres de la cintura para abajo: la historia empieza ahí.

Enero de 1969

Fuente: (septiembre 1969). Obscenidad, retórica del fetichismo. En Cine y medios N°2 (pp.42-44), Buenos Aires. Recuperado de https://www.ahira.com.ar/ejemplares/ ejemplar-1/

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