En 1968 publicó “Nanina”, una novela que abrió un camino y que fue censurada. Y marcó un camino en el psicoanálisis en el país.
¿Puede una vida ser tan intensa y al mismo tiempo tan breve? El 26 de diciembre, cuando habían pasado pocas horas de su cumpleaños número 74, falleció en Buenos Aires Germán Leopoldo García, el autor de obras clave como Nanina (1968), y La entrada del psicoanálisis en la Argentina (1978)-.
Fue un inacabable ensayista, inagotable escritor, incansable arquitecto de instituciones, miembro del Comité de Redacción y fundador de grandes revistas de la segunda mitad del siglo XX: la revista Los Libros, la revista Literal. En 1974 continuó al frente de los cursos de psicoanálisis que Oscar Masotta debió abandonar tras su exilio.
En 1980 continuó con la labor de Masotta en Barcelona, llevando la conexión del lacaniano Jacques-Alain Miller hacia el interior de una densa red de psicoanálisis en la Península Ibérica, entrañando en él un diálogo bilateral entre el lacanismo de París, el de Buenos Aires y el de España. En una muy breve pero contundente semblanza biográfica Graciela Musachi hace algunos años escribía que “si la literatura y el psicoanálisis son los dos rasgos que permiten localizar a Germán García, ello no alcanza para nombrar sus múltiples intereses y su enorme producción.”
Gran lector de Macedonio Fernández y de Witold Gombrowicz, los caminos de Germán García se ramifican en múltiples ensayos literarios e intervenciones culturales, como disertante, como autoridad internacional del psicoanálisis. Entre 1969 y 1972 junto a Héctor Schmucler, Carlos Altamirano, Beatriz Sarlo y Ricardo Piglia fue miembro del Comité de Redacción de la revista Los Libros, una de las grandes revistas literarias del siglo XX. Y en 1973 fundó, junto a Luis Gusmán, Jorge Quiroga y Osvaldo Lamborghini la revista Literal. Dueño de un tono que mezclaba la exquisitez europea con el desparpajo criollo, en 2007 había sido declarado “Personalidad destacada de la cultura” por la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires. En 2003 había recibido la beca Guggenheim. En 2014, el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Nacional de Córdoba. Cultor de las investiduras, siempre subrayaba su amistad con Piglia. En su despacho exhibía muestras de correspondencia diplomática con el Vaticano. Y aunque no lo resaltara nunca, mantuvo su propio vínculo con Lacan.
Había nacido en Junín, donde creció en un ambiente de talleres mecánicos y galpones ferroviarios. Una noche de 1960 había abandonado las regiones agrícolas del noroeste bonaerense y al amanecer siguiente estaba instalado en el corazón de una Buenos Aires bulliciosa, exultante de cafeterías superpobladas de transeúntes. Con los materiales narrativos de aquella infancia y el torbellino de contrastes provocados por el encuentro con la ciudad, García compuso Nanina, su primera novela, recomendada por Rodolfo Walsh, editada por Jorge Álvarez y sacada de circulación por los censores de la época: por “ofensa a la moral y las buenas costumbres”.
El poeta Jorge Quiroga, compañero suyo en el Comité de Literal, recuerda las primeras apariciones de García en Buenos Aires: “Germán aparece a los 17 años en Buenos Aires en ciertos barrios suburbanos en juergas y charlas culturales. Él se había escapado de la casa y entonces estaba sin lugar donde parar. En ese tiempo estábamos todo el día en los bares o en la calle. En la mañana, a la tarde, a la noche. Esto debe ser de la época de Onganía, el 66 o una cosa así. Y en ese tiempo él empieza a hacer Nanina. Yo tenía un amigo, Fernando De Giovanni, que se había casado y había alquilado en Palermo Viejo una casa y ahí parábamos todos. La casa del matrimonio era una casa de toda la barra. Y Germán en ese lugar terminó Nanina. En eso era como Roberto Arlt: él te leía, corregía, te leía; la leía en grupos, a ver qué pensaba. La escribía él, pero todos opinábamos. En la calle Corrientes, en una pensión que estaba al lado de La Giralda, escribió también otra parte de la novela.”
