La primera edición de Nanina está fechada en agosto de 1968 y la cuarta y última en octubre del mismo año. Esas cuatro ediciones en dos meses pusieron en circulación cerca de quince mil ejemplares, pero antes de finalizar el año un juicio por obscenidad pone punto final a la difusión.* En el mes de enero del año siguiente el libro aparecía en Punta del este con el conocido Prohibido en la Argentina, junto a Henry Miller y otros autores. Los medios de información que habían saludado la aparición del libro comentaron, también, su desaparición. Nanina pasó de la página cultural a la noticia policial: el autor y los editores deberían cumplir dos años de prisión. Apelación y el juicio concluye con seis meses de prisión en suspenso para los implicados. Hasta aquí el destino de un libro, parecido al de cualquier otro tocado por la censura. El autor, dos años después, publica una segunda novela: Cancha Rayada. Esta vez la prensa es reticente en sus elogios, una espera ha sido decepcionada. Por entonces el autor comienza a publicar algunos trabajos de reflexión, donde se cruzan la lingüística y el psicoanálisis. Cancha Rayada, dicen algunos, tiene una marca demasiado visible de estas preocupaciones de Germán García.
¿Qué quiere Nanina?
El título del libro es el nombre de un animal doméstico: Nanina es una gata que muere en una trama de imágenes que se cruzan con las de la muerte del abuelo y la caída del padre. Este nudo que se despliega en las primeras diez páginas funciona como metáfora, es la mise en abyme anticipada, del recorrido que se inicia. ¿Se trata de una vida? Más bien, de una historia que destruye un pasado. Ese pasado es la memoria, esa historia es la lectura. El narrador es un lector que recuerda. El pasado comienza a ser cortado por la historia de esta lectura. La destrucción del pasado familiar por la historia concluye en la muerte del padre que cierra el libro bajo la forma de una información anónima: mi padre “se” murió.
El narrador es un animal doméstico que muere, una multiplicidad de caminos que aparecen después de esta muerte simbólica.
Nanina es, en este sentido, una novela de iniciación marcada por un corte y un pasaje. La metáfora del viaje dibuja la ida y vuelta en un territorio circular: un pueblo/ la ciudad. Hay un discurso que flota, se disgrega, que no puede constituir su territorio. Ese discurso no es ya del pueblo, no puede ser todavía de la ciudad. Ya no es femenino, tampoco llega a ser masculino.
Un discurso sin territorio, un cuerpo sin acceso al placer: el juego del goce y de la angustia. ¿Qué es lo que se censura? El argumento del fiscal tiene dos puntos de apoyo: la moral y el género literario.
El libro es obsceno, pero además manifiesta “incoherencia mental”. El fiscal mismo reconoce que este segundo argumento parecerá raro, pero la falta de coherencia en el libro y su baja calidad estética subrayan más su “gratuita obscenidad”. El fiscal argumenta que el narrador no mantiene la continuidad en el tiempo (de pronto es niño, de pronto es adulto) y tampoco la continuidad espacial (se encuentra en un lugar y sin transición en otro). Hay trasgresión lingüística, hay trasgresión de las coordenadas del tiempo y del espacio: un territorio, un tiempo y un discurso. La falta de esta triple organización muestra, para el fiscal, que el texto divaga.
Incluso, el fiscal subraya que no existe un “autor” que hable de un “personaje” que divaga, sino que allí el narrador se nombra como autor: no es un texto sobre el divagar, es un texto divagante. Algunos medios de información, comprendiendo esto mismo, lo aceptaron como propuesta. El verosimil, para ellos consistía en la relación con cierta literatura (se habló de Henry Miller, de L. F. Celine, J. Kerouac).
Pero una comentarista de la revista Sur (N° 315, diciembre de 1968), descubre algo extraño: la destreza literaria del “autor” contradice la educación que dice haber recibido el “personaje” cuyo nombre se confunde con el primero. Algo deliberado, incluso rebuscado, impide identificar al personaje y al autor y sin embargo el texto los identifica por el nombre: “Frente a una novela presuntamente autobiográfica como Nanina –escribe la comentarista- caben varias reflexiones. Decimos presuntamente autobiográfica porque lo primero que salta a la vista es lo violento de la convención según la cual se puede ser escritor casi precoz habiendo recibido el tipo de educación que en la novela se describe”.
