Conocí a Néstor Sánchez en la época en que publicó Nosotros dos, cuando paseaba con Vicky –a quien le dedica el libro– por el mismo circuito que frecuentaba yo: los bares de la avenida Corrientes, el bar Moderno que se sustituiría por el Bárbaro, con esa población que retrataba el filme Tiro de gracia, protagonizado por Mario Skubin y Sergio Mulet (también autor del libro).
Fuimos amigos de entrada, leíamos cosas parecidas y teníamos un pasado donde algunos hilos se cruzaban. Algunas experiencias nos hermanaban (uso esta palabra por mi hermano, ya muerto).
Vicky era Victoria Slavuski, que mucho después publicaría Música para olvidar una isla, una novela erótica donde los temas de la amistad y el amor, con algo iniciático, hace presente, de alguna manera, a Néstor Sánchez.
Lo recuerdo altivo, con una mezcla de paciencia y violencia contenida que apareció más de una vez (en esa época las peleas eran frecuentes).
Nosotros dos tenía para mí, en aquella lectura de hace cuarenta años, algo del tono de Pavese y de la Nadja de Breton, también de Kerouac (lecturas que compartimos). Además el gusto por cierta literatura iniciática que giraba en torno al budismo zen, la experiencia de la mescalina, etc. Lo que no excluía que leyéramos los trabajos sobre el lenguaje de Merleau-Ponty, un poco antes de que el “estructuralismo” estuviese de moda y la lingüística circulara entre quienes escribíamos.
Julio Cortázar elogió a Néstor Sánchez en unas páginas de La vuelta al día en ochenta mundos, lo que hizo que la segunda novela, Siberia blues, fuera más leída y llamara la atención sobre la primera.
Yo era nueve años menor que Sánchez, de manera que podía celebrar sus logros, lo que no era fácil para los que tenían su edad. Nuestra amistad no era privada. De los años que viví en hoteles y pensiones me quedó la costumbre de los bares y los restaurantes como los lugares más apropiados para la amistad. Aunque alguna vez Sánchez fue a mi casa, donde yo vivía con mi primera mujer y mis dos hijos.
Recuerdo que una noche lo invité porque Osvaldo Lamborghini lo quería conocer (mejor sería decir que quería saber qué opinaba de El fiord, que se estaba por publicar). Y llegó la pregunta que Sánchez no podía eludir porque yo le había pasado el manuscrito antes, de manera que respondió sin inmutarse: “No me interesa en absoluto este tipo de literatura”. Lamborghini, según le dijo una noche a Rodolfo Walsh, dividía la literatura en un antes y después de su libro. Así que la respuesta lo dejó mudo un rato. Hasta que empezó a explicar la ceguera de Sánchez, que había dejado de escucharlo y hablaba de Coltraine, que sonaba en el tocadisco.
La comida duró, pero el clima había cambiado. Nuestra charla viró hacia temas iniciáticos y entendí que los tomaba demasiado en serio. Eso para mí era una especie de broma para él empezaba a ser parte de una desesperación.
De su literatura me gustaba –me gusta– el fraseo musical deliberado y una desarticulación de la sintaxis que es imposible no relacionar con la de Macedonio Fernández en los mejores momentos de Museo de la novela de la eterna.
Cuando publicó El amhor, los orsinis y la muerte (1969), yo había publicado Nanina un año antes y Sánchez me hizo comentarios amistosos. La dedicatoria particular de su libro lo dice: “Para Germán, entre el maestro y la parca, con la intuición de la amistad que no debe finir, Néstor”.
La búsqueda de un maestro, la parca y el deber de la amistad: su programa de vida parece resumirse en estas palabras. Amhor, con esa letra muda y enigmática, las mujeres sustituidas por los orsinis en paráfrasis de un conocido título. Leo en la página 153: “¿El surrealismo es una pendejada infamante, la arrogancia ubico – psicologística? Escribo más de diez horas por día (palabras viejas, viejísimas) me alimento mal mientras crece la barba; como si todo absolutamente todo pretendiera empezar a partir del Sarmiento y yo que lo miro. ¡Acaso sigo necesitando una mujer benéfica, concertante, de cámara?” La pendejada del surrealismo había sido de su gusto, leía y conocía a los surrealistas de Buenos Aires: Madariaga, Molina, Pellegrini. Ahora comienzan a resonar otras preocupaciones, la búsqueda de una sabiduría más allá del amor, más allá de una mujer benéfica.
