Literatura y psicoanálisis designan dos instituciones que unas veces son adversas y otras colaboran, frente a un mundo que parece estar bien sin ellas.
Hablaré de mi experiencia porque la vastedad del tema, la vastedad de temas que cada una de estas palabras designa, es increíble.
Siempre escribí sobre lo que escribían otros. Primero notas en revistas efímeras, luego libros: sobre Macedonio Fernández, sobre Oscar Masotta, sobre Witold Gombrowicz.
Dediqué un libro a lo que escribieron analistas argentinos y tuve veleidades de comentarista: Strindberg, Kafka, Maupassant, Dostoyevski, Jensen, etc.
Tampoco escaparon a la pasión por el comentario nuestros jóvenes escritores, desde el mexicano José Agustín hasta Osvaldo Lamborghini, Bernardo Kordon –que no es joven-, Luis Guzmán.
Este gusto por escribir sobre lo que uno lee fue impulsado por la valoración de la crítica a partir de Roland Barthes. Algunos se quejaban de que se escribía para la crítica, como se dice ahora de la pintura.
¿Se trataba de la pregunta sobre la “escritura femenina”?
No en mi caso, aunque pueda preguntar por qué una escritora dice lo que dice, aunque diga lo mismo que un hombre. Cuando escucho una mujer que dice “¡eso me da por los huevos!”, no me basta con pensar en la identificación.
Suele decirse que las mujeres son una invención de la cultura masculina…
Podría ser verdad. Pero una invención tiene reglas que se conocen y efectos que se desconocen. Bien le podría ocurrir a cada hombre con las mujeres lo que Marx decía que le ocurre a cada obrero con la mercancía: separado de ella, de su costilla, la encuentra en falta por una parte y le parece misteriosa por la otra.
De cualquier manera, los hombres que crean oscilan entre “deshacer la obra de las mujeres” y hacer esa obra en otro registro.
Es trivial subrayar las metáforas de embarazo, pero hay que subrayarlas. Desde Platón se compara la reproducción de las mujeres con las creaciones del hombre y Melanie Klein no vaciló en hablar de envidia del embarazo. Claro que un hombre embarazado es una versión anal dedicada al padre ideal, como la abstinencia de los primeros cristianos lo muestra, usada para la “reproducción espiritual y eterna” contra la reproducción carnal y mortal de las mujeres. Samuel Beckett, con sus personajes que pierden el nombre y el pronombre, con esa radical separación entre las palabras y el “mundo”, con ese cartesianismo desesperado donde ningún Dios establece la conexión perdida, me parece interesante para el humor del psicoanálisis.
¿Por qué alguien que está en el psicoanálisis escribe sobre Witold Gombrowicz?
Descubrí a Gombrowicz antes del psicoanálisis y este interés atravesó el psicoanálisis.
Gombrowicz es un escritor cómico, género difícil de ser respetado después del romanticismo generalizado y de la mezcla de ideales de belleza y efectos de horror, con que se organizan los circuitos de domesticación. Pero Jaques Lacan, en Lituraterre advertía que el hecho de que al fin se leyera Rabelais muestra un desplazamiento de intereses con los que concuerda mejor. Me intrigó, me intriga esa afirmación. Rabelais, como Cervantes, está entre dos universos imaginarios que se contradicen. La desmesura de Rabelais, el desvarío de Cervantes, dicen que el gnomon está perdido, que la regla ha dejado de ordenar el mundo. El psicoanálisis actual, en el fuego cruzado de una sociedad marxista que no pudo ser y un mercado capitalista que no se propone ser ninguna sociedad, descubre lo cómico de las identificaciones, sin garantizar la alegría de un más allá, siempre más allá, de algo que se promete. De cualquier manera el psicoanálisis desconfía de la tragedia (Freud la redujo a una neurosis de destino) y conoce la comedia fálica.
La comedia fálica parece estar en juego en la narrativa.
Sí, la comedia fálica y la mascarada también. Pero no es lo mismo un escritor perverso, un escritor neurótico, un escritor psicótico.
