¿Qué política puede surgir del pánico financiero y de una falta de trabajo que se ha vuelto crónica? Como cada uno espera lo que desea, es difícil que cualquier “prospectiva” –incluso la de quienes tienen por oficio la elaboración de horóscopos políticos, económicos– exprese más de lo que interesa al que la realiza. Es verdad que existen “anticipaciones” que, como las de Julio Verne, nos vienen deslumbrando desde que aprendimos a leer. Pero en general, como diría Max Weber, se trata de oráculos que inducen lo que dicen calcular, como suele ocurrir con los datos anticipados de las tendencias de votos, dirigidos a los llamados indecisos.
Entonces, ¿qué deseo para la política en este país que me tocó en suerte? En primer lugar, como lo escribí hace algunos años, eliminar del cretinismo lingüístico el giro “gracias a...”: la guerra de las Malvinas que nos liberó de la dictadura, la muerte de Carrasco que nos liberó del servicio militar, el asesinato de María Soledad que mostró el “feudalismo” de una provincia, y tantos otros “sacrificios” que revelan las execrables manipulaciones del sufrimiento del prójimo y las consecuencias más deplorables de un discurso milenario, el de la religión.
Descartado que se pueda hacer política a partir de la víctima y mediante una identificación con la víctima sin precipitarse en el fracaso (la imitación de Cristo, leída desde una ética de las consecuencias, sirve a una maquinaria que deriva su poder de la inversión del sufrimiento de los que empuja al martirologio), será necesario promover una política basada en el análisis de sus componentes y no en la explotación de los sueños colectivos. La propuesta de una república de “iguales”, por ejemplo, ignora que cualquier organización social es “ordinal”, y oculta que la democracia no surge de la voluntad de “todos” porque es una deliberación colectiva que supone las decisiones previas de algunos. La decisión de deliberar, a su vez, concluye en la elección de otros, que después deciden con el contralor de la división de poderes que forma nuevos ámbitos de decisión, y del clamor que se llama opinión pública, organizada en los medios de información (Hegel compara la lectura del diario con la oración cotidiana, y sabemos que cada uno reza en la capilla que comulga con su barrio ideológico).
¿Cómo ordenar las cosas? Jacques Lacan dice que cualquier estudiante no tarda en darse cuenta que la organización de la escuela no es la mejor para masturbarse cómodamente. Es una metáfora que dice que existe cierta incompatibilidad entre el goce y la organización política de la sociedad. La justicia distributiva sólo alcanza a los bienes que satisfacen necesidades. El deseo y el goce, por suerte, escapa a cualquier ingeniería social.
Galbraith, después de analizar la catástrofe financiera de 1929, con la ironía que caracteriza su estilo, escribe: “Durante una situación de pánico se puede saborear al máximo la estúpida variedad de acciones humanas pues, aunque se trate de un período de gran tragedia, allí lo único que se pierde es dinero”.
Para matizar, conviene recordar el llamado “efecto Reagan” producido por una declaración que realizó en diciembre de 1987. Se le ocurre decir que el dólar ha bajado demasiado. Jean-Pierre Dupuy comenta que ningún cambista concede el menor crédito a los juicios económicos de Reagan, pero la mayoría compra dólares, porque suponen que los demás harán lo mismo. El dólar sube, el deseo de Reagan se ha hecho realidad.
El especulador no tiene un pálpito que le anticipa lo que pasará, sino que –en términos de Keynes– el buen especulador “adivina mejor que la masa, lo que la masa va a hacer”.
Desearía una política que tuviera en cuenta la existencia, tanto individual como colectiva, de esos goces cifrados que se llaman síntomas. Sería un paso en relación a esas políticas que en nombre de la necesidad y de la denuncia de la evidente falta de justicia distributiva existente, alimenta ideales sacrificiales y promete el goce para pasado mañana, promesa que por supuesto es una mezcla de mentira y falta de responsabilidad.
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