¿No es más bien que
el sadismo rechaza hacia
el Otro el dolor de existir?”
Jacques Lacan, 1963.
Clement, el monje libertino de la novela Justine, del Marqués de Sade, dice: “No existe sensación más vívida que el dolor; sus impresiones son ciertas, confiables, nunca engañan como esas del placer que las mujeres continuamente fingen y casi nunca experimentan”.
Jacques Lacan escribió en “Kant con Sade” (Escritos 2, ed. Siglo XXI): “La experiencia fisiológica demuestra que el dolor es de un ciclo más largo desde todo punto de vista que el placer, puesto que es una estimulación que lo provoca en el punto donde el placer termina. Por muy prolongado que se lo suponga, tiene sin embargo como el placer su término: es el desvanecimiento del sujeto. Tal es el dato vital que va a aprovechar el fantasma para fijar en lo sensible de la experiencia sadiana el deseo que aparece en su agente”. Por el dolor, la lógica del fantasma se convierte en lógica sensible, que hace de la experiencia la temporalidad de un cálculo realizado por el deseo.
Ese cálculo supone un sujeto real –que no se reduce a Sade– en la trama de un discurso del que se vale el autor. Según David Morris, en La cultura del dolor (ed. Andrés Bello, 1993), “como la teología en la Edad Media, la medicina tuvo durante la Ilustración el estatus de discurso magistral que infiltraba y regulaba toda otra comunicación. Los avances espectaculares del conocimiento médico se habían acelerado en tiempos de Sade, especialmente en Francia. Los médicos franceses (como Pierre-Jean-Georges Cabanis) estaban entre los reformadores y filósofos más activos y su pensamiento penetraba mucho más allá de los límites de la medicina y la salud pública: afectaba la educación, el gobierno y la ley. Era bastante común que esos escritores sostuvieran que la medicina estaba aportando la piedra angular de una filosofía del hombre completamente nueva. La medicina, entonces, no sólo infunde en las novelas de Sade un vocabulario técnico o algunas intuiciones misceláneas. Le ofrece la base para reorganizar radicalmente nuestra concepción de la naturaleza humana”.
La farmacia y la cirugía, las prácticas de la autopsia, el conocimiento de tumores, úlceras y abscesos encontrados en el interior del cuerpo muestran el revés de horror que la belleza cubre: “El tratamiento del dolor y de la sexualidad en las novelas de Sade es una prolongación de esta nueva mirada clínica. Examina la conducta sexual humana como un Linneo ligeramente encorvado, decidido a identificar y clasificar toda posible permutación del placer” (Morris, ob. cit.).
La certeza del dolor, opuesta a la incertidumbre del placer, se realiza en el cuerpo del otro. Gilles Deleuze habla de la aptitud del erotismo para servir de espejo del mundo, pero la cuestión es más amplia. Alfred Metraux (Religión y magias indígenas de América del Sur, ed. Aguilar) mostró una correspondencia entre lo que acontece durante el embarazo y lo que ocurre en el exterior: “Ni el padre ni la madre pueden, por ejemplo, montar a caballo o apretar una cincha: el vientre del niño se inflaría hasta su muerte. Se recomienda al padre que se guarde de limpiar con una paja el tubo de una pipa; taparía la nariz del niño, que moriría asfixiado”.
El orden del proceso temporal que la naturaleza alberga en el cuerpo de la mujer está sujeto a una colisión con el orden social compartido con los hombres: cualquiera de los dos puede hacer peligrar al ser que sigue su formación invisible. Sade no es ajeno a este espejo, este espejismo, de una simetría entre lo que ocurre más allá de la mirada, en una mujer, y lo que describe como montajes de goce.
Lucienne Frappier-Mazur, en Sade y la escritura de la orgía, escribe: “Todos los símbolos de lo híbrido y de la indistinción se sitúan sobre el vértice maternal. Recuerdo o negación violenta de la fusión madre-niño, escapan a la ley del padre a medida que se oponen a toda forma de orden, de localización y de separación”.
¿Se trata de la “fusión” de dos seres o de la extraña transformación que se opera en una mujer antes de convertirse en madre? La couvade, que en Sade se vuelve bulimia, inclina la respuesta hacia una explicación donde la “ley del padre” no tendría mucho que hacer.
La fina maldad
“No soy feliz, pero estoy bien. Eso es todo lo que puedo responder a un amigo que, espero, todavía se interesa por mí”, le responde, en 1806, el Marqués de Sade a su amigo, abogado y administrador, Gaufridy, en una carta que intenta suprimir la distancia que en los últimos años se había creado entre ellos. Está claro, entonces, que la felicidad no se confunde para Sade con “estar bien”, ya que tiene otras exigencias: “Volvamos indistintamente a todo lo que nos inspiran las pasiones y así seremos siempre felices” (Rendons-nous indistinctement à tout ce que les passions nous inspirent, et nous serons toujours heureux). Esta frase pertenece a “La vérité” (“La verdad”), un poema donde Sade expone de manera precisa su sistema, texto que no figura en los estudios sobre Sade a pesar de su publicación integral realizada por la editorial Pauvert (París, 1961).
