Lo que alguien llamó “el secuestro de la experiencia” consiste en la introducción de mediaciones, cada vez más minuciosas, que asisten al consumidor en tareas irrisorias. Consecuente, el mercado asiste a cada uno, a todos por igual, mientras se cumpla con una única condición: la del dinero. Para un consumidor no hay nada mejor que otro consumidor y para el mercado no hay nada por encima de los consumidores. El consumidor es hoy el ciudadano asistido, elogiado en su trivialidad por los publicitarios y atemorizado por la sombra amenazante de los que se quedan fuera: ¿para qué consumir algo, sin alguien que no pueda hacerlo?
Pero una vez que la experiencia es secuestrada por los especialistas, nadie puede evitar que asistentes “no acreditados” por el mercado formen su propio mercado, para asistir al consumidor con servicios relacionados con algún goce prohibido (lo que significa no regulado por el mercado).
Bien es mal
Ricardo Zelarrayán me dijo una vez que siempre leía las contraindicaciones de los medicamentos antes de conocer sus indicaciones: así lograba no tomar ninguno, porque todos tienen algo pernicioso. A su manera verificaba el farmakon (lo que cura enferma) popularizado por Derrida, que lo encontró en Platón. La cocaína es un ejemplo especial: surgió como un remedio milagroso en 1855, pero no tardó en descubrirse su potencia negativa. Freud, que fue un entusiasta inicial, escribe en 1887: “Pronto se supo que la cocaína utilizada de esta forma es más peligrosa que la morfina. En lugar de un lento marasmo, se produce aquí un rápido deterioro físico y moral, unos estados alucinatorios con agitación similares al delirium tremens, una manía persecutoria crónica”. La sustitución de la morfina por la cocaína, comprueba Freud, es un remedio peor que la enfermedad. Después del alcohol y la morfina, la época descubrió que la cocaína era el tercer azote de la humanidad.
Sin embargo, Freud alega que aquellos que antes no fueron adictos a la morfina no sufren estos efectos con la cocaína: “Yo mismo la he tomado durante algunos meses sin percibir ni experimentar nada parecido”. ¿Por qué circula hoy la aventura de Freud con la cocaína? No es fácil responder.
¿Maldita qué...?
Maldecir el objeto es una operación de conjura mágica: cuando los ciudadanos asistidos encontraron la magia negra de un cartel que decía Maldita cocaína, recordaron que antes había existido la maldita policía. La sustitución de la policía por la cocaína muestra que el objeto funciona como un superyó: que la droga puede ser tan imperativa como los servidores del orden (y generar, por lo mismo, un desorden similar).
Pero la policía es una institución formada por sujetos que realizan determinadas acciones, mientras que el objeto droga carece de autonomía. Se podría maldecir a los traficantes, incluso a los consumidores mismos: el fatum, la fatalidad y el destino, de estos últimos se encarna, como es lógico, en algo consumible.
La hostia laica hace comulgar a cada uno con su propio cuerpo y realiza el célebre aforismo de Marx: el objeto del hombre es la esencia del hombre tomada como objeto. El consumidor y lo consumido se hacen intercambiables. Maldecir a uno es maldecir al otro.
La maldición de Freud
Siegried Bernfeld describe en los siguientes términos la maldición que cayó sobre Freud: “Tres años después de haber probado la cocaína por primera vez, Freud, el hombre que volvió a descubrir la cocaína, se vio convertido en blanco de acusaciones más o menos veladas, en las que se le culpaba de haber añadido, a la morfina y el alcohol, el tercer azote de la humanidad. Ahora veía que, tras haber tratado de ayudar a los hombres, se lo acusaba de haber liberado el mal; la droga que confiaba iba a cimentar su reputación de médico descubridor de la fórmula para curar la neurastenia, servía ahora para poner en duda su criterio”. Por otro lado, había sido rechazado por los jefes de la Escuela de Medicina de Viena por ser un propagandista de Charcot. La situación, según el término usado por Freud, era “tenebrosa”. Mientras tanto, el doctor Koller descubre, gracias a la cocaína, la anestesia local.
Por aquella época la cocaína circulaba entre los médicos, los farmacéuticos y sus mujeres. Cuando se descubrió la otra cara del placer cundió el pánico. Muchos años después, en 1975, la publicación en libro (y en inglés) de los Cocaine Papers difunde aquella aventura de Sigmund Freud. El autor del libro, R. Byck, da una razón emotiva: “Este libro lo escribí para mis hijos Carl, Gillian y Lucas, para que aprendan cosas sobre la ciencia a partir de la historia”. La operación, por inocente que sea, coloca a Freud como ancestro de Huxley, Timothy Leary y otros propagadores de la farmacopea de la transgresión, en el mismo momento en que las “terapias verbales” son cuestionadas y, además, se propone la sustitución de las mismas por drogas –de las “buenas”– para resolver problemas variados.
Como muestra el excelente libro de Alberto Castoldi, El texto drogado, lo que importa es en qué trama discursiva se inserta un objeto y de qué conducta se lo convierte en causa: la cocaína estaba difundida entre los fundadores del dadaísmo en Zurich, el surrealista Jacques Vaché se suicidó en compañía de un amigo después de una elevada dosis de opio. Ellos no eran consumidores, tampoco ciudadanos asistidos por traficantes y especialistas.
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