Aquí se describe que el texto tampoco puede ser leído como el producto de una performance institucional, la de la educación oficial de la argentina. Un texto fuera de territorio, fuera de la institución, que divaga sin respetar las coordenadas del tiempo y del espacio.
El comentario de Sur prosigue: “Hay algo que escapa al molde de las vidas comunes, sin embargo; que el niño y el adolescente vulgar termine escribiendo lo que tenemos delante”.
El texto se presenta como suficiente (“hay pedantería”, dice Sur) sin que pueda mostrarse que allí aparecen las condiciones necesarias de su producción. Desde otra perspectiva, el escritor argentino David Viñas dirá algo parecido: hay en el texto una economía mágica, algo que oscila entre el azar y la picaresca.
En resumen: un texto fuera de lugar que encuentra un espacio en el mercado y lo pierde mediante la prohibición de otro discurso (el jurídico) que representa los intereses territoriales de la nación.
Extraño, extranjero, el texto circulará después fuera del país y dentro del prestigio de lo prohibido. El texto quiere un lugar, lo pierde al encontrarlo y lo encuentra en esa pérdida (la prohibición lo sustrae de la función trivial de un testimonio).
Nanina, a la letra
Volver por este tren hacia el pasado e inventar
lo que no podría existir de otra manera.
Nanina, pag. 64.
El pasado no puede ser recuperado, sino que es necesario inventarlo: esa invención es la historia. No se puede recordar, hay que construir.
Cuando el autor se desdobla en el narrador al que llama con su nombre, la unidad de una recuperación del pasado queda excluida: al llamarse en tercera persona pierde la primera, incluso la ilusión de una comunicación cuyo soporte sería la segunda persona. El padre no ha dicho lo que deseaba saber (pag.65) y el narrador tampoco sabe que pregunta le hubiese hecho a su padre. La lectura como pasión supone que alguien sabe que no sabe y no es la búsqueda con ningún saber lo que sostiene el discurso. Más bien se trata del encuentro de ciertas certidumbres producidas por las invenciones que excluyen cualquier fundamento: “Mi padre me dejó su afición por charlar y dejarse llevar sin fundamento...” (pag.65).
La imposibilidad de saber se convierte en la invención de la historia: “Uso palabras que no entiendo (...) se me ocurre la historia como una infinita discusión consigo misma (...) La historia es nuestra casa. La fuerza poética del mundo” (pag. 227). ¿Qué es esta historia? Las resonancias de las palabras, los remolinos del discurso, siempre en alteridad con el cuerpo y el deseo, es “perderse en un remolino inexplicable, tercamente, sin aceptar al Dios” (pag. 65).
Si la aceptación de Dios fuera posible, la historia dejaría de existir. Pero el Dios se ha vuelto imposible, la falta de un territorio amenaza al discurso con la dispersión y las palabras no encuentran en el cuerpo algún sentido. Fuera de cualquier unidad, de cualquier centro, el cuerpo se convierte en amenaza: “La historia, niños, no se teje con algodones: la lección –dura lección- dura hasta la muerte” (pag. 236).
La historia designa entonces cierta violencia sobre el pasado que conduce al presente del cuerpo, de la agresividad y la muerte. La búsqueda de un saber sobre ese presente aparece como imposible: “Las mónadas de Leibniz me confundían. Para mi eran como pompas de jabón. ¿Y qué era la mónada esta?. Un subproducto de la gran mónada que era Dios. Eso entendía, pero eso era no entender. Y luego Kant, Crítica a la Razón Pura, Crítica a la Razón Práctica (citadas por Morente). Pero yo jamás entendí la filosofía en forma diurna. Hacía de ella sueños, metafísica, metamorfosis, objeto y sujeto, interacción, absoluto, trascendente, la nada y el todo, el ser óntico, madre mía, como me excitaban estos duros pilares del idioma. Ontológico, óntico, octavo, ochava, hojarasca, hojalatero, ojalá ¡ojalá entendiera algo de esto!. Ontico camina por las calles alienadas. Sobre todo alienadas, esa palabra era hermosa. Alienación, enajenación. Descripción fenomenológica, ponerse entre paréntesis, reducción fenomenológica. Muchas veces no entraba en mi alegría. Seguía un texto sin entender y de golpe, ya sobre el punto final, todo se aclaraba: la fantasía tomaba su forma definitiva y salía feliz de la pieza hacia la calle”. (pag. 231). Pero en la calle esperaba otro discurso: “Entender es superar lo entendido. La libertad es el manejo de la necesidad: la plusvalía. Ojo. La plusvalía. Ojo. Ojo. Lucha de clases. Era inevitable.
No tenemos nada que perder y un mundo por ganar. Ojo, ojo. Pensaba: si no tengo nada, tengo vida, ¿acaso no es nada que perder? ¿Si?. ¿No? Desnudo en el mundo puedo perder la vida” (pag. 231).
El texto en la filosofía clásica conduce al delirio, es “una rama de la literatura fantástica” – según el decir de Borges – y el texto de la filosofía política conduce a la muerte. Entre esos dos caminos aparece la poesía: “Soy poeta y no tengo nada que perder, pero tampoco deseo ganar nada. Leo budismo zen” (pág. 231).
El narrador se precipita en un oriente imaginario, en un territorio dibujado por textos, concluyendo la metáfora de una exclusión radical: las raíces son bienes raíces. Excluido de la propiedad de un territorio el discurso divaga por regiones utópicas: “Todos signos muertos, todas palabras caídas en el vacío. No la frontera de la patria, ni San Martín, ni Belgrano, en todo lo mismo, la misma mudez. Yo era la ciudad, yo no tenía signos y deambulaba” (pág. 232).
Un cuerpo y algunas palabras, entrelazado por la invención de un sentido. Es el momento de la pérdida de cualquier identidad social, aquello que en San Juan de la Cruz se llama la noche. No se pertenece a un territorio, tampoco a una clase determinada: “La clase en sí y la clase para sí – ironiza el texto –, para ser más preciso. Más concretamente ¡la lucha de clase metida hasta en el juego de los bombones! – exclamábamos ya desorbitados. Sí, sí, hasta en el jugo de los bombones. Parece cosa del diablo” (pág. 232). Pero fuera de este discurso social queda un cuerpo amenazado del vacío del discurso: “Nuevamente la falta de huellas. Nadie podrá creerme, nadie podrá creer jamás en mis palabras” (pág. 233).
Cuerpo: necesidad y deseo.
Es necesario irse, escapar en masa. Oh no, la infinita gama de susceptibles
órdenes no permite tal cosa. Las pequeñas esferas del orden. Los múltiples,
espesos, fuertes, invisibles cables del destino individual y colectivo.
Nanina, pág. 237
El texto se encuentra recorrido por el fantasma del hambre, por una voracidad sin límite. Incluso el hambre llega, pero solo se trata de pedir. Mendigar, esto es posible al precio de desaparecer del reconocimiento del otro. Esta posibilidad es un vértigo. Si puede liberarse el cuerpo de la mirada del prójimo, el discurso podrá pedir lo que sea necesario para alimentar ese cuerpo. La necesidad, primero irreductible por el fantasma del hambre, cambia de lugar cuando el hambre hace que el narrador pida su comida. Sólo tiene que soportar el desprecio y sabe que después vendrá la indiferencia.
Pero el deseo de reconocimiento impide esta solución de la necesidad: abandonarse al cuerpo es perder el cuerpo del otro. De entrada el narrador explicita al cuerpo de la mujer como premio de la obediencia social: “La necesidad de hacer mentir. Ojo con la necesidad, anoto en un cuaderno…” (pág. 116)
La necesidad cambia las palabras de lugar, propone otro discurso como medio para un fin que es ser reconocido por una mujer: “…estoy seguro de que mis compañeros hubiesen abandonado el trabajo y los motores y las máquinas, en masa, si hubieran estado seguros de que las mujeres, por este acto, se hubiesen arrojado a sus brazos. Pero cualquiera podría saber que para tener seguro a una mujer (casarse con ella) era condición previa trabajar. Demás está decir que yo también hubiese abandonado el trabajo se las mujeres, por este acto, me hubiesen esperado con los brazos abiertos” (pág. 142).
El deseo se convierte en culpa, el trabajo en redención: la mirada femenina es el premio y fundamento del Bien.
Pero esta necesidad que se anuda con el deseo de reconocimiento supone cierta mentira: “La tragedia – pensé – es una pavada. Lo único trágico es creer en la posibilidad de la tragedia. No hay tragedia, no hay nada. No hay nada, me repetía, no hay nada, cada cual hace lo que quiere. Verdad y mentira: yo no podía en ese momento escapar de la mirada adulta de los que me rodeaban” (pág. 43). Verdad y mentira se incluyen en este deseo de reconocimiento que convierte en esclavo de una mirada calificada (en este caso, la mirada adulta) que sanciona el valor de un cuerpo donde la necesidad y el deseo se anudan: “Muchas veces soñé (como todos sueñan y me contaron que sueñan) cuerpos en gasas de colores, mujeres flotantes de labios húmedos, palabras y fuegos violentos por donde mi cuerpo caía...” (pág. 132).
Las citas: una iniciación perdida.
Cualquiera tenía en su cara más estragos
serios que los míos: mi virginidad era crónica.
Nanina, pág. 127.
Para el narrador de Nanina ninguna iniciación es posible: no hay ritos colectivos, ni secretos, ni místicos. Solo queda esa transición de la pubertad a la adolescencia que se produce por lo que, justamente, suele llamarse iniciación sexual. Pero, el narrador, después de su primer acto sexual corre para observar sus cambios y no encuentra nada: “Ya en mi casa me planté firme frente al espejo. Ponía la cara tensa para que no fuera igual y era la misma; comprobé aterrado que nada había cambiado, si bien todo era distinto” (pág. 127). Ningún secreto del goce se ha descifrado, nada de esa experiencia puede articularse. Es igual y es distinto, puesto que una cierta ilusión se pierde: “Como no cambié nada las cargadas siguen. Nunca sería un infeliz, un trágico verdadero, un hombre marcado, un experto mortal: mi cara me condenaba a ser un bufón somnoliento por donde la experiencia resbalaba como el agua sobre el mármol” (pág. 127). No hay experiencia de la relación sexual, allí cada uno se encuentra con lo que puso y desespera de lo que imagina.
Ese transito donde el cuerpo real amenaza las certidumbres suele ser sostenido por el ritmo colectivo de la iniciación en los rituales bibliográficos de la comunidad. Tampoco aquí existe iniciación posible: “Todo lo que hacía de mí un negativo, lo usaría para hacerme positivo, a través de la magia trastocadora de mi título de bachiller (…) Todo lo que fui tendría otro sentido cuando el bachiller fuera universitario; el universitario profesor; el profesor becado; y el becado un orgullo para la Argentina. Premio Nóbel de algo (...) Pero lo negativo no fue positivo y la alquimia necesaria se quebró en primer año” (pág. 31). Tampoco hay Dios para sostener el orden de las palabras y permitir una iniciación mística.
Es por eso que el libro se narra a sí mismo como iniciación perdida y los “viajes” son circulares y vuelven siempre al mismo lugar: a lo real del cuerpo. Desde aquí será necesario inventar otra iniciación, aquella a la que cada uno pertenece por ser del lenguaje.
Al comienzo del libro el narrador sueña con hacer un texto mediante el montaje de títulos de novelas: se encuentra en la parte exterior de esos libros. Luego se habla de nombres de escritos y por último se los cita. Incluso, se divaga una relación con ellos (en una parte el narrador se encuentra delirando “junto” a Nietzsche).
La cita de Oliverio Girondo que abre el libro es precisa: “La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas. Poco a poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario”.
Por el lenguaje romper con la costumbre y después dispersar las costumbres dentro del lenguaje mismo: “Yo tramaba un cuento (yo escribía), yo tramaba un cuento. Un cuento, otro; un libro, otro; ¿más?: llegaría a ser apalabrado por mis propias palabras… Por último pensé que ésta era la Edad de la Opereta y no de la tragedia” (pág. 20).
No hay tragedia, ni hay iniciación. Tampoco un saber que garantice el encuentro con los semejantes: “ La Gran Novela se dibujaba en mi cabeza, pero no se escribía (…) además yo tenía amigos entendidos que sabían demasiado bien que nadie escribe una novela, cuando como yo, no conoce el verdadero significado de las frases, el peso de las palabras, el sentido del verbo verbar.” (pág. 23).
Las citas, entonces, se encuentran en el lugar de esa iniciación perdida y sirven par sostener desde lo imaginario el advenimiento del goce de un discurso: esos padres literarios permiten tanto realizar la muerte del padre (con la que concluye el libro) y soportar el peso de esta muerte. Además, producen la muerte simbólica del narrador que pierde su “realidad” y hasta sus palabras al ser poseído por el deseo de “imitar” esos discursos que lo fascinan. El narrador viaja en la lengua muerta de los otros hacia la propia lengua muerta: “Ayer escribí algo en una tabla y después lo tiré. Era algo escrito en la forma de un Manual de Versos Españoles que tengo: todas las palabras terminaban en do, pero no sabía bien que quería decir todo eso” (pág. 139).
No hay territorio, no hay institución escolar, que pueda conducir a este viaje por la lengua muerta: “Es a partir de esta historia mal formada que tendré que hacer mi historia grabando y manejando los signos como los enamorados graban su único y supuesto corazón sobre los árboles. Su corazón de dos es el de todos (…) Ahora ese corazón de dos grabados en los árboles del mundo no me pertenece, tampoco lo deseo.” (pág. 277).
Esa historia es el libro mismo que concluye allí, como esa muerte que el sujeto deberá subjetivar cuando se encuentra con la muerte de su propio padre. Es por eso que, dos páginas antes, después de narrar la muerte del abuelo que le hace descubrir la complicidad entre muertos y semimuertos, el narrador anuda los signos de la muerte con el acto de escribir: “Ahora voy mirando las cruces, los cementerios, las iglesias, las monjitas de negro, las pirámides en los libros, la cara de Napoleón, la de Belgrano, y también caras de muertos desconocidos en los diarios; y además puertas viejas, cuadros enmohecidos, letrinas históricas: siento asco y entonces me veo muerto y sepultado – como se dice – y no puedo soportar el peso de mi cuerpo, el de mis zapatos, entre la variedad de gente de la calle, por el centro, en esos domingos que no terminan cuando uno extiende los brazos, echándose hacia atrás, sentado y pensando que ya nos es necesario escribir una líneas más. Ya está por hoy – piensa y el domingo continúa” (pág. 275).
Lo obsceno y la escena.
Es verdad, en Nanina se encuentran esas palabras cotidianas que separan el lenguaje oral del escrito: se las llama malas palabras. Todos los que comparten una lengua materna las conocen. Algunos gustan escribirlas en los baños, otros las susurran al oído en el abrazo amoroso. En este libro tienen una función de “pasaje” entre dos discursos: la lengua muerta que atraviesa al sujeto y un lenguaje social – estético, literario – que fascina al narrador. Destruir ese lenguaje, inventarlo de nuevo para que un cuerpo encuentre – alguna vez – ese lugar donde la piedad dice que se puede descansar en paz. Si es verdad que las tumbas son los primeros signos, el autor de este libro entiende que los cuerpos tienen la última palabra.
Nanina, el primer libro de Germán García, ha dejado de figurar en las “historietas” de la literatura. Sin embargo, algunos autores jóvenes de la Argentina le deben alguna cosa a este lenguaje. Quizá lo olvidan, preocupados como están por el destino de sus propios libros. O quizás Nanina es solo un sueño que nunca será parte de la literatura. Allí puede leerse una cita de Macedonio Fernández (autor del que después Germán García se ocupó en un libro excelente y original) que permitiría afirmar lo anterior. En efecto, el epígrafe de la segunda parte de Nanina dice: “Pero se me dirá que hay sueños que cesan, que se tornas tan rebeldes que nunca los recobramos; hay los que se ocultan, las ocultaciones de los que quizá existan pero que no veremos ni reconoceremos más”. (Macedonio Fernández).
El autor de Nanina escribió en los años siguientes varios libros de amplia circulación, pero la primera novela, la obscena, sigue fuera de escena.
* En 1985 una editorial desconocida, Larumbe, publica en Buenos Aires una quinta edición de Nanina que es ignorada por la crítica.
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