Germán García - Archivo Virtual / Centro Descartes, Buenos Aires

Desde una ventana antes del derrumbe

# (11 de octubre 2001). Desde una ventana antes del derrumbe. En Página 12/ Psicología, Buenos Aires. Recuperado de link

“En cuanto a nosotros, corrompidos por Hollywood, el paisaje y las imágenes de las torres derrumbándose no hicieron sino recordarnos las escenas más pavorosas de las grandes producciones del cine catástrofe”, escribe Slavoj Zizek. Luego subraya: “Estados Unidos obtuvo de alguna forma aquello con lo que fantaseaba, y ésta fue la mayor sorpresa”. Los prejuicios teóricos que se juntan en estas dos frases son varios: a) la fantasía que anticipa y, “de alguna forma”, provoca el acontecimiento; b) el cine como “proyección” de la sociedad (de la manera en que Engels pensaba las jerarquías celestes como proyección de las terrestres); c) el supuesto retaliativo que realiza una justicia inmanente. “Cada rasgo atribuido al Otro está siempre presente en el corazón mismo de Estados Unidos.”
Hegel, lo Unheimlich (ominoso) de Freud, el mal como goce éxtimo de Jacques Lacan, la autoridad de un Derrida que dice: “Mi compasión incondicional por las víctimas del 11 de septiembre no me impide decir en voz alta: respecto de este crimen, no creo que nadie sea políticamente inocente”. Decir se puede decir, en especial si en ese momento se está recibiendo el premio Theodor Adorno.
Por mi parte, no menos corrompido por Hollywood que cualquiera, me atravesó la desolación de alguien que desde una ventana agitaba una prenda pidiendo ayuda, instantes antes del derrumbe. Era Josef K. al final, era el grito de Munsch que Jacques Lacan llamó el silencio, era la soledad absoluta de cada uno frente a la muerte, aun acompañada de miles de otras muertes. Sin transitividad imaginaria, ni ataque “simbólico” (creo que fue Eric Laurent quien llamó la atención sobre el hecho de que el ataque no se hizo de noche para derrumbar las torres sino en una hora donde además estaban los miles que murieron).
Los que, como Zizek, explican por la “dialéctica” (Hegel la complicó tanto que cada uno la simplifica como puede) dejan pasar la asimetría que existe entre el victimario y la víctima, al punto de que es lo mismo ser uno que la otra: “Hoy, desde otra unicidad –escribe J.P. Feinmann–, desde otro Uno que es, simultáneamente, lo Otro de Occidente, se agrede con una eficacia devastadora lo Uno occidental. A su vez, Occidente se prepara para arrasar con lo Uno islámico”.
Un apocalíptico juego especular en que lo Otro de Occidente acabe, tal vez, realzando la destructividad esencial del tecnocapitalismo y exhibiendo, en ese gesto, que es en verdad la cara oculta de Occidente, su pesadilla secreta, su inconsciente más temido, ya que –si llevamos al terreno de la filosofía política una fórmula de Jacques Lacan: el inconsciente es el discurso del Otro– podríamos sugerir que el discurso devastador del fundamentalismo islámico es el inconsciente del neocapitalismo, y viceversa. No es casual, entonces, que el planeta se encuentre al borde de la destrucción.
Zizek se publicó en la revista El Amante (cine), Buenos Aires, octubre de 2001, Nº 115; J.P. Feinmann en la misma ciudad en Radar, suplemento del diario Página/12 (7/10/01). Pero muchas opiniones publicadas en Madrid, en Roma o París, siguen esta lógica del “juego especular”.
Maxime Rodinson en La fascination de l’Islam (Maspero, París, 1980) escribe: “Las doctrinas parecen siempre, vistas desde fuera, lo que ellas pretenden ser para sus fieles: lo esencial”. Pero lo esencial está en estas muertes inesperadas, en esas soledades que en un solo hombre que nunca identificaremos, evocó al menos en uno tanto a Josep K., como al silencio de Munsch.
El genio de las religiones
Lo esencial no está en las doctrinas sino en lo que se le puede hacer decir a cualquiera de ellas en un momento preciso. También por aquíaparecieron citas de la Biblia, incluso con variantes que se ajustaban a la ocasión.
En el año 1992, Harold Bloom publicó The American Religion. The Emergence of the Post-Christian Nation (Simon & Schuster, Nueva York).
La tesis es provocadora, la información es detallada: “Sostengo en este libro que mientras que el judaísmo y el cristianismo tradicional no son religiones bíblicas (a pesar de todas sus aseveraciones), la religión estadounidense es en verdad bíblica, aunque su Biblia pueda estar limitada principalmente a San Pablo (en el caso de los bautistas del Sur) o bien puede ser un conjunto estadounidense de sustitutos de las Escrituras (como en el caso de los mormones, los Adventistas del Séptimo Día y la Ciencia Cristiana, entre otros)”.
Harold Bloom trata de mostrar el peso del gnosticismo en el protestantismo, al igual que el cristianismo comenzó como una herejía judía, así como el Islam surgió como un tipo de movimiento judeocristiano de restauración: el intento de Mahoma por volver a lo que él consideraba la fe de Abraham y del hijo de Abraham, Ismael, antepasado tradicional de los árabes”.
