“Volver por este tren hacia el pasado e inventar lo que no podría existir de otra manera.” Si el pasado no puede ser recuperado, si no se puede recordar, hay que (re) construirlo a través de la invención. El fenomenal desparpajo de Germán García le permitió entrar a la literatura argentina a los 23 años con la excepcional Nanina (1968), su primera novela, un relato de iniciación sexual y sentimental de un joven que, asfixiado por la chatura pueblerina de Junín, viaja a Buenos Aires. La desobediencia a los mandatos, la imperiosa necesidad de escapar de la cárcel de lo familiar, son los “imperativos categóricos” de la rebeldía. El protagonista –que se llama también Germán García– desea hacer un camino distinto al de su padre, un hombre que trabaja como mecánico y que se desbarranca en un alcoholismo que no solo no tiene retorno, sino que lo convierte en un violento irredimible. El hijo no será ni siquiera una copia imperfecta del padre. Nanina, la gata, muere al inicio de la novela. El mundo infantil se extingue con ella; es el principio del fin de la ingenuidad y la inocencia. Familia, escuela y trabajo representan la opresión y la “castración” institucionalizada, en contraposición con la masturbación, los juegos eróticos y el sexo urgente en los baldíos.
Cuando García volvía a los orígenes de Nanina –reeditada en 2012 en la colección Serie del Recienvenido, que dirigía Ricardo Piglia para el Fondo de Cultura Económica– contaba que debió mandar a mecanografiar a las apuradas un borrador que alguien le pidió, casi por casualidad. El original le gustó tanto a Rodolfo Walsh que la recomendó a la editorial Jorge Alvarez. Antes de que se publicara, en agosto de 1968, hace cincuenta años, Walsh escribió una reseña anticipatoria para la revista Primera Plana en 1967, en la que califica a Nanina de “libro heroico” que narra “febril y desmesuradamente” las andanzas de un adolescente. La novela se convirtió en un best seller y agotó cuatro ediciones en tres meses. Pero en 1969 fue denunciada por el fiscal Guillermo De la Riestra por violar el artículo 128 del Código penal en lo referente a la publicación de obscenidades. Edmundo Sanmartino, juez en lo correccional, falló contra la novela y condenó a su autor y a uno de sus editores, Juan José Lecuona, a un año de prisión en suspenso.
“Es evidente que Nanina es una osada obra de lenguaje impúdico, de incoherente contextura y de exhibición de escenas reñidas con el más elemental decoro –planteó Sanmartino en el fallo–. El protagonista no tiene ubicación precisa en el tiempo, ni en la geografía. Tan pronto es un niño, como un adolescente. Está en Junín, en Rawson o en Buenos Aires. Sin transición, sin etapas intermedias, sin un proceso lógico de cambio y de transformación. Por puro afán de ser original, de espantar al lector equilibrado o simplemente por incorregible incoherencia mental. Esa técnica es frecuente en la simulación del talento. La obra carece de una sólida arquitectura argumental y es, en general, un sucio canto al desamor filial y al sexo animal e indiscriminado.” Más allá del escándalo, la principal osadía de García fue esa primera persona autobiográfica que entonces era tan novedosa como perturbadora y molesta. Primera Plana envió a una periodista a Junín, donde había nacido el escritor y de donde eran muchos de los personajes de la novela, y desde allí un habitante de Junín se quejaba de que García se masturbaba con Memorias de una princesa rusa. El escritor prohibido y censurado –un malentendido iniciático que le pesó– publicó seis novelas más: Cancha Rayada (1970), La Vía Regia (1975), Perdido (1983), Parte de la fuga (1999), La fortuna (2004) y Misere (2016). En cada novela demostró que había otros modos de hacer literatura. Que la literatura es un complejo aparato de lecturas y escrituras.
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