En 1967, cuando me encontré con la Historia de la locura en la época clásica de Foucault, quedé más prendado de su erudición y de su estilo que del objeto de su investigación.
En 1968 publiqué un artículo sobre la Justine de Sade, en la revista Antropos, que dirigía Horacio Gonzales Trejo: el aforismo de Foucault sobre el discurso de la razón sobre el silencio de la locura me orientó en la lectura.
Ese año apareció Las palabras y las cosas (hace cuarenta años) y lo Mismo y lo Otro parecía ordenar el caos, mientras los matices del estilo dibujaban figuras exquisitas que iban de un polo a otro. Es difícil contar la felicidad, la alegría de ese encuentro.
Además estaba el torrente de información desconocida, la certeza que transmitía su estilo capaz de afirmar “El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento”.
Encontré las coordenadas en lo que llegaba bajo el paraguas del “estructuralismo” y conocía los autores que eran clave para entender la lingüística de Saussure, Jakobson, Benveniste y otros.
Gracias a Eliseo Verón y su Colección Signos, que publicaba la Editorial Tiempo Contemporáneo, leía la revista Comunicaciones. Verón publicó un “dossier” de casi trescientas páginas, Análisis de Michel Foucault, donde había un trabajo de Georges Canguilhem cuyo título debía ser todo un dilema para un francés: “¿Muerte del hombre o agotamiento del Cogito?”.
Algunos de nuestros mayores, formados en Sartre y alguna versión de Marx, cuando encontraban a un joven abismado sobre el Discurso del método pensaban que se había vuelto no sólo estúpido, sino también reaccionario.
Este juicio tenía algo de verdad: la lección combinada de Marx y Freud
–como le llama Lévi-Strauss– minaba tanto a uno como a otro. Era el antimodernismo, según Antoine Compagnon. La crítica no era pampeana, sino tan importada de Francia como el mismo Foucault. Canguilhem lo dice bien: “Las palabras y las cosas tienen su lugar de origen en textos de Borges, apelan a Velázquez y a Cervantes para tomar de ellos las claves de lectura de los filósofos clásicos, el mismo año en que la circular de invitación al cuarto Congreso mundial de psiquiatría realizado en Madrid ostentaba la efigie de Don Quijote, el mismo año en que la exposición Picasso, en París, nos recordaba el enigma siempre actual del mensaje confiado al cuadro Las Meninas. Tomemos pues de Henri Brulard el término ‘españolismo’ para caracterizar el sesgo filosófico de Foucault (...) Ahora bien, a juzgar por las reprobaciones moralizadoras, la cólera y la indignación despertadas en distintos sectores por la obra de Foucault, pareciera que esta obra apunta directamente –aunque no siempre voluntariamente– a ciertos espíritus tan vivaces ahora como en la época de la Restauración”.
Descartes y Cervantes juntos, Borges y Velázquez: no teníamos nada que defender, nada que reprochar. Criticar la idea de progreso, no aceptar el chantaje de una Ilustración que tiene que ser juzgada por sus efectos no es un proyecto conservador aunque altere la tranquilidad del “progresismo”.
Encontré un libro de Foucault en 1970, cuando empecé a leer a Lacan en los grupos de estudio que realizaba Masotta, era El nacimiento de la clínica: “Ya que no hay enfermo curado sino en sociedad, es justo que el mal de los unos sea transformado en experiencia para los otros”. Libro que habla del espacio, del lenguaje y de la muerte. Y de la mirada. Próximo a las preocupaciones que no me abandonaron. Libro que enseña clínica, historia, política y modos de pensar esas y otras cosas. La arqueología del saber, publicado en París en 1970, me interesó menos: estaba demasiado inmerso en los planteos de Lacan, en las lecturas que sugería, etc. Igual seguí, de manera oblicua, la expansión de Foucault. En Barcelona descubrí que Foucault era a los gay lo que Derrida a las feministas, ambos convertidos en motivo de tesis. Al volver a la Argentina, en el primer número de mi revista Descartes publiqué “Foucault y los derechos humanos”, de Tomás Abraham. Conocí, también, los trabajos de Enrique Marí y en su momento compré el Vocabulario de Michel Foucault, de Edgardo Castro (el mejor homenaje producido en nuestro país).
Marcel Gauchet observa que Foucault, que pregonaba la muerte del autor, es un autor deslumbrante que no puede compararse con los “papers” que ha inspirado. Es difícil pasar de un autor a una obra colectiva. Esto vale también para Marx, Freud, Lacan y los que quieran.
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