Como es sabido, Sigmund Freud se encargó de exponer la fecundidad de su teoría de las identificaciones, a la hora de tratar los fenómenos sociales que Le Bon había expuesto y explicado con una serie de prejuicios ideológicos. Jacques Lacan, en sus primeros seminarios volvió a plantear el tema, en conexión con Hegel y Levi-Strauss, para explicar la circulación de los valores (intercambio de palabras, de objetos, de mujeres).
Sin embargo, tanto la teoría de las identificaciones como su valor para entender la autonomía y estabilidad de los intercambios sociales, tiende a ser olvidada entre los psicoanalistas, acostumbrados a practicar la “falacia de lo colectivo” (es decir, hablar de lo social con categorías extraídas de observaciones particulares).
Pero la sociedad funciona más allá o más acá de la voluntad y de la conciencia de los individuos que la constituyen con sus “actuaciones”. Y no basta con la lógica policial de imputar los hechos a los “instigadores de siempre” (como enfatizó un periodista en involuntario platonismo, producido por la cercanía de la cristalización de los –desconocidos– de siempre).
La fiesta y el pánico
Así las cosas, los acontecimientos de las últimas semanas ofrecen la ocasión de volver a sacudir cierta inercia producida, al parecer, por las evidencias confortables de un vocabulario común. Llamo fiesta al encuentro de la carencia con el exceso (el término “carenciado” es elocuente al revelar lo mismo que intenta borrar).
Se destroza un cristal, se derrumba una puerta, y esos objetos codiciados durante mucho tiempo, esos objetos que fueron exhibidos por la televisión como causa de la plenitud y hasta de la belleza de otros, se encuentran al alcance de cualquiera. La riqueza, el exceso, llama a la fiesta. “No sólo se llevaban comida”, dice la voz de la mezquindad. Es verdad, no sólo se trata de la necesidad, sino que también está en juego el deseo (la envidia, según un término connotado por la moral). Pero cuando el “carenciado” se apropia del objeto, incluso en compañía de otros que –según dicen– aprovechan la ocasión, ha dejado de ser por un instante el que encarna la imagen de la pobreza para ser objeto de la envidia de otro, cuyo deseo provoca.
La estabilidad autónoma de la sociedad se esfuma, se recurre a la represión para restablecerla. Hay muertos, la fiesta concluye en sacrificios de vidas.
La racionalidad mercantil experimenta su fragilidad, los “carenciados” descubren el valor relativo de lo que desearon, de lo que envidiaron. Pero el pánico se ha vuelto real. El pánico no es una sumatoria de miedos particulares, sino un fenómeno que disuelve los lazos sociales y crea un clima general de alerta y de peligro que produce la paralización de unos, la agitación de otros.
Jean-Pierre Dupuy, en su libro sobre el tema, analiza las dificultades de la economía política y de las ciencias sociales para captar el pánico que, como la carta robada de Poe, es buscado donde no está. Dupuy apela a la teoría de R. Girard sobre el mimetismo, pero sabemos que esa teoría debe más de lo que declara a la manera en que Jacques Lacan volvió a formular las identificaciones propuestas por S. Freud.
El reclamo de lo “mío”
En el instructivo libro de John K. Galbraith llamado El dinero podemos leer: “Cuando el dinero es malo la gente quiere que sea mejor; cuando es bueno, la gente piensa en otras cosas. Solamente estudiando las cuestiones en el curso del tiempo, se puede ver que aquellos que sufren la inflación anhelan una moneda estable y que aquellos que aceptan la disciplina y el costo de la estabilidad llegan a aceptar los riesgos de la inflación. Este ciclo nos enseña que nada, ni siquiera la inflación, es permanente”.