La política saca con facilidad al genio de la religión de la divina botella donde duerme su sueño de eternidad, pero resulta difícil que sepa como ponerlo nuevamente allí. Maxime Rodinson, a quien citamos al comienzo, hablando del siglo XI, escribe: “A menudo se olvida que hubo otro impulso importante que contribuyó al conocimiento del mundo musulmán. Se trata de la motivación económica, de la búsqueda del provecho comercial. El mundo musulmán era también un dominio económico, e incluso de una importancia primordial para gran número de mercados europeos. Los occidentales comercian primero con el Oriente musulmán a través de intermediarios extranjeros: griegos y sirios, o semiextranjeros: los judíos. Pero, a partir del siglo VIII, este tráfico pasa parcialmente a manos de ciudades italianas bajo dominio bizantino: Venecia, Nápoles, Gaeta, Amalfi, que poco a poco se fueron independizando”.
Reducir la complejidad del intercambio de estos “capitales morales” dispuestos para la ocasión a un enfrentamiento binario entre términos “dialécticos” sólo puede servir para calmar la angustia frente a lo imprevisto: “Y puesto que la religión estadounidense fue sincrética desde el principio, puede establecerse en casi cualquier forma externa disponible. De todas las extrañas sectas nativas de los Estados Unidos sólo cinco se han convertido en hilos indelebles de la religión estadounidense: los mormones, la Ciencia Cristiana, los Adventistas del Séptimo Día, los Testigos de Jehová y los pentecostales”.
La separación entre la religión y el Estado, más la multiplicidad de sectas, evita la unificación teocrática: cada uno se incluye en un subconjunto de ese “gnosticismo” difuso y colectivo, y practica a su manera el orfismo y el milenarismo que no promete la eternidad sino la felicidad: “La religión estadounidense es, en muchos aspectos, una continuación hacia los siglos XIX y XX de lo que se denominó Entusiasmo en Europa, sobre todo durante los siglos XVII y XVIII, cuando existía la tendencia a usar este término con una carga de desaprobación. (...) La gran época del Entusiasmo fue el siglo XVII: George Fox y los cuáqueros, Pascal y los jansenistas católicos en Francia y los quietistas místicos franceses de principios del siglo XVIII, guiados por Madame Guyon y Fénelon. Pero ninguno de ellos, ni siquiera Fox, fue precursor de la religión estadounidense. Esa distinción pertenece más bien a John Wesley, quien recibió una experiencia suprema de conversión el 24 de mayo de 1738. La conversión es la experiencia fundamental de lo que llegaría a ser la religión estadounidense...”. La ausencia de doctrina, por la conversión, se convierte en doctrina de la experiencia: el despertar de cada uno. Volviendo al Islam, el citado Maxime Rodinson advierte: “Como han puesto de relieve varios autores, resulta chocante constatar la gran semejanza entre la actitud del mundo cristiano frente al mundo musulmán en tanto que estructura político-ideológica y la del mundo capitalista occidental de hoy día frente al mundo comunista. Desde el punto de vista estructural, las analogías son evidentes. En ambos casos, dos sistemas agrupan, cada uno, Estados divididos y rivales; pero, unidos por la ideología, se enfrentan”.
La falta de responsabilidad política que implica sacar, por la función performativa del lenguaje, al genio de la religión del sueño de eternidad, es invitarla –en cualquiera de sus versiones– a que despierte en cada uno la serpiente dormida de la gloria, esa que desprecia el gusto por la vida y encuentra en la muerte la razón de la existencia (véase Enrique V, W. Shakespeare).
El enemigo invisible
En 1976, Michel Foucault dictó en el Collége de France unas clases que se publicaron bajo el título Defender la sociedad. La guerra le sirve para diferenciar las relaciones de poder, que define en dos formas: el disciplinario que se aplica sobre el cuerpo mediante la vigilancia y la punición, y el que llamará biopoder, que se ejerce sobre las poblaciones y los seres vivientes en general.
Lo que Clausewitz llamaba “capital moral” (digamos, los valores que comparten los miembros de una comunidad) tiene un sustrato evidente en los discursos religiosos, pero el problema empieza cuando se lo invierte en la guerra. Pero esta guerra no es religiosa, más bien se basa en una biopolítica que cuenta con una tecnología surgida de las ciencias más actuales. La guerra biológica, “el lado oscuro de la revolución genética” para Jeremy Rifkin, supone una biotecnología que posibilita usar organismos vivos para fines militares (lo que cambia la “soberanía” del Estado, capaz de proteger y de dar muerte). Las fronteras se esfuman cuando se trata de armas que contienen virus, bacterias, hongos, rickettsias y protozoos: “Los agentes biológicos pueden mutarse, reproducirse, multiplicarse y propagarse por un extenso terreno geográfico, y se transmiten a través del viento, el agua, los insectos, animales y seres humanos. Una vez liberados, muchos agentes biológicos patógenos son capaces de desarrollar nichos viables y mantenerse infinitamente en el medio”.
El enemigo invisible es ahora visible, las religiones podrán ser usadas para fines políticos, pero ninguna detendrá el poder de la ciencia, cuando ella produce una tecnología que “realiza” el saber más allá de sus agentes. Sólo esto, decía Jacques Lacan, basta para que se piense en un sujeto de la ciencia. Los científicos tampoco saben lo que hacen. Pero no por eso dejarán de hacerlo, más bien parece que la ignorancia sobre las consecuencias de lo que hacen los impulsa a seguir. Sapere aude. El debate de las luces continúa, ahora de manera diferente.

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