La suplencia y la estabilización en cada uno, la función de fetiche que la escritura puede tener, difieren. Sin olvidar que la literatura es una institución y que Artaud escribía –cuando escribía- a pesar de pasarlo mal. Decir que el perverso sabe sobre su goce, por ejemplo, no es evidente cuando el perverso escribe.
La escena del perverso, cuando se confronta con la institución literaria, se convierte en un enigma. O bien no se escribe.
Alguien cercano preguntó si había que hablar de la perversión de Gombrowicz…
¡Ah, sí! La perversión como tema tiene sus estrategias, puesto que los neuróticos fantasean con ella. Se los llama con el señuelo de la perversión. Empezó Freud con la “bisexualidad”, después de unos años apareció “el fetiche”, reducido en la realidad a la ausencia de correlación sexual y al hecho de existe elección de objeto.
François Regnault en el núm. 7 de Cahiers pour l´ Analyse escribió un artículo muy importante sobre Pornografía (La seducción, en castellano) de Gombrowicz. Sin hablar de perversión descubre la mirada oblicua y la anamorfosis de un niño muerto, como al descuido, en la novela.
Un voyerismo paidofílico que orienta sobre las “ideas mayores” de Gombrowicz, pero que no puede explicar la trama.
Que otros se jacten de las cosas que han escrito, a mí me enorgullecen las que he leído – escribe Borges-. Y Gombrowicz es también una lectura, una lectura de los agalmata culturales y su reverso de nada, una lectura de la sugestión de los valores.
Hay razones para que un psicoanalista se interese por Gombrowicz: el ideal y el objeto, la identidad y el deseo, la alienación y la separación, se encuentran en intrigas valederas como literatura.
Hay que recordar que Jaques Lacan dice que la evocación por parte de Freud de un texto de Dostoyevsky no basta para que la crítica, coto reservado a la universidad, haya recibido algún aire del psicoanálisis. A la inversa, Rabelais y sus palabras congeladas advierten a Jaques Lacan contra el señor Valdemar de Poe, en que se convierte Freud en la IPA. Un escritor es escéptico –no cínico-, aunque eso sea una tontería en tiempos de la ciencia.
¿Se puede decir que Klossowski, por ejemplo, es escéptico?
Especialmente. Terminó por callar y pintar. Y Joyce con su vicus final. Al revés, Rimbaud al comienzo. ¡No se sabe cómo escribir! es la fórmula escéptica del escritor. Me parece que también vale para Jaques Lacan que, por otra parte, sabía escribir.
A partir de Jaques Lacan parece que Joyce es una cita obligada entre lacanianos.
Demasiado obligada, como tantas cosas. Quiero decir, poco disfrutado. Pero se sabe que antes que Lacan alguien habló de Joyce como síntoma, pero tuvo la desgracia de escribir en gallego y él mismo tuvo que traducirse al castellano. Sin suerte, nadie recuerda su libro. Me refiero a D. García Sabell y su libro Tres síntomas de Europa (versión castellana de Ed. Rev. de Occidente, 1968). Uno de los tres síntomas es Joyce, no diré quiénes son los otros para ver si alguien busca el libro. García Sabell escribe cien páginas sobre Joyce y hace una asombrosa descripción del objeto voz que transforma en palabras los sonidos del mundo, para concluir que Joyce es uno, pura soledad sonora. Admirable. Un autor gallego, por eso de los celtas, puede hablar de Joyce, escribir sobre Joyce.
Cuando prologué Ulises (C.S. Ediciones, Bs As, 1993), ignoraba el libro de García Sabell. Esta edición de Ulises recata de la desidia editorial la traducción de 1945 que hiciera Salas Subirat, una traducción “argentina” a la que se sumó la “española” de Valverde.
Yo, que tuve la suerte de vivir algunos años en España, leo diferentes gracias en una traducción y en otra, incluso llegué a entender algo de la traducción catalana de Mallafré.
Ulises se dice en diferentes lenguas, incluso en diferentes libros: Adán Buenosayres, Tres tristes tigres, Larva de Julián Río.
