Germán García - Archivo Virtual / Centro Descartes, Buenos Aires

Nanina, de Germán García

# (2012). Nanina, de Germán García. Por Ricardo Piglia. Prólogo a edición 2012 de Fondo de Cultura Económica. En (27 de abril 2024) Infobae. En (abril 2024) Trece prólogos, de Ricardo Piglia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Alguna vez habrá que hacer la historia de nuestras novelas de educación; la lista es incierta pero nítida: Juvenilia, El juguete rabioso, La traición de Rita Hayworth (pero también Don Segundo Sombra y Cuadernos de infancia); en esa línea Nanina, de Germán García, tiene un lugar clave, especialmente porque está narrada casi en el presente de los acontecimientos. Un joven adolescente escribe sus aventuras —y sus desventuras— mientras las vive. Sobre todo escribe la historia de su conquista de la ciudad y de su acceso a la cultura (y a las mujeres).

Esos tres niveles se conectan y se relacionan de modo distinto. La busca de un libro permite encontrar una mujer, los bares de la ciudad son la puerta de acceso a la literatura. Esos cruces —esos descubrimientos— van definiendo la estructura de la novela, sus virajes y sus cambios de tono. Este joven Hamlet tiene nuevos interrogantes en su espíritu: dónde dormir esa noche, quién le puede prestar un poco de plata y sobre todo cómo sacarse de encima el fantasma de su padre alcohólico.

En esos años The Catcher in the Rye El cazador oculto— todavía dominaba la escena de los relatos de iniciación. La novela de Salinger había encontrado sus resonancias en De perfil de José Agustín, en Gazapo de Gustavo Sainz, en la larga obertura de Cicatrices de Saer, pero en Nanina no se trataba ya de un joven de clase media, furioso e insatisfecho, que se enfrentaba con la rigidez y las falsedades de los valores familiares. Aquí lo que se narra es la épica de estar lejos de casa, perdido en el mundo; no hay rebeldía adolescente o inversión de valores, sino un escape hacia el lirismo, la sexualidad y la fantasía. En Nanina —como en El juguete rabioso— la literatura es la tabla de salvación: lo que se escribe, y el descubrimiento del poder del lenguaje, permiten desoír el oráculo familiar, las determinaciones sociales y el destino heredado. Esa aspiración a la fuga le da al libro una euforia narrativa que seguramente fue lo que percibieron los censores cuando lo prohibieron en 1968, a pocos meses de su publicación.

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Ayer, mientras volvía a leerla, recordé la carta de Thomas Wolfe a Francis Scott Fitzgerald, incluida por Edmund Wilson en The Crack Up. No solo porque Thomas Wolfe (el bueno, no el periodista vestido de blanco), legendario autor de Del tiempo y el río, fue considerado por Faulkner “the best of us”, el mejor de nosotros, sino porque su prosa abrió paso a Henry Miller y a Jack Kerouac, es decir, a los escritores estadounidenses que hicieron de la novela como autobiografía del artista una de las claves de la literatura estadounidense moderna.

En su carta, Wolfe se opone al modelo de perfección formal que dominaba la escena literaria en Estados Unidos desde los tiempos de Henry James. La línea de sobriedad, understanding y control con la que fueron escritas varias obras maestras: El gran Gatsby, para empezar, pero también Paz por separado, El buen soldado o Miss Lonelyhearts. Wolfe se opone a esa poética de la reticencia y el equilibro desde una tradición —a la Huckleberry Finn— que busca desordenadamente unir la literatura y la vida. La narración deja de lado la elipsis y la discreción, incorpora los acontecimientos sin jerarquizarlