NEW YORK. Mínima/Máxima (1988)
Como cualquiera, por ciertas representaciones anteriores,
me dispuse a conocer una ciudad que tenía ya fama de ser otra ciudad: Como cualquiera, entre el cálculo y el azar, llegué a cierto lugar donde otros que se me parecen se ocupan de cosas similares. Y. por suerte, también se ocupan de cosas extrañas.
A diferencia de otros tenía unos amigos dispuestos a ser mis anfitriones en una ciudad de Nueva York que para ellos se ordena a partir del Soho, de manera que la Houston W. fue por unos días micarretera principal y Prince St. y Woodster el punto en que me apoyaba para hacer girar el compás de mis excursiones. El café Dante, donde una noche escuché hablar italiano, fue un confortable lugar de lectura y el refugio de observaciones azarosas.
A diferencia de otros tenía una cita en el Room
300 de la New York University, el tresde marzo de 1988 a las 19 horas.
El tema era Jacques Lacan in Argentina y el Village
Voice tituló mi conferencia con una expresión que significaba "allá en el Sur" -como quien dice en un lugar remoto-.
Un miércoles por la mañana, al abrigo del frío,
compré el semanario y encontré mi nombre. Estaba allí, en la trama de la ciudad.
Una vez que las coordenadas fueron situadas siempre se constata la existencia de una representación previa y también la sorpresa de la ausencia de alguna que se esperaba o bien la aparición inesperada de alguna otra- uno puede entregarse al espectáculo de
más de sesenta canales de televisión, varios de ellos
en castellano. Después, ya en la calle, encontrar los personajes, como si hubiera salido de manera simultánea por otro lado y prosiguieran el programa.
En cuanto a la conferencia, la joven de izquierda
hizo algunos reparos y un viejo lingüista afirmó que no se dejaría engallar por los juegos de palabras de Jacques Lacan -manifestó, de paso, su lugar en la interna del lugar, al criticar a los críticos literarios que seguían las modas francesas-.
Frente a mi respuesta -Jacques Lacan había escrito
una tesis de psiquiatría en su juventud, había pasado su vida en un hospital, había atendido cientos de pacientes y había vuelto varias veces sobre los problemas cruciales de la clínica - aceptó que era posible que se tratara de una falta de difusión en la ciudad, pero que las cosas en Nueva York no eran alentadoras. ¿Por qué no estaba contento, ya que era contrario al psicoanálisis?- Se dijo lingüista ecuménico, lo que fue sorprendente.
La joven de izquierda preguntó por qué no habla
citado a Trotsky. cosa que me apresuré a corregir: Trotsky afirmó que no había literatura proletaria porque los proletarios no hacían literatura; de la misma manera yo no había citado a Trotsky en mi conferencia porque ya varias veces nombrado no hacia psicoanálisis. Ella sonrió, también sonrió la traductora. En ambos casos no era por el psicoanálisis. La primera
sonrió porque cité a Trotsky y la segunda por
que la respuesta fue breve.
Después me explicaron que el problema no era
tanto con la New York University, sino que la molestia ecuménica se relacionaba con el Departamento de Inglés de Yale donde la Mafia Hermenéutica capitaneada entre otros- por J. Hillis. Miller se entregaba con éxito a las retumbantes aventuras de la desconstrucción, frente al seóorío de Oxford y Cambridge, tanto como frente al talento de Harvard. En el campus, me dijeron, se concentran ahora en tomo a Jacques Derrida y para colmo Yale está cerca del poder editorial de Nueva York, tiene bibliotecas espléndidas, además de clase y riqueza. Cuna del New Criticism, Yale viene difundiendo las corrientes de actualidad: sea la semiótica en un momento, la filosofía del lenguaje en otro, la hermenéutica después. Además, cosas parecidas al marxismo, al psicoanálisis, al feminismo, etcétera.
Cuando la otras universidades aburridas del anterior
juego de lenguaje se disponen a cambiarlo por el siguiente, lo que encuentran pasó antes por Yale.
Hace más de veinte anos, 1966 en la Universidad
de John Hopkins, Jacques Derrida propuso el juego "posestructuralista".
Desde entonces, cada año es Yale quien invita a
Jacques Derrida para dirigir un seminario. Deconstruction and Criticism, publicado en 1979 con prólogo de Geoffrey Hartman -hombre ligado a los de cáledra de Yale- exhibe a J. Hillis Miller y al fallecido Paul De Man.
Al margen están de un lado Harold Bloom -con
un trabajo editorial intenso- y del otro lado René Wellet, jubiladode Yale.