¿El prólogo de Juan Benet al libro de Stuart Gilbert sobre Ulises fue negativo para la difusión de Joyce en España?
Supongo que sí. Habría que preguntarle a Julián Río, ya que supo conjurar la maldición. A su vez ignoro por qué Larva desconoce a Leopoldo Marechal, que hizo la otra versión. Ese nombre no aparece al final de Larva.
De cualquier manera Larva trae un Joyce que fue down en Shaun y lo convierte en Dawn.
El Dublín de Joyce, el Buenos Aires de Marechal, La Habana de Cabrera Infante y el Londres de Ríos. De esas ciudades, la última es extranjera y ajusta cuentas con la literatura española.
¿Qué pasa entre Joyce y la esquizofrenia?
La literatura de Joyce es lo opuesto. Joyce no pierde el referente, más bien le encuentra correlatos en diversas lenguas. La “elación”, la “manía” de Joyce es otro cantar. Una pérdida del yo, un cuerpo que se hace skeleton en manos del Otro, para recuperarse como arquitectura de la obra.
Además, Lacan subrayó ese guante que es Nora, según la extraña evocación de una carta de amor. Joyce duerme junto al guante de ella, que es ella. ¡Me gustaría entender Joyce y entender lo que dice Lacan sobre Joyce! Mientras tanto evito esa cristalería que circula, ese tintineo incomprensible.
Cuando Cabrera Infante escribe en su TTT -por suerte vuelta a editar sin censura por la Biblioteca de Ayacucho de Venezuela-, "…lo que no le dijimos nunca a nadie…". Nunca dicho, está escrito. Entre la institución literaria y la obra existe lo que se llama "derechos reales sobre el goce de la cosa ajena", una fórmula majestuosa que describe las condiciones del arrendo.
Cuando Jaques Lacan habla de Joyce comienza con una estrategia sutil: P.Sollers –dice, afirmó que el inglés no existe después de Joyce. ¡El imperio pierde su lengua por un escritor irlandés!
¿Qué dicen los traductores? Merci, Joyce. Puesto que Joyce sobre Eliot, sobre Pound, etcétera, renovó el inglés. Ahora cualquiera se parece un poco más a Joyce.
Hay muchos comentarios, tratados de diversas maneras, sobre los más diversos escritores, en Jaques Lacan.
Sí, sería interesante buscar de manera sistemática esas referencias. Recuerdo que en el seminario de la identificación habla de Tomás el oscuro, de Blanchot, como de un final de análisis. En algún aparte habla de los matemáticos y de Francis Ponge como los que se ocuparon de saber si más allá del aparato gramatical del conocimiento existe una resón (palabra de Francis Ponge que condensa razón y resonancia) de la res en el lenguaje.
Los nombres propios, los autores son importantes para Lacan, muchos escritos tienen alguno (Lagache, Poe, Kant avec Sade, Freud, por supuesto). Se puede oponer el trabajo sobre Poe al comentario sobre Gide (otro nombre propio en un título), como diferentes procederes con la literatura que, a la vez, se diferencian de Kant avec Sade. Está Marguerite Duras, Genet, Wedekind, Shakespeare, los clásicos. El comentario sobre El balcón es político, cínico y crítico. Ultraclínico, se podría decir, si recordamos que el correlato de moi es el grupo, la sociedad misma.
¿En que difiere Lacan de Freud en su conexión con la literatura?
Habría que estudiarlo. Freud aplica su método de literatura comparada en un lado, hace psicobiografía en otro, inventa la conexión entre lenguaje y fantasma más allá… La literatura anticipa, según Freud.
Las memorias de Schreber fueron para Freud lo que los escritos de Aimée primero, y después Joyce, fueron para Lacan.
¿Habla un escritor que se analiza, un analizante que escribe, un psicoanalista interesado en la literatura?
Parafraseo a Lacan cuando habla de la enseñanza y digo que escribir es de analizante y que hablar es una demanda que siempre fracasa. El psicoanalista, definido por el acto, comenta el trauma -entendido como agujero- de su acto en elucubraciones (por lo general prestadas, para matizar la angustia). El analizante tiene un trauma diferente, sus metáforas fallan, el lenguaje familiar lo termina siempre alegorizando entre el indicativo y el subjuntivo. Habla, entonces, el que pierde. Como siempre.
