Un día, en Junín, escuché que alguien de mi familia pronunciaba un nombre: Germán García. Yo tendría diez años y presté mucha atención a algo que no sé muy bien qué fue. Pudo haber sido el efecto de campanada que daban los acentos golpeando las últimas sílabas. Pero me gusta pensar que en la voz que pronunció el nombre había un pudor o un temor que me enloqueció automáticamente al revelarme a la literatura como un problema.
Germán había publicado Nanina en 1968, un libro que fue ingresado al Index librorum prohibitorum de Onganía mientras se turnaba en el primer puesto de ventas con Cien años de soledad. La revista Primera Plana viajó a Junín para reportar el hábitat que había producido -y expulsado- al escritor más precoz, exitoso y censurado de esos años. Recuerdo vagamente la crónica, que caminaba con pie de plomo sobre el temor de la ciudad a reconocer algún contacto con el escritor terrorista que había atentado contra la farsa de su candor social y dejado su fantasma electrificado en los bares. En los bares y también en mi familia. Germán había trabajado con mi viejo, y un día mi tía apuntó con un dedo a su máquina de escribir y me dijo: “en esa máquina le pasé en limpio unos poemas”. Así que por esa máquina, por esas teclas, había pasado un escritor. Sentí un cosquilleo mitológico del que salí con la orden mental de sentarme a escribir.
Una noche junté valor y me presenté en su mesa del bar La Paz después de haber frecuentado sus libros y los de Macedonio Fernández, Luis Gusmán, Ricardo Zelarrayán, Osvaldo Lamborghini y Oscar Massotta, además de los de Borges, que eran un pasaporte ecuménico. Digamos que había hecho una base para que mi juventud tuviese algo de donde agarrarse si le tocaba subirse al ring a pelear con esa mole invicta en las discusiones. Pero me faltó Gombrowicz. “¿Todavía no lo leíste?”, me preguntó Germán. A la medianoche le compró el diario a un canillita. La Paz fue el único lugar del mundo donde hoy podía leerse el diario de mañana, en una era en la que el tráfico de información televisiva tenía horario de comercio.
Me invitó a tomar un whisky a su departamento. Estaba en la calle Junín, cosa que yo no iba a andar interpretando. Sacó de su biblioteca un ejemplar de Ferdydurke y me leyó varios fragmentos entre carcajadas. Y yo pensé que así es como se recomienda un libro, mostrándole a alguien qué es lo que le pasa adentro con el libro que lee. Ese acto de maestría minimalista terminó al día siguiente, en el que lo primero que hice fue comprar Ferdydurke.
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