Harold Bloom es uno de los responsables del desplazamiento
de los Nuevos Críticos. Entonces circularon autores como Freud, Heidegger, Levi-Strauss, Roland Barthes.
De manera que el nombre de Jacques Lacan está
acotado, para aquello que el lingüista ecuménico representa, por la difusión de estas "corrientes francesas" en las diferentes jugadas de las universidades.
No fue esa la posición de mi anfitrión Stuart Schneiderman -fundador," con Jacques Alain Miller del Paris-New York Psychoanalytic Workshop- y director del New York Lacan Seminar que se realiza los miércoles en el Departamento de Inglés del Bernard College (Columbia).
El Paris-New York fundado en 1986, realizó su
primer coloquio en Nueva York en julio de 1986 (se presentaron trabajos de Ellie Ragland Sullivan, Donna López, Patrick Hogan, Jame. Gomey, Stuart Schneidennan y Jacques-Alain Miller).
El segundo coloquio, realizado en julio de 1987
en la misma ciudad contó con la participación de Lila Kalinich, Donn López, James Gomey, Willy
Apollon, Lucie Cantin, Danielle Bergeron, Stuart
Schneiderman y Jacque-Alain Miller. Y hubo un tercer encuentro.
Bien, para Stuart Schneiderman -que se analizó en París con Jacques Lacan y publicó varios libros la exclusión de Jacques Lacan en los juegos de la universidad se explica por la posición protestante en relación al deseo
Así me lo explicó en una charla que tuvimos en
su consultorio, cerca del Museo de Arte Moderno, Y cuando le nombré a Norman Brown me dijo que sería el único que lo recordaba en los últimos quince años.La referencia le sirvió para decir que, justamente, en Norman Brown podía leerse el rechazo de la conexión entre el deseo y la muerte.
En verdad, tanto en Eros y Tanatos como en El
cuerpo del amor la posición de Norman Brown -a pesar de una lectura precisa de Sigmund Freud, reconocida por el propio Jacques Lacan- es un efuerzo por separar los eros de tánatos.
"En Nueva York -dice Stuart Schneiderman, en el libro que dedicó a su análisis con Jacques Lacan- el apogeo del psicoanálisis freudiano fue en la década, de 1950. Desde entonces más y mas gente prefiere hacer terapia en lugar de análisis. Todo el mundo parece estar en terapia.
Agreguemos a eso el creciente recurso a la medicación -tanto lícita como ilícita- y el psicoanálisis en Nueva York se ha enfrentado con un gran número de consumidores de la salud mental de los cuales la gran mayoría no quiere hacer psicoanálisis." Además, "Durante la década de 1970 el costo promedio de la sesión
psicoanalítica en París estaba entre los 10 y 20 dólares. En los últimos años de la década de 1970 había
aumentando un poco, pero aún así era mucho menos
costoso que una sesión en Nueva York, que en esa época oscilaba entre 60 y 100 dólares. Una de las razones por las cuales el análisis perdió apoyo en los Estados Unidos es que los analistas se cotizaban fuera del mercado. Se sentían obligados porque, según el analista neoyorquino Jacob Arlow, querían mantener un nivel de vida aproximadamente equivalente al de sus compañeros de la escuela médica".
Cuando salí del encuentro con Stuart Schneiderman
llovía, la traductora me dejó en un taxi. El conductor me paseó durante unas dos horas por la ciudad cruzamos más de una vez, en un sentido y otro, las trescientas y pico hectáreas del Central Park- para dejarme por fin a unos pocos cientos de metros del lugar donde to había tomado. No podía enojarme, por treinta dólares había asistido a una experiencia extraña:
la ciudad, bajo la lluvia blanquecina y persistente,
se había transfigurado. Esa figurita me faltaba, no tenía esa representación y ninguna acudía a sustituir esa ausencia. Ahí, dentro del coche, con los árboles del Central Park de lado y del otro, con las diferentes calles y los diferentes museos donde era llevado.
Con un mapa mojado indicaba el Museo Moderno,
el conductor hacía gestos de ¡al fin lo comprendo! para llevarme a cualquier otro museo. Cuando llegué al Museo Moderno uno de mis amigos se había ido, pero el encuentro con el otro fue una verdadera salvación. Dejé, por fin, mi nombre; recibí, poco después, una buena cantidad de información impresa en
Buenos Aires.
El conductor, contento con sus treinta dólares,
no podía saber que había realizado, en horas que fueron relámpagos, una experiencia del aleph que me mostró la variedad y la existencia misma de Manhattan.