La novela, pionera de la literatura autobiográfica que florecería en los 2000, mezclaba tonos de Henry Miller al tiempo que se imponía como una suerte de Oliver Twist, pero Cutre & Pop y de los 60. Por esa misma época, con el Leopoldo de su segundo nombre y el Fernández de su apellido materno en 1969 firmó el texto que acompañó la primera edición de El Fiord de Osvaldo Lamborghini. Con el Fernández materno fantaseaba su propio linaje macedoniano.
Tras su regreso en la Argentina en los 80, inició los trabajos que redundaron en la creación, en 1992, del Centro Descartes. Pensador agudo, había estado trabajando hasta último momento, cuando la inesperada punzada de noviembre alteró su rutina y lo llevó de la heráldica casona de la calle San Luis en la que se establecían su biblioteca y su diván hasta el piso 8 del Hospital Italiano, en el que se mantuvo imperturbable y batallador, como durante toda su vida, hasta el final.
En una foto se lo puede ver en el centro de una escena literaria tan singular como canónica. Germán García de pie. A un costado Borges, y al otro, casi fuera de campo, Ricardo Zelarayán.
En otras fotos se lo ve sonriente, serio, sonriente de nuevo. Parecen los recuadros fotográficos que se usaron para la composición de la tapa de Nanina: las sonrisas de un joven Germán multiplicado en colores invertidos, casi al mismo tiempo que Andy Warhol daba a conocer sus serigrafías de Marilyn Monroe en Nueva York.
Nanina, la primera novela de un recién venido, el best-seller que agotó cuatro tiradas, doce mil ejemplares en unas pocas semanas de 1968. La escritora y periodista María Moreno alguna vez me contó que cuando lo vio por primera vez caminando a Germán por la calle Corrientes sólo atinó a perseguirlo como una groupie. Mitografía de María Moreno o no, Germán García era eso, una suerte de estrella, consagrada por el éxito de su primera novela, las entrevistas de Primera Plana y las resonancias a las que la censura de los tribunales de Onganía lo habían catapultado.
Amante de una rigurosa rutina, por las mañanas solía desayunar en el bar Jetro de Avenida Córdoba esquina Anchorena -será imposible no imaginarlo ahí la próxima vez que uno pase por la esquina-. Después del desayuno, poco antes de las 12 del mediodía, emprendía su caminata por Córdoba, doblaba por Ecuador y se hundía en la casa de la calle San Luis, donde una sistematizada biblioteca de pensamiento francés, psicoanálisis y literatura lo esperaba. Son las 12 del mediodía. Dentro de poco están por comenzar a llegar sus pacientes. Tocarán el portero eléctrico y él los hará esperar. Mientras esa escena de unos pocos minutos suceda, Germán García leerá en voz alta fragmentos de algún ensayo o de alguna novela próxima a terminar.
Otras veces, cuando los pacientes mermaban, invitaba a bajar de nuevo hasta Jetro. En los campos de batallas del bar con Germán no había treguas. Ninguna conversación era trivial. Siempre estaba sampleando historia europea con fragmentos del Marqués de Sade, reviviendo casos policiales como el de Norma Mirta Penjerek -adolescente desaparecida el 29 de mayo de 1962 y que conmocionó a la opinión pública de los 60- o contrastado escenas de la Segunda Guerra, mezclando, como si de un mazo de cartas se tratara, fragmentos de una noticia corriente de los diarios con páginas de Proust, Borges, Kafka, Joyce. Antes de morir entregó a la imprenta los manuscritos de En la vía, la versión final de su última novela.
Fue emocionante su felicidad cuando vio la edición facsimilar de la revista Literal recién salida de la imprenta. Era viernes y anochecía. Abrió directamente la última página del libro y leyó la frase de Lacan con la que termina Literal 4 / 5, diciembre de 1977. “La vida va por el río tocando de vez en cuando la costa, parándose un rato aquí y allí sin comprender nada. El principio del análisis es que nadie comprende nada de lo que ocurre. La idea de la unidad de la vida humana me ha producido siempre el efecto de una mentira escandalosa.” Germán leyó eso, cerró el libro, y pidió el champagne.
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