“La vérité” es una sátira contra la religión, una apología lírica de los instintos amorales, donde el crimen aparece como un instrumento de la naturaleza, que al destruir trasmuta y multiplica.
Leemos en Juliette, del Marqués de Sade: “En suma, la materia no se destruye para adoptar nuevas formas, como tampoco lo hace un cuadrado de cera cuando alguien lo convierte en un círculo. Nada hay más natural que estas resurrecciones perpetuas, y no es menos habitual nacer dos veces que nacer una. Todo en el mundo es resurrección: las orugas se convierten en mariposas; una semilla resucita en forma de árbol; todos los animales enterrados en la tierra renacen en la hierba, las plantas, los gusanos, y alimentan a otros animales, con cuya sustancia acaban por fundirse”. Este panteísmo es el aliado de un cuerpo que no separa la certeza del dolor de las incertidumbres del placer y se sitúa más allá de cualquier alianza entre la moral utilitaria y la hedonista. Sade derrocha su fortuna, gasta sin cálculo; Sade flagela y se hace flagelar. El postulado de la “regeneración” lo convierte, según la expresión que Jacques Lacan toma de Whitehead, en “objeto eterno”.
La excelente biografía de Francine du Plessix Gray muestra que las travesuras de Sade no diferían de las de cualquier libertino, ni eran más atroces. En todo caso, Sade no asesinaba como algunos otros.
Cuando su padre murió, siguió con su título de marqués en vez de usar el de conde, que había heredado: conjeturo que eso le permitía continuar con su costumbre de estar lejos de la corte, en tanto no soportaba inclinarse frente al rey. A la inversa, en su castillo de La Coste había restaurado algunos hábitos de dominio inspirados en el siglo XI.
El adolescente Sade había vuelto de la Guerra de los Siete Años convertido en un joven libertino. Había pasado por los rituales de la masacre y el sabor de la derrota. Antes había conocido la educación de su tío (monje libertino) y el rigor de los jesuitas (de quienes hereda su gusto por el teatro).
Sade no quiere saber nada con los rituales de la corte porque quiere establecer sus propias reglas de juego (su padre, también libertino, le reprocha una orgía donde estaba solo –sin ningún igual, quiere decir– con una comparsa de personas vulgares).
Pero queremos hablar de lo que Sade escribía, no de lo que hacía, de su obra y no de su vida, de l’écriture de l’orgie más que de la orgía misma: “Se instituyen extraños ritos bajo el nombre de sacramentos”, explica Dolmancé, personaje de Justine, de Sade. Se trata de hacer otra cosa con eso, se trata de instituir ritos antisacramentales.
Los rituales de la religión y los rituales de la guerra convergen en los rituales de la orgía, como instrucción para el deleite: “Es imposible hacer siempre el mal. Privados del placer que nos causa, reemplacemos al menos esta sensación por la pequeña y fina maldad de no hacer jamás el bien”, son palabras de Dolmancé, dirigidas a una mujer de quince años, llamada Eugenia, que se está iniciando en los principios del libertinaje.
Sade y la escritura de la orgía propone una lectura atenta a la intertextualidad histórica y a los procedimientos retóricos del autor. El novelista Sade había leído –como el Quijote los libros de caballería– las novelas eróticas de sus antecesores y contemporáneos y le parecían de poco interés. En cambio, en sus ideas sobre la novela, defiende a los trovadores contra los que suponen que sus fabliaux son imitaciones de los italianos: “Por el contrario, se formaron entre nosotros; fue en la escuela de nuestros trovadores que Dante, Tasso, e incluso un poco Petrarca, esbozaron sus composiciones; casi todos los relatos de Boccaccio se encuentran en nuestras fabliaux. No ocurre igual con los españoles, instruidos en el arte de la ficción por los moros, que a su vez lo tenían de los griegos, de los que poseían todas las obras de este género, traducidas al árabe” (Marqués de Sade, Ideas sobre la novela, ed. Anagrama, 1971).