Cuando se publicó Cómico de la lengua hacía tiempo que no sabía por dónde andaba, pero enseguida supe cómo leer ese libro extraño. Nuevos narradores argentinos (Monte Ávila, Venezuela, 1970), compilado por Néstor Sánchez, incluía a Miguel Briante, Antonio Dal Masetto, Fernando de Giovanni, Jorge Di Paola, Raúl Dorra, Mario Expósito, Aníbal Ford, Germán García, Leandro Katz, Gregorio Kohon, Héctor Libertella, Reynaldo Mariani, Juan Carlos Martelli, Martín Micharvegas, Basilia Papastamatíu, Ricardo Piglia, Ruy Rodríguez, Horacio Romeu, Germán Rozenmacher y Rubén Tizziani. Me llegó de sorpresa. La presentación dice que se trata de veinte narradores argentinos que “en el peor de los casos, sólo llegarían a los 25 años de edad” (en alusión a una decena de años antes de la publicación). Agrega: “Por dos motivos (exceso de edad y/o divulgación suficiente) fueron excluidos: Manuel Puig, Daniel Moyano, Tomás Eloy Martínez, Juan José Hernández, Rodolfo Walsh y Juan José Saer.
De los veinte narradores varios compartían con Néstor Sánchez el gusto por un texto que no siguiera lo que llama “novela de cámara”.
Dice en la misma presentación: “... por un lado la permanencia inevitable del realismo sin atenuantes (o con sus propias esfumaturas y modorras); por el otro la irrupción del Texto que querría negarse a ser cuento, o relato, crónica (...) el material vale la pena porque muestra una transición y, al mismo tiempo, un cansancio, cierta confianza cuestionadora en relación con determinado criterio de realidad (y de palabra), más, al mismo tiempo, la sospecha de que el lenguaje escrito podría protagonizar una sospecha, como tal”. Creo que esta cita dice bastante de lo que Sánchez pensaba de la literatura, como de lo que efectivamente realizó.
Pasé unos años en Barcelona, cuando volví en 1985 no tardé en encontrarme con Néstor Sánchez, que unos meses, un año después volvía de una travesía de largos años, de una penuria impuesta por su certeza de encontrar un absoluto, de escapar de la finitud de la parca. Charlamos unas horas en un departamento que yo tenía en Junín y Viamonte. Fui a comprar una botella de whisky –fue lo que prefirió–.
Me preguntó si me molestaría que se sacara una dentadura postiza que le molestaba. La dejó sobre la mesa, era un objeto que presentificaba la muerte de la que no dejaba de hablar. Había publicado o estaba por publicar La condición efímera, un libro de relatos donde aparecían sus ideas esotéricas. Después de un tiempo en París había vagado años por Nueva York, extraviado en su búsqueda de la eternidad (otro rasgo que lo relaciona con Macedonio).
Le presté un lugar donde dar clases, hacer un taller literario, alguna cosa que lo pusiera de nuevo en circulación. Dio algunas clases a unos jóvenes entusiastas que conocían su nombre y algo de lo que había escrito. Ignoro por qué la cosa no siguió.
La tarde de nuestra charla me dijo que era posible que viviese cientos de años. Frente a mi silencio matizó con algo que podía convertir su desesperación en una broma: “No puede ser que uno se pase la vida como un imbécil y que cuando empieza a entender algo tenga que morir”. Acepté sus palabras con un movimiento de cabeza, era alguien a quien quería y ese encuentro me resultaba doloroso.
La novela de Victoria Slavuski (Vicky) tiene una cita de Tennessee Williams, que podía ser justa para definir ese momento, donde estábamos “como niños armando un nombre de Dios con un rompecabezas que está equivocado”. Supe de sus últimos años lo que hubiese preferido ignorar, por eso me alegra que ahora exista para otros como existió para muchos de nosotros.
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