Quien haya leído Los diarios de Emilio Renzi, del recientemente fallecido Ricardo Piglia, pudo observar que uno de los nombres que salen, entre tantos otros, con asidua presencia es el del escritor y psicoanalista, también argentino, Germán García. En diciembre de 1969, Piglia escribe: “Luego me encuentro con Germán García, el único en el que veo una inteligencia que funciona rápido”. Señalo esto para que el lector se haga una idea aproximada del contexto intelectual —y también político— en el que García se movía por aquellos años. Estamos en la década de los años sesenta y parte de los setenta, hasta un año antes del golpe de Estado de Jorge Videla. También lo traigo a colación porque, precisamente, la nueva novela de Germán García, Miserere, abarca parte de la década de los sesenta, probablemente una de las más prósperas en materia intelectual en el país sudamericano y también una de las más irresponsables en materia política, sobre todo por un importante sector de su izquierda.
Germán García (Junín, 1944) publica su primera novela con poco más de 20 años, Nanina (1968), una obra que en su momento agotó ediciones a la vez que ofendía al sector más reaccionario de la sociedad civil y jurídica del país. La novela fue secuestrada y su autor estuvo en un tris de acabar con sus huesos en la cárcel. Luego vinieron Cancha rayada (1969) y Perdido (1985), esta última editada durante su estada de cinco años en Barcelona.
¿Se puede escribir una novela sobre un amor de juventud sin que lo político irrumpa como un factor ineludible? Es probable que no. Pero si el contexto en el que se desenvuelve una novela de esa naturaleza es el argentino, resulta inevitable. Miserere es la novela de una generación, en cierta manera, perdida. La narración, una voz en primera persona, se desliza hacia el pasado en busca de las condiciones mentales, ideológicas y personales que hicieron posible esa tragedia que se cernió fatalmente sobre Argentina un marzo de 1976. Germán García construye un personaje que decide un día echar una mirada a su pasado, el pasado de un joven de provincias que desembarca en Buenos Aires a rebufo de un grupo de amigos, “niños bien”, chicos que se han propuesto ir a la búsqueda de una Argentina esencial, desnaturalizada por el rampante izquierdismo que amenazaba su identidad. En medio de esa locura de juventud, una de las tantas, nuestro narrador solo aspira a consumar su amor por una chica del grupo. Su problema crucial, a diferencia del resto de amigos, es hacer realidad su deseo. Esa operación sentimental no le impide observar cómo se van larvando las condiciones mentales e ideológicas para generar el infierno que se aproximaba.
Es posible que German García haya escrito su novela alentado por esa propuesta que Piglia consignó en sus Diarios: “Estrategia, control y una prosa clara”. Una hermosa novela, la mejor que se podía escribir sobre la disyuntiva entre felicidad privada o entrega a un equivocado optimismo histórico. Por ello cita: “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”, el célebre verso de Allen Ginsberg. Miserere es la novela sobre una voz prudente y de inteligencia rápida. Tal vez lo único que se necesita cuando una generación se empecina en equivocarse.
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