En cuanto a Cervantes, el elogio de Sade es contundente: “Que no se nos permita retroceder un instante para cumplir la promesa que hicimos de echar una ojeada sobre España. Ciertamente que si la caballería había inspirado a nuestros novelistas en Francia ¿a qué punto no se había igualmente subido a las cabezas allende de montes? El catálogo de la biblioteca de Don Quijote, agradablemente compuesto por Miguel de Cervantes, lo demuestra evidentemente; pero por más que puedan existir, el célebre autor de las memorias del mayor loco que haya podido imaginar un novelista no tenía seguramente rivales. Su inmortal obra, conocida en toda la tierra, traducida a todas las lenguas y que debe considerarse la primera de todas las Novelas, posee indudablemente más que ninguna de ellas, el arte de narrar, de entremezclar agradablemente las aventuras, y particularmente el de instruir deleitando” (Ideas sobre la novela).
Frappier-Mazur compara a Sade con los procedimientos de Cervantes en relación con el referente y la fantasía. Sade también quiere entremezclar las aventuras, también quiere instruir deleitando. Sade hizo su carrera en la Escuela de Caballería, donde obtuvo en 1755 el grado de alférez del regimiento real, y fue capitán del regimiento de Borgoña. Intervino en la Guerra de los Siete Años, donde supo estar a la altura de su función, pero no es eso lo que pasa a su literatura. Sus ejércitos están compuestos por mujeres a las que se pervierte y por libertinos que se dedican a “instruir deleitando”. La comparación con Cervantes, así como la diferencia con sus temas, se encuentra para Sade en el núcleo de su concepción de la novela: “¿En qué pueblo debemos buscar la fuente de esta clase de obras y cuales son las más famosas? La opinión común cree descubrirla en los griegos. Pasa de allí a los moros, de quienes las tomaron los españoles para transmitirla después a nuestros trovadores, de quienes la recibieron nuestros novelistas de caballería. Bien que yo respete esta filiación, y que me someta a ella en ocasiones, estoy lejos empero de adoptarla rigurosamente; es, en efecto, acto difícil en siglos en que los viajes eran tan poco conocidos, y las comunicaciones tan interrumpidas; hay modas, costumbres, gustos que no se transmiten; inherentes a todos los hombres, nacen naturalmente en ellos; por doquier existen, se encuentran huellas inevitables de esos gustos, de esas costumbres, de esas modas. No lo dudemos un instante: fue en los primeros parajes que reconocieron a los Dioses, donde las Novelas tuvieron su fuente y por consiguiente en Egipto, cuna cierta de todos los cultos. Apenas los hombres hubieran sospechado unos seres inmortales, les hicieron actuar y hablar; a partir de entonces, he ahí las metamorfosis, las fábulas, las parábolas, las novelas; en una palabra, he ahí las obras de ficción, a partir de que la ficción se apodera de los hombres” (Ideas sobre la novela).
Esta genealogía que comienza por la “cuna de todos los cultos” expande el concepto de ficción para abarcar a la religión, la guerra... el erotismo.
Sade se aparta de la novela de caballería, como se aparta de la religión, porque ha descubierto su tema: “El hombre está sujeto a dos flaquezas que sostienen su existencia y la caracterizan. En todas partes es preciso que rece, en todas partes es preciso que ame; y he aquí la base de todas la novelas; las ha hecho para pintar a los seres a quienes imploraba, las ha hecho para celebrar a quienes amaba” (Ideas...).
Pero es en una mujer, Madame de La Fayette, donde Sade encuentra a una precursora: “Nada tan interesante como Zaïde, nada tan agradable escrito como La Princesse de Cléves. Gentil y encantadora mujer, si las gracias sostenían tu pincel ¿no le era permitido el amor dirigirlo alguna vez?” La pregunta es un reproche lisonjero que, después de nombrar a una serie de novelistas, explicita su fundamento: “Los escritores que aparecieron a continuación sintieron que las soserías ya no divertían a un siglo pervertido por el regente, un siglo hastiado de las locuras caballerescas, de las extravagancias religiosas y de la adoración de las mujeres; y, encontrando más sencillo divertir a esas mujeres o corromperlas, que servirlas o incensarlas, crearon acontecimientos, escenas, conversaciones más acordes con el espíritu del día; rodearon de cinismo las inmoralidades, y si no instruyeron, al menos gustaron” (Ideas...).
Sade propone de nuevo las dos palabras del elogio a Cervantes: instruir y gustar. En este sentido, Las ciento veinte jornadas de Sodoma son comparables con el Quijote, de la misma manera que La filosofía en el tocador es el reverso del Emilio de Rousseau (autor citado en el libro por Madame de Saint-Ange).
Sade no va a lisonjear a las mujeres como suele hacerlo una novela de amor de la época, ni las va a corromper como en las novelas pornográficas de su época: las va a instruir. Los personajes masculinos hablan en nombre de este saber que los personajes femeninos autentifican, de la misma manera en que Diótima autentifica la palabra de Sócrates, las místicas las palabras de los teólogos y las histéricas las de los psicoanalistas.
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