“En otros términos, pasamos nuestro tiempo violando
los diez mandamientos y precisamente por eso
una sociedad es posible. Para esto no tengo necesidad
de llegar al extremo de las paradojas de un Bernard de Mandeville
que muestra, en La fábula de las abejas,
como los vicios privados forman la fortuna pública.”
Jacques Lacan, 16/12/59
Algunos intentaron la conexión entre Bernard de Mandeville y el Marqués de Sade, de la misma manera que Jacques Lacan confrontó a este último con Kant. Hacer resonar estos nombres es una manera de dar a entender que se trata de algo que me supera, de algo insuperable.
La política y la verdad llaman a la Iglesia, la que Sigmund Freud puso en paralelo con el Ejército. De eso tenemos experiencia. La vertiente suicida de la mortificación de la carne que la religión propone y la vertiente homicida de la guerra convergen en una organización religiosa y militar como la de San Ignacio de Loyola (otro que fue emparentado con Fourier –soñador de las máquinas sociales para garantizar la justicia distributiva del goce- y con el Marqués de Sade).
Quiero que resuene algo del psicoanálisis, de eso se ocupan en España varios de mis compatriotas, entre ellos Jorge Alemán (responsable de que me encuentre en este lugar).
Verdad de la política
Jacques Lacan propuso que la “impotencia de una práctica” es la condición del “ejercicio del poder”. Esta afirmación, que suena a paradoja, tiene como trasfondo ciertas posiciones sobre la autoridad. Sin ir más lejos, las versiones difundidas por Alexandre Kojève cuando hablaba de la autoridad según Platón, Aristóteles, Hegel y la teología.
En el primer caso, el juez según Platón está secundado por la fuerza y apoyado por las leyes del Estado. Su autoridad pertenece a un tiempo presente. En Aristóteles, el jefe es quien anticipa y guía hacia el futuro. En Hegel se trata más bien del pasado, de un vasallaje realizado. Y en cuanto a la autoridad del Padre Divino, digamos que pertenece a la eternidad en tanto matriz de cualquier soberanía.
Lejos está la autoridad del “padre” histórico de la soberanía divina. Ésta muestra que la verdad de la política es el poder, con su fondo homicida (el chivo expiatorio) y suicida (la mortificación de la carne). Elías Canetti, en Masa y poder, estudió el “sistema” del presidente Schreber como homólogo al sistema de soberanía que relata La Biblia (sistema basado en alianzas y rupturas de alianzas necesarias para ejercer la punición, para transformar la angustia en culpa).
El poder en la actualidad es similar al de la instauración de la soberanía divina: los dueños del excedente se ven envueltos en planes homicidas y los que soportan la “falta” son mortificados hasta que encuentran alguna finalidad y/o algún final. Estamos lejos de alguna conexión entre el poder político y el padre de familia, pero estamos cerca de la soberanía divina con sus sacrificios y sus agentes.
Kojève dice que escuchamos la voz de quienes experimentan la autoridad, pero sabemos poco de quienes la ejercen.
La política, en nuestras sociedades, se alimenta del discurso que promete una justicia distributiva, mientras que el poder que es su verdad conjuga la vertiente homicida y suicida en el oxímoron de esos atentados que calculan la muerte tanto del victimario como de las víctimas.
Política de la verdad
“No hay justicia distributiva del goce”, dice un aforismo de Jacques Lacan. Y ésta es la verdad de la política en tanto es inconsciente.
La política puede tratar los síntomas, según la versión de Sigmund Freud. Es decir, entre la movilidad del deseo y la inmovilidad del goce, soportar el reclamo de que “hay siempre una diferencia entre el placer deseado y el placer logrado”. Pero la política, la conocemos, poco puede hacer con el sinthome propuesto por Jacques Lacan, en tanto el plus de goce que pone en juego es poco sociable.
Por lógica, de la verdad no se puede deducir lo falso. Y la verdad real de la política es el poder, la producción de soberanía, que desmiente las promesas de justicia distributiva.
La religión en los Estados Unidos, el inadvertido libro de Harold Bloom, describe la escalada religiosa que acompaña la guerra de Bush (padre) y que continúa en la cruzada de Bush (hijo). Aunque se trate de un padre y un hijo, no se trata de una “per/versión”, sino de la organización paranoica de una soberanía que necesita de alianzas y de rupturas de alianzas para ejercer su poder punitivo (unas veces bajo la forma homicida de la guerra y otras veces forzando enfrentamientos que resultan suicidas de antemano para uno de los bandos, como lo mostró el terrorismo de Estado en la Argentina).
Aquí, que no es ahora
Yo, Pierre Menard, tendría que decir antes de hablar del psicoanálisis en España. No lo diré, lo que sé lo aprendí de Evelin López Campillo, en su libro llamado La Revista de Occidente y la creación de minorías intelectuales, de los años que viví en Barcelona y de la tesis de Francisco Carlés, publicado bajo el título Psicoanálisis en España: 1893-1968. Conozco, también, trabajos de Thomas Glick sobre el tema. Y, más de una vez, conversamos con Jorge Alemán, testigo privilegiado de los que pasa con el psicoanálisis en nuestra lengua y en algunas otras.
