Palabras pronunciadas antes de un diálogo público con Germán García sobre su libro Informes para el psicoanálisis. Una salida. Fundación Descartes, 13 de noviembre de 2018.
Estar hoy aquí, en este lugar que es una evidencia del esfuerzo de Germán García por sostener una conversación entre el psicoanálisis y otros discursos de la cultura, y participar de la presentación de este libro es, para mí, una ocasión para la evocación y la gratitud. Evocación porque los textos que reúne este libro fueron publicados originalmente en Babel, una revista que tuve la posibilidad de codirigir y que significó, para muchos de los que la hacíamos, una presentación en sociedad o, como diría el propio Germán, una entrada en la literatura argentina.
La gratitud es, sin ninguna duda, hacia el propio Germán. En primer lugar, por las largas charlas mantenidas, desde un poco antes y hasta un tiempo después de los tres intensos años que duró Babel, en el bar de la librería Gandhi de la calle Montevideo. En ese módico mar de los sargazos intelectuales que navegábamos entre todos hacia el final de la primavera alfonsinista, Germán conseguía situarse siempre en el lugar menos esperado y más productivo para pensar un problema, una obra, o la reputación de un autor; para pensarlo por fuera del sentido común y de cualquier otra forma de cristalización. Y yo, con la inescapable altivez provocadora de la juventud, lo acicateaba cada vez que podía, como una suerte de abogado del diablo que, a decir verdad, no había terminado la carrera de derecho. Pero, si esas charlas concitaban mi atención se debía en primer lugar a que yo tenía muy claro que ese tipo más bien bajito, de mirada vivaz y sonrisa pícara que era capaz de hablar del peronismo con ademanes de dandy y de Gide o Dostoievski con un estilo canyengue, casi justicialista, había escrito una novela como Nanina que, junto a El frasquito de Luis Gusmán y El fiord de Osvaldo Lamborghini, había puesto en cuestión lo que se entendía hasta entonces por literatura en la Argentina; y había sido uno de los animadores de las revistas Los libros y Literal, donde él y esos mismos–entre otros– autores se dedicaron a fundamentar teóricamente lo que habían puesto a funcionar con aquellos libros hoy míticos; y había escrito, entre otros ensayos, dos textos fundamentales sobre Macedonio Fernández.
Yo también sabía, desde luego, porque eso estaba en primer plano en el presente de Germán a fines de los ‘80, que durante los años espesos de la dictadura él había continuado la labor de Oscar Masotta en España en torno a Lacan y el psicoanálisis y que, regresado a la Argentina, había creado la Biblioteca Internacional de Psicoanálisis y la revista Descartes. Pero de todo ese recorrido intelectual de Germán dedicado a labrar las hectáreas criollas del Campo Freudiano se ocupa muy bien Beatriz Gez en el prólogo al libro que hoy presentamos; y, además, en ese momento, un poco agobiado por el manierismo pedante y más de una vez gratuito de muchos lacanianos, ya que no de Lacan, yo miraba de reojo y con escepticismo lo que pudiese venir de esas tierras feraces y demasiado locuaces. Y fue precisamente la aparición de las columnas de Germán en Babel, que me llegaban a la redacción a veces traídas por su hijo Fernando y en otros casos por alguno de sus asistentes, que comencé a reconciliarme gradualmente con esos estantes de mi biblioteca personal. Porque, revisitado por Germán, el decir de Lacan –sobre cuya significación última disputaban por entonces demasiadas iglesias– se tornaba para mí, y supongo que para muchos de nuestros babélicos lectores, legible. Esto es, no unívoco, sino poroso, permeable a distintas aproximaciones. Al mismo tiempo, consciente de que hablaba desde una posición en un campo minado por las disputas y unas cuantas mezquindades, había siempre en las columnas de Germán una afirmación de ese lugar, explícita, sin tapujos, pero sin descalificar nunca el lugar de los demás. Ese gesto, que a algunos podrá parecerles secundario, me permitió leerlo con la confianza que se otorga a quien se presenta a cara limpia y el respeto que merece el que respeta a los demás.
No voy a extenderme mucho más en esta enumeración porque el propósito de esta noche es conversar con Germán, pero no puedo dejar de mencionar una cosa más, de enorme valor afectivo, aunque aparentemente alejada del motivo de este encuentro: el hecho de que Germán haya acompañado hasta el final a ese gran amigo que fue Ricardo Piglia cuando ya no era fácil hacerlo. Ese solo gesto da por sí solo la dimensión de una ética que no se juega exclusivamente en la obra o en el ejercicio de una profesión sino también en el reconocimiento de un otro en el que tal vez, arriesgo, Germán supo reconocer una forma de su propia extimidad. Son estas, en fin, algunas de las cosas que necesitaba agradecer hoy públicamente a Germán antes de dar comienzo a una conversación con él.
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