El patetismo de esa respuesta me ha dejado sin preguntas (risas)
Inventemos una, encontremos una, repitamos una anterior… para seguir un poco más.
Algunos escritores parecen más cercanos a las cuestiones del psicoanálisis… ¿es así, por ejemplo, con Kafka?
Sus temas resuenan: el padre, el casamiento imposible, las paradojas de la ley. Pero Kafka era un abogado que argumentaba contra la indignidad radical de su ser, de cualquier ser. Las temáticas pueden ser engañosas. Kafka, en particular, con esa especie de Cotard que llamó La metamorfosis, es para el psicoanalista tan extraño como la melancolía (la palabra melancolía está en la primera página del libro). Deleuze y Guattari hablaron de Kafka en unos términos risibles, dentro de la provocación a los psicoanalistas, pero sin salir de la tontería de un proyecto así.
Pero un escritor como Samuel Beckett, con sus personajes que pierden el nombre y el pronombre, con esa radical separación entre las palabras y el “mundo”, con ese cartesianismo desesperado donde ningún Dios establece la conexión perdida, me parece interesante para el humor del psicoanálisis. A la inversa, un poeta como Francis Ponge -contento de que en una encuesta escolar su poesía sea preferida por los niños- que busca la resón (razón y resonancia) de las cosas cómo razón de la naturaleza en el hablante, es fundamental. Cuando digo el pan, es la noción de pan la que excluye un pan. Ponge pensó los artículos, encontró algo que Jaques Lacan saludó varias veces.
Vuelvo a Kafka, hermano en el dolor que “aprendió sin piedad”, como dice, para encontrar una salida. Los de mi edad quisimos ser Kafka, quisimos transformar la soberbia en miseria y la miseria en un enigma, quisimos ser solitarios entre personas que nos parecían fantasmales y peligrosas.
Kafka encarna al lector solitario, encarna al que salió del coro y mira desde otro lado. Es la comedia, en el sentido radical del término. El humor, la ironía de Kafka, se burla dolorida. Kafka es algo que vuelve después de cada fiesta.
De un lado está el lenguaje escrito, del otro la palabra dicha. ¿La escritura de la que habla Lacan difiere, indudablemente, de la generalización del término en la crítica literaria a partir de R. Barthes?
Cuando Lacan habla de lo escrito… habla. Cuando escribe hace fórmulas, matemas. Es decir, algo que no es un concepto en sentido clásico. Pero Jaques Lacan –lo subrayó con fuerza J-A. Miller- dice que el inconsciente se lee, es decir que está escrito.
Este escrito –como la famosa carta de Freud a Fliess, como el block maravilloso- es lo que un escritor transforma en otra cosa.
Un escritor rechaza al poema que lo constituye, pero también es fiel a sus resonancias, lo transforma. La gramática del inconsciente es diferente de lo que se puede hacer con ella.
Una vez me burlé, por escrito, de la operación de Severo Sarduy, muy barthesiana, de asimilar Schreber al barroco. ¡Nada más opuesto!
Un loco querella, explica, describe. Una religión tensa el arco del cuerpo y del lenguaje, telescopía –como dice Lacan- mediante el alma.
La literatura corteja su propio fin –decía Borges-. Pero no se vale de otra cosa que de sí misma.
Kafka, por su formación, fue quien aceptó y descifró el poema que lo constituía. Esa primera persona es la letra K, no es un “yo”, de la misma manera que Francis Ponge es un on más que un moi.
El paranoico argumenta, el poeta transporta. En cuanto a los novelistas, cada uno tiene sus proustulados y balzacea a su manera.
Cervantes, por su parte, es admirable y sin imitación posible.
Joyce, el poema alias el sinthome con sus epifanías del cardenal Newman, -asentimiento real, le llamaba el execrable- es aquel sobre quien siempre se puede departir… sin llegar a nada.
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