Pero dejaré el tema para guiarme al final por el interés del auditorio.
Rosa Chacel decía que los españoles no escribían confesiones. Cuando nuestro amigo Eugenio Trías escribió una, entendí que la confesión existe, pero es institucional. Desde los Ejercicios espirituales de Francisco de Loyola, el interlocutor está situado en la religión. Y vuelvo al punto de partida. Hay que recordar que para Sigmund Freud la política no puede separarse de la religión, en tanto convergen en el término creencia. La soberanía divina de Dios –se puede leer en su libro sobre Moisés (1939)- es el uno de una identificación que sostiene la supuesta igualdad de la multitud (Crowd). Dios, el padre muerto del mito, renueva su alianza en el asesinato histórico del hijo.
Entre Atenas y Jerusalén, entre la contemplación de la verdad y la revelación divina, constituimos una cultura que –como propone Leo Strauss- encuentra su tensión dinámica entre razón y revelación, entre ciencia y teología.
La política es inconsciente
Un aforismo para decir, entre otras cosas, que la política se constituye entre. Entre uno que habla y otro que prefiere un discurso sin palabras, en tanto guardar silencio no es sólo callarse la boca.
Ya Schleiermacher descubrió que la autoridad de los antiguos intérpretes de los textos sagrados se había convertido en la autoridad del lenguaje mismo, en tanto quien habla ha dejado de estar familiarizado con lo que el lenguaje le dice.
En el lugar de la antigua autoridad está el espacio liminar de una “brisure” (rotura/juntura), palabra empleada por Jacques Derrida. La inestabilidad amenaza ahora a cualquier discurso.
La respuesta de Jacques Lacan a esta “hermenéutica” consistió en apelar a la recursividad, descubierta de manera temprana en su interés por la cibernética. De ahí que “la política es inconsciente” es otra manera de advertir que aquel que piensa no se da cuenta de que primero habla. Es por eso que la verdad de esa política sabe que “el que miente a la realidad dice la verdad del deseo” (recordemos “La negación”, de Sigmund Freud).
¿Y cuál es la verdad de esa política… de la verdad? Que los ideales, incluso el ideal de la verdad, ya no recubren el goce del sujeto.
El circo de los hombres funciona –dice Mandeville- mientras el día está claro. El que siga siendo claro también de noche, como en las cárceles, es la función del político.
Un chiste sobre las decisiones de la Organización de las Naciones Unidas es ilustrativo: 1) si el problema es entre un país pequeño y una superpotencia, el país pequeño desaparecerá; 2) si el conflicto es entre dos países pequeños, desaparecerá el problema; 3) si la discusión es entre dos superpotencias, lo que desaparecerá es la ONU.
No hace falta ningún padre muerto que prohíba el goce, ni siquiera hace falta que se prohíba el goce más allá de la paradójica promoción / contención que introduce el lenguaje.
Como dice Max Horkheimer y T.W. Adorno, en su Dialektik der Aufklärung: “Los vicios privados son, en Sade y en Mandeville, la historiografía avanzada de las virtudes públicas de la era totalitaria”.
No se trata sólo de “Kant con Sade”, sino también de “Sade con Mandeville”, al menos para los preocupados por la vertiente de un goce cínico al fin de un análisis (Freud contó con Mandeville para su clasificación de las “formaciones reactivas”).
Analizar o condicionar
Es una verdad política que el mercado de la salud, con la monótona imposición del esquema estímulo-respuesta, ha logrado que algunos recordaran a Watson, Pavlov, Skinner y algunos otros de la primera mitad del siglo XX. El nombre que reúne a los autores dispares es TCC (Terapias Cognitivas Comportamentales). Es un intento de aprovechar la dicotomía entre “internalistas” y “externalistas”, por no decir entre Platón y Aristóteles (según la clasificación de Borges, que dividía a la humanidad entre estos dos autores).
Este panorama no es el que encontró Sigmund Freud cuando trató las pasiones románticas (hay que leer sus referencias al Sturm und Drang) mediante una ampliación de la razón Ilustrada.
Ahora se trata de encontrar una regulación acorde a las necesidades de manipulación social de una población signada por la palabra “felicidad” y acosada por los “accidentes” externos y la posibilidad de falta de “rendimiento” sexual y social. La adicción y la inhibición delimitan el sendero estrecho por donde camina esta población bien integrada: no puede dejar de hacerlo (compulsión), no puede hacerlo (inhibición). En los dos casos se trata de una falta de adecuación entre el estimulo y la respuesta. Las TCC ofrecen técnicas para volver a la adaptación perdida. Y de esta manera muestra un síntoma donde está en juego lo más real de la ciencia. Y la necesidad de reactivar un “yo fuerte” que responda a sus imperativos.
El psicoanálisis introduce entre el estímulo y la respuesta algo diferente, que podríamos llamar sinthome (la pulsión, el deseo, el goce).
Ahí la contingencia topa con lo imposible, no encuentra su ley en lo real.
Antes sí que era bueno
“El gran arte de hacer animosos a los hombres –escribe Mandeville- consiste en llevarlos a que reconozcan este principio interno del coraje, y luego inyectarles tanto temor por la vergüenza como el que por naturaleza tienen ante la muerte”.
El temor “natural” por la muerte, clave de la soberanía divina, ha desaparecido en el mártir moderno, en los juegos lúdicos de alto riesgo, en las prácticas de goce que desafían las amenazas mortíferas. Y no se trata de dar la vida para sostener la dignidad del sacrificio, sino de arriesgarla frente a la irrisión de lo que la vida promete.
Leemos cada día el lamento de los desorientados a consecuencia de la disolución de una moral sexual, contra la que Sigmund Freud inventó su psicoanálisis (sin que por eso se pueda confundir con un W. Reich, que cambió las reglas del juego). Como se decía en España, hasta no hace mucho: se estaba mejor contra.
Jacques-Alain Miller, en referencia a la última enseñanza de Jacques Lacan, dice que el plus de goce comanda la “hipermodernidad”, pero que ya no orienta nada, en tanto carece de una regulación natural al estilo de las cuatro estaciones. Por eso se lanza a la producción de artificios que comenzaron con la revolución industrial.
Estos artificios hacen que el plus de goce, separado de un organismo regulado por la naturaleza, se convierta en un cuerpo real donde la angustia no puede moderarse por la culpa religiosa que sostiene el deseo, ni encuentre sus indicaciones de goce por la vergüenza. Kierkegaard y su concepto de la angustia ha quedado un poco atrás.
Entre analistas
Existe un tipo de analista conservador –observa Jacques-Alain Miller- que sueña con la conciliación del “orden simbólico” con una paternidad avalada por la religión. Pero existe, también, el analista pasatista que toma las cosas como vienen. Y un tercero que espera de lo real de la ciencia el fundamento de lo que realiza. Pasado, presente y futuro, como en la autoridad según Kojève.
Se trata de identificar el estímulo con un problema y buscar la respuesta que sea una solución.
La salida que llama a la religión no se percató de que esta última no sabe que hacer con esa voz y esa mirada –divina, quién lo niega-, que colocó en el cenit social. Esa voz y esa mirada, por más que Dios se oculte, se instalaron en el mundo mediante los artificios de la técnica y dejaron de manifestarse en el trueno, el eclipse y el arco iris.
No estamos en los ciclos de la naturaleza, sino en la aceleración técnica de la que habla Paul Virilio. Ese plus de goce que empuja más allá, que divide a cada uno, parece querer ser regulado por una evaluación. Una brújula, decía Miller con ironía, como manual de autoayuda.
Las TCC son testigos: cada uno se autoevalúa según las órdenes de su terapeuta, hasta que logra la autorregulación normópata que (se) espera de (su) empresa: éxito, obligación de ser feliz cumpliendo órdenes que primero son del terapeuta y después del paciente que las hace propias.
La verdad de esta política es su resultado: ocúpate de ti mismo y deja que algunos que buscan la gloria, como diría Maquiavelo, se ocupen de las cosas de la ciudad. Eso sí, cuando te ordenen votar, vota. De otra manera ganarán los peores.
¿Qué cambió? Entre los acontecimientos de Mayo del 68 Jacques Lacan elaboró sus cuatro discursos. El discurso “maitre”, según la terminología de Kojeve para traducir Hegel. El discurso universitario, el histérico y el analítico. El discurso “maitre”, homologo al inconsciente político, se dejaba analizar por su envés, el discurso analítico.
Ahora, advierte Miller, la enseñanza del último Lacan muestra que es el discurso analítico el que ha pasado a la sociedad. Evaluar supone que no se trata de nihilismo, ni de escepticismo, sino de relativismo. Los que quieren el pasado, la familia y la religión. Los que dicen que no pasa nada, que las cosas seguirán así. Y los que esperan de las pseudociencias la evaluación del psicoanálisis.
Lo invalorable
¿Por qué Lacan decía, al final, “se trata de que el psicoanálisis sea una práctica sin valor”? Porque la verdad de esta política del inconsciente no se puede evaluar: está hecha de contingencia y resón (razón/resonancia), palabra que Jacques Lacan encontró en Francis Ponge.
Habrá versiones neurocognitivas, como hubo reflexológicas y cibernéticas: eso no será un éxito, no protegerá contra ningún fracaso.
Para hacer existir la relación sexual, la posibilidad de que alguien goce del otro y no de sí mediante el otro, habría que limitar el goce.
Pero el psicoanálisis ha liberado ese goce que disuelve matrimonios, transforma ese objeto a que es la familia, y modifica los cuerpos mucho más allá de lo que la morfología de Aristóteles y la cirugía estética hubieran imaginado.
En fin, creo que el psicoanálisis tiene un lugar invalorable cuando se trata, como aquí, de la verdad de la política y de la política de la verdad. El psicoanálisis dice que la verdad del síntoma (hermana menor del goce, le llamó Lacan) no es sólo dinamita para la ciudad con sus dioses y sus reglas, sino que es también peligro para la filosofía. Y para el propio psicoanálisis, cuando se junta con su hermano sinthome, que hace del fracaso su éxito.
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