Germán García formó una parte importante de mi vida, diría decisiva. Lo conocí a través del escritor Fernando de Giovani, a mediados del sesenta, cuando todos publicaban en la editorial de Jorge Álvarez.
Eso era cuando Germán todavía era un librero en Faustito, una pequeña sucursal en la calle Corrientes. Fuimos muchos los que trabajamos en las librerías Fausto de la calle Corrientes, Eduardo Stupía, Arturo Carrera, Luis Tedesco, el poeta Mario Trejo, el gran traductor Carlos Gardini, Horacio García. Muchos ya no están, como ya no están esas librerías, cosas de otros tiempos. No es nostalgia, es real.
Creo que la literatura fue injusta con él. La aparición fulgurante de Nanina (la revista Life fue a hacerle una nota a Junín) lo redujo a ese primer libro. No es la primera vez, ni será la última. Sin embargo, paradójicamente, su libro: Cancha Rayada, con menos difusión, fue prohibido en todo el país, por atentar contra los símbolos patrios. Con el transcurso de los años, se lo leyó como ensayista, y psicoanalista, y su literatura quedo en un segundo plano. La última vez que hablamos, me dio a entender que él sabía de ese malentendido que es la historia de la literatura. Pero que eso, no le había impedido seguir escribiendo.
Ya cuando se hizo la edición facsimilar de la revista Literal, dije públicamente que la revista era una invención de German. El nombre se lo puso él. Los demás acompañábamos, incluso Osvaldo.
En los tiempos de Literal éramos un trío inseparable. Después seguimos la revista con Germán. Años más tarde también nosotros dos, nos distanciamos. Esas diferencias pertenecen a la discreción que impone la amistad.
Me piden que recuerde una anécdota, no es moral; es lógico. La muerte siempre exige un relato. André Gide lo sabía: “Escribir es poner algo a salvo de la muerte”. En momentos como este, cualquier cosa se vuelve un poco disonante. No es el pedido, es la circunstancia. Pero recuerdo un hecho tan inusual entre nosotros, hasta el punto que sucedió una sola vez. Un partido de fútbol en el parque Lezama frente a su casa. De cuatro. Horacio García y Germán, contra Luis Thonis (jugaba muy bien, y mientras tanto te contaba Deleuze) y yo.
No recuerdo haber hablado con Germán de fútbol. Quizás, como esos personajes de Arthur Schopenhauer hablábamos de: el amor, las mujeres, y la muerte. Es decir, parafraseando a Hamlet: “libros, libros, libros”. Éramos jóvenes.
La tristeza y el pesar se imponen más allá del tiempo transcurrido.
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