Soñé, unos días antes de aquél de la lluvia, que
vivía en Nueva· York y era una especie de guardacosta nocturno que desde un islote cercano a la isla coordinaba información sobre actividades imprevistas. Las representaciones anteriores de la palabra isla se habían disuelto, luego había estado en París y en Barcelona para volver sin nada a la ciudad que apenas había entrevisto en el pasaje de ida. Ahora, gracias al esperanto
del dólar, podía caminar en el vacío y escuchar
el silencio. Olvidé entonces lo que había visto en la Madison Avenue, en el Whitney Museum: un cuadro de considerables dimensiones donde Firpo, según las exigencias de la pintura de la época, arrojaba por encima de las cuerdas a Dempsey.
En Prince Street, en el café Borgia II, me percaté
de que no se trataba de estar dentro de una película ya vista, tampoco de recuperar el efecto Buenos Aires en un lugar cualquiera. Una mujer, joven y bella, deja sobre mi mesa una botella de agua Perrier y sé que lo que va al fracaso, lo que se anuda con la muerte, tiene un lugar diferente al de las palabras. Esamujer se ofrece a una mirada, es algo fuera de los límites impresos
en cualquier lengua.
Otra mujer, adolescente, está sola en una mesa y
habla en voz alta, habla al vacío. Cambia de posición, busca la que le permite ver su imagen en el cristal. Habla, quizás se sugestiona con las palabras con que alguna vez fue sugestionada, quizás con las que alguna vez utilizó para sugestionar a vaya saber quién.
El Central Park, diseñado por el ingeniero Randall -según información- a comienzos del siglo XIX, fue un lugar pestilente habitado por inmigrantes irlandeses y alemanes.
Ahora el parque está rodeado de hoteles, de casas barrocas del siglo XIX, de museos y embajadas. Al este la Fifth Avenue, residencia de gente renombrada.
Pero el vacío del parque no dice mucho del conjunto
de espacios plenos, separados y conectados que cobijan las diferentes inmigraciones. La polifonía de lenguas, de costumbres, de morfologías, se percibe de inmediato.
Entonces podía, como en el barroco, situar dos
puntos diferentes: el Soho y el Central Park Y a partir de uno de ellos avanzar hacia el Greenwich Village, también a la inversa hacia Little ltaly y Chinatown.
Lapsus negros
Según los entendidos, desde el siglo XVIII los
neoyorquinos descifran unos pocos significantes amos: opresión y revueltas de los negros, comercios fabulosos, mezcla de razas y culturas, libertad de prensa y corrupción política.
Desde 1830 los inmigrantes europeos comenzaron
a poblar la ciudad, según una distribución por etnias -Irlanda, ltalia, Europa del Este- que en muchos casos desconocía el inglés.
La organización del espacio, en esta particular articulación de conjuntos cerrados, creó zonas francas de circulación abierta: el subterráneo, con sus leyendas, es la cadena significante que atraviesa cuerpos que parlotean lenguas diferentes, cuerpos que juegan al disfraz porque sé miran mucho más de lo que se hablan. La existencia misma del negro como opuesto binario del blanco da un predominio a la mirada, propone
una diferencia elemental que sustituye a la imposible
diferencia de los sexos. El pavoneo, entonces, será sexual: la relación de dominio se explicita como matriz de cualquier otra.
Entre los edificios altísimos que reflejan unos a otros como espejos ciegos, los negros contrastan la superficie pulida e la Quinta Avenida con sus presencias de lapsus sociales. La provocación de cada minoría responde a la coacción silenciosa del conjunto,
multiplicando el juego de los disfraces y las imitaciones.
¿Una pesadilla de aire acondicionado?
No hace demasiado tiempo soflé un camino, algunos
de mi familia miraban desde el costado, y la llegada a una ciudad con algo de feria, de circo, de campamento. En el camino, una novela d e Jack Kerouac y Aullido de Allen Ginsberg fueron recuerdos al despertar, aunque el acierto de la traducción creó mí preferencia por El ángel subterráneo.
Pero la angustia ligada a la imagen de los míos
que desaparecían al costado del camino -una penumbra, sombra acogedora de verano y también caída del día en la inquietud de la noche- me llevó a un libro olvidado: The Air-Conditioned Nightmare (Pesadilla de aire acondicionado, de Henry Miller, Siglo Veinte,
1968).
El mismo año en que Nanina, mi primera novela,
salía a la calle y era prohibida después del éxito apareció la traducción de Patricio Canto de este libro de Henry Miller, de quién conocía su pasión por Nueva York por algunos relatos y por los Trópicos.
