“Mi interés estaba puesto en algo diferente, en algo que se relacionaba con las mujeres”.
“Yo era vulgar: prefería el recuerdo de Eugenia cuando la había visto desnuda en el tanque australiano, en lugar de los temas conspirativos y los deseos de actos heroicos”.
“Usaban a la patria, a la política, a Dios si hiciera falta, para defenderse de las mujeres”.
Estas frases de Miserere que, vamos a suponer, tienen solamente una experiencia de literatura fueron presentidas y resumidas hace cinco o seis años en el escenario de la vida a bordo de un remís entre La Plata y City Bell, en el que tuve la suerte móvil de hablar con Ricardo Piglia de Germán y los años ’70. Piglia hizo una de sus legendarias pausas de intensidad mental y dijo: “no, no, sí, sí, tenía razón Germán. Germán dijo: ‘los van a matar a todos. Acá lo que hay que hacer es coger’”.
Con Miserere vuelven los años en los que se discutía qué hacer con el cuerpo, a quién dárselo, hacia qué horizontes orientarlo y en qué tipo de teatros y contra quiénes hacerlo actuar y hablar. Los traen el recuerdo, el pensamiento y, tal vez, lo más importante del libro: un sistema perceptivo amplísimo, permisivo, afectuoso y de algún modo imperturbable (o elegante, muy elegante) frente a aquello que vuelve, como una lluvia de sentido, para hacerse un lugar en el sitio mitológico que le corresponde.
En Miserere, la política es una actividad religiosa, y la violencia un tipo de práctica sexual para célibes que encuentran en la demostración de coraje una entrada majestuosa a un universo sin individualidad. Es la espada más la cruz, que no va acompañada de ninguna especificidad. Este paisaje de estatuas contrasta con la soledad, la ironía y la dinámica discreta del narrador que, por encima de la catástrofe se asoma, se hace fuerte leyendo la situación. Leer es para él emplear el uso defensivo de un arma mortal. Leer es ver adentro de las cosas, y sólo se puede ver respetando un régimen de distancia que se vuelve cada vez más eficaz en el arte del “ir y ven ir” mediante el que hace foco: del Farolito a Los Leones, de Buenos Aires a Circa, de los encuentros conspirativos a la cama de la MILF que lo apaña, de los libros a la calle.
En plena efervescencia ideológica que va subiendo hacia la asunción general de la obediencia y el sacrificio, el narrador de Germán García prueba con la experiencia de la alucinación. Se desprende. La guerra posicional de la juventud argentina a principios de los años ’60 exige definiciones que incuben algún tipo de futuro. Pero el héroe de Miserere, un héroe artístico que decide montar la obra inmensa de resistir la época, no se va a deslizar como tantos hacia la batalla, los principios duros y las siglas del porvenir de fuego que se ve venir. Nada de FAP, nada de FAR, nada de ERP. Mejor una actualidad de LSD.
Mientras los soldados de Cristo reunidos en el Movimiento Nacionalista Tacuara renuncian a cuestiones blandas de la vida, el narrador de Miserere ve a través de un hermoso manto de transparencia (es el filtro que prefiere para ver bien) los aprontes materiales de la historia y el cuerpo de las mujeres, sobre las que sospecha que será difícil dejar huella. Lo dice él mismo, citando a Salomón: “Hay cuatro cosas que no dejan huella: el pájaro en el aire, la serpiente en la roca, el pez en el agua y el hombre en la mujer”.
Porque el paso por las mujeres, como el de los guerreros (que siempre sufren algún tipo de derrota aún en la victoria) también es una batalla perdida. ¿Qué es la huella sino lo que se borra, con la piedad de la lentitud, detrás de aquella cosa que acaba de presionar sobre otra? Ese drama como de escritura invisible es la que concentra buena parte de la atención del protagonista de Miserere, cuya historia necesita una sola respuesta. “Me preguntó qué hacías. No te olvidó”, le dice Brodsky. Un anuncio de las últimas líneas en las que el libro se autodefine como “una historia perdida, sin olvido”.
Hay algo en Miserere que interviene delicadamente sobre su materia (vamos a decir que esa materia es el recuerdo: unidad cemento de la literatura), y es que de ella no se desprende el pasado en el formato de la tragedia: no hay pánico. El pasado es literatura pura, y lo revela el aplomo del narrador, que asume el protagonismo no como si contara su historia, sino como si la estuviera leyendo. Esta decisión produce una especie de resignación poética, y le da a la escritura la frecuencia impagable de un artificio en estado “natural”. Es una prosa con una gran vida interior (si pudiera hablarse en estos términos animistas de un reguero de grises), irremplazable en la belleza de su disposición, paciente consigo misma, ágil en la asociación y calma en la duda; y apunta a que todo en ella suceda ahora; un ahora en el que, por supuesto, el pasado está incluido.
El mejor momento ocurre cuando el narrador, que ya ha recorrido los circuitos del recuerdo para actuar sobre el diario de su eterna amada Eugenia, describe su emoción para dejar la experiencia de la escritura al borde del precipicio a partir del cual ya no puede avanzar sino con silencio: “Experimenté la profanación y el milagro de sumergirme en otro tiempo, en un tiempo donde la vida…”.
*Texto leído en la presentación de la novela en la Facultad de Bellas Artes – UNLP.
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