El no poder “pensar en otras cosas” se ha convertido en lo único permanente entre nosotros: cuando hay estabilidad los que pueden viven por encima de sus medios con la consecuente ansiedad y falta de tacto del arribismo, los que no pueden acosan a los primeros (el trillado tema de la “seguridad”). Cuando la estabilidad desaparece, como ahora, y se produce además una confiscación de lo poco o mucho que cada uno logró atesorar, tampoco se puede “pensar en otras cosas”. La palabra stress (acuñada por el vienés Hans Selye) vuelve a la circulación, con una connotación que sugiere una gama de síntomas, los usados en su momento para definir lo que no era el stress. La vaguedad del término stress, similar a la vaguedad de la palabra depresión, es la condición de su eficacia. Es un mantra que cuando vacía las cabezas, cuando no se puede “pensar en otras cosas”, repite: no es tu responsabilidad, es la de los otros. Por cierto que hay otros implicados en una responsabilidad colectiva, pero eso no anula lo que le corresponde a cada uno.
El stress es la versión médica de lo que Hegel llamó “la ley del corazón”, de la misma manera que la depresión es la versión médica de lo que Jacques Lacan definió como “cobardía moral”. Lean la dedicatoria del propio Hans Selye a sus cuantiosos lectores cuando, en la cumbre de su fama, escribió un libro de divulgación: “A aquellos que no temen disfrutar de la tensión de una vida plena, a los que no son tan simples como para pensar que pueden vivir así sin realizar esfuerzo intelectual” (The stress of Life, Mc Graw, NY, 1956).
Por la afirmativa, hay los que temen disfrutar de una vida plena porque son tan simples que suponen que pueden hacerlo sin realizar ningún esfuerzo intelectual. Gente que hoy es de Bucay, que disfruta del “atroz encanto” de ser argentino (es decir, que no acepta banderías políticas y cree que los cambios y las turbulencias del momento son la consecuencia del ruido de unos reclamos, que llaman no se sabe a quién).
No se trata de tal o cual, sino de un fenómeno mimético provocado por el pánico y atravesado por una contradicción: voy por lo mío, vas por lo tuyo.
El mimetismo se produce en un movimiento interactivo con los medios visuales que suelen dar cámara y prestar voz, retirando el micrófono a quienes se salen del libreto. La debilidad del mimetismo es que cuando más, más y cuando menos, menos.
Como dice J.K. Galbraith: “Existen algunos indicios de que una indebida asimilación con el dinero provoca pretensiones de honradez, torpeza política y una actitud desagradablemente pomposa”. El clamor por la falta de salida no produce las condiciones de una salida, porque la democracia no surge de la voluntad de “todos”, sino de la deliberación de “todos”. Una pequeña diferencia.
Una respuesta al clamor
El nuevo presidente habló de restaurar la autoridad. Sabemos que sólo Dios tiene autoridad en el ámbito del universo, los demás tienen que conformarse con ámbitos restringidos. La autoridad de la Justicia se válida por la equidad, la de la economía por su capacidad para resolver situaciones específicas, la del Gobierno en su conjunto por el éxito de una administración que le es confiada. El llamado a la autoridad se respondió en el pasado con “una mano dura”, que terminó en el terrorismo de Estado. Luego fue la “mano invisible” de los mercados (basta recordar la insistente canción de cuna de Alvaro Alsogaray y las estridentes campañas de Bernardo Neustadt). Parece que el asunto llegó a su fin conlos jubilados en las plazas, la desocupación de millones y la desolación general. Ni mano dura, ni mano invisible: como dice A.O. Hirschman, la dialéctica entre la salida y el clamor –como la que existe entre economía y democracia– tiene una complejidad que no se deja reducir a una alternativa simple.
Sigmund Freud, que no sólo habló de “la mamá y el bebé”, decía que una clase dirigente se hunde cuando deja de “representar” los ideales de aquellos a quienes dirige. Volvemos, entonces, al tema de la identificación.
Para Freud era tan imposible gobernar, como educar o psicoanalizar. Pero sabemos que hay maneras y maneras de hacer cada una de estas cosas.
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