Pesadilla de aire acondicionado comienza así:
"Hace algunos años, en París, se me ocurrió la idea de escribir un libro sobre los Estados Unidos; En esta ocasión, las posibilidades de llevar a cabo mi sueño parecían remotas, pues para escribir el libro hubiera tenido que volver a Norteamérica, viajar a mis anchas, tener dinero en el bolsillo, etc., etc.".
Henry Miller, sin saberlo, vuelve por las representaciones
que pierde: "La Francia moribunda ha producido más arte que la joven y vigorosa Norteamérica, que la Alemania fanática o que la Rusia que hace proselitismo, El arte no puede nacer en un pueblo muerto".
Contra el american way of life una verborragia
beatifica, lo que siempre es idiota, acunó las ambiciones de muchos de mi generación. Los había para todos los gustos -Henry Miller, Jack Kerouac, William Burroughs, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlingheui- y las diferencias se borraban en la afirmación de que se trataba de un modo de vida, no de una comente literaria.
De aquella abundante cháchara, de aquel parloteo de borrachos consumados y drogadictos de bajo consumo, quedó para los hijos retardados la patética sobre- vivencia de Charles Bukowski.
Metaficción
En las épocas en que leía las u-aducciones de los
que evoco, soñaba con viajes y también suponía que al igual que Macedonio Femández blasonaría una permanencia decidida en la ciudad de Buenos Aires.
Había llegado de Junín en la adolescencia y estaba decidido a convertirme en un viejo respetado en la
ciudad que pareció agotar mis posibilidades de asombro. ¿Existiría algo comparable a la Estación Retiro, algo como las calles trasversales de Constitución, algo como el barrio Belgrano en otoño, como la Costanera en primavera, como El Fénix en invierno? Para
no hablar de las mujeres que había descubierto y que había amado. Y para no hablar de las librerías y de los bares y de los cines y de las revistas.
Después de los profesionales de la declamación negativa llegaron los mesurados -Roben Coover, por ejemplo- que descubrieron que los depones nacionales son la misma sociedad en escala reducida (lo que también puede decirse de los bailes, ya que el poder consiste en hacer bailar los cuerpos)
El péndulo, la debilidad mental del sucederse de
las generaciones, condujo a lo previsible: la ficción que se propuso como forma de vida se convirtió en formas de vida propuestas como ficción.
Entonces Los Angeles deja paso a Nueva York,
los bares y las playas se sustituyen por las aulas y las universidades -la vagancia académica, satisfecha de si, se propone también como ficción crítica-.
Minimal/maximal -qué más da-. Atrás queda
John Irving, Flannery O'Connor, William Faulkner, Emest Hemingway, también los Cheever, Updike,
Singer, Elkin, Beattie, Ozich. Banhelme. O quizás al
costado, quizás volveránsin esperanzas y sin desesperación como le gustaba decir a Isak Dinesen.
Existió, para los de mi generación, el imperativo
de leer a Dos Passos, Fitzgerald, Steinbcck, Bellow. Styron, Baldwin.
Y cuando el cuento empieza de nuevo se ponen
de moda los que -como siempre- desesperan de la moda. Si la cosa se ve desde España puede nombrarse a Walter Abish, Joscph McElroy, William Gass, Raymond Fedennan. James Purdy, Don Delillo, Harold Brodkin, Hubert Selby, Paul Auster.
El éxito de Carver, Leavitt y McInerney no fue
debatido porque la literatura actual no es para discutir, sino para monografías -el simpático Eco muestra que se puede hacer la novela de la ficción crítica y la ficción crítica de la misma novela, lo que es una alegría para los estudiantes de letras y una inquietud para sus explotadas y olvidadas familias-.
En fin, Miguel Riera orienta sobre rasgos definitorios
del minimalismo: "Un contenido en el que prima lo cotidiano, un sentido del humor y la parodia inexistente o escaso, un argumento deliberadamente insignificante, y unos personajes que casi nunca se expresan en voz alta. Las frases son en general cortas, como sentencias (...) el narrador minimalista no es un psicólogo, ni un moralista, ni un sociólogo. No está interesado en la psicología de sus personajes, ni ve la necesidad de explicar las motivaciones que los empujan. No le importan los condicionamientos económicos o sociales". Los personajes. escépticos en relación al lenguaje se entienden por gestos, sin denuncias ni responsabilidades.
También están los postmodernos que son exactamente
opuestos a los minimalistas. pero que tienen idéntica pasión por rechazar la etiqueta que promueven para circular.
Volvía, entonces, a Nueva York con la constelación
de nombres y trucos que constituyen la metaficción que fue también para mí marco de una ventana abierta a la realidad.
Retorno y sorpresa
Viajar a la manera de la obsesión es buscar las representaciones
que se tienen, viajar a la manera de la histeria es encontrarse con la sorpresa. Pero existen sorpresas para la obsesión y encuentros con representaciones previas para la histeria. Algo así, me dijeron.
No fue una sorpresa ser ajeno a la moda, que llegó
a diversas ciudades de Europa, a los jóvenes yuppies que hacen de su imagen una ficción más perdurable que sus escritos.
Nada del retomo de antiguas imágenes -sin hablar,
por eso mismo, del cine- producidas por lecturas no del todo olvidadas. Porque, la verdad. pedí al taxi que pasara por El Puente de Brooklyn que era -hasta el momento- el título de un relato de Henry Miller. Fue una sorpresa, porque las aguas calmas eran ajenas a ese torbellino que Henry Miller propoponía como un flujo universal (Deleuze y Guattari, impresionados,
hacen fluir ese mismo flujo por El Anti-Edi
po).
Nada de eso, sino la técnica del arquitecto Roeblings que realizó en el siglo XIX el puente más largo del mundo, usando por primera vez cables de acero. Durante quince años trabajaron los inmigrantes y algunos de los que lo hacían en campanas bajo el mar murieron. Los soldados sobre el puente, en la inauguración, provocaron el pánico entre los que morían asfixiados o se arrojaban al mar.
Ese puente que comunica a Brooklyn con Manhattan de los enamorados y es de la puesta de sol -entre los judíos y los italianos establecidos allí nació Henry Miller. el hijo del sastre consumido en la exhibición. De allí salió Woody Allen y su tontería universal, también Barbra Streisand y Me! Brooks.
En Brooklyn Heights -donde residieron Walt Whitman, Arthur Miller y Norman Mailer- la inquietud de que la distracción convierta a Montague St. en Fulton St.
Entonces, de pronto, se acabaron las representa
ciones conocidas y después de la sorpresa es necesario encontrar una orientación nueva- es que Jacques
Lacan, invocando a Arthur Rimbaud, llama el nuevo amor
Territorios
Cuando la literatura se aproxima a la vida, ambas
pierden. Cuando la vida se convierte en ficción nadie gana. La relación entre la ficción y la realidad sus correspondencias, sus equívocos- se disuelve en una sola dimensión. Metaficción, real fantasía. Hace tiempo que los escritores tienen poco que decir, hace tiempo que la metaficción está instalada en la política -cualquiera de sus variantes, desde el saber al poder,
hace del discurso un lazo pasional-.
Más de una vez me propuse saber algo más sobre
la constitución de Buenos Aires, sobre sus colectividades y esas huellas que operan en la constitución de nuestro vocabulario. Si los negros y los judíos llegaron, en los Estados Unidos, a constituir dos literaturas poderosas, norteamericanas y particulares a la vez, nosotros impulsarnos una lengua franca -me refiero al vocabulario de Buenos Aires- donde cada colectividad se inclina frente a la coacción de la otra sin que ninguna de ellas se reconozca en ese lenguaje común.
Quién ama las ciudades, como es mi caso, se enamora
de la desmesura de Nueva York -diferente de la caja de bombones que es París, de la condensación tensa que es Barcelona, de la divertida algarabía que Madrid- y si además quiere a Buenos Aires se alegrará de las semejanzas y sentid el vacío de las diferencias.
El vocabulario de la lengua que nos causa -somos
una variación dentro de la polifonía de la cultura española- incorporó italianismos, galicismos, anglicismos, lusitamsmos, galleguismos. En cambio quedaron pocas huellas de las inmigraciones alemanas, polacas, árabes, búlgaras, griegas, turcas, judías, yugoslavas, japonesas.
Tampoco los vascos y los catalanes dejaron huellas
significativas en nuestro vocabulario. ¿Indica eso algo sobre la posición subjetiva de cada una de esas inmigraciones? No lo sé. Pero sé que el cine. hizo de Nueva York nuestra extimidad visual, de la misma manera: que las traducciones hicieron de París el espacio mítico de nuestros pensamientos. La cinética, sin embargo, está decidida en nuestra inclusión en la cultura española -Borges lo sabe cuando habla de Gracián, de Quevedo, de Cervantes y tantos otros-. Si es verdad que Che significa gente en quechua,
el rasgo que nos identifica -sin contar otros términos
indígenas- es la insignia de un nuevo amor producido por el encuentro. En América Central Che es gentilicio por argentino, huella imborrable de Ernesto Guevara.
El Central Park me reveló el vacío máximo -carecía
del inglés- y el silencio mínimo -iba solo en ese taxi- que es condición del surgimiento de una palabra nueva, Soho, por su parte, fue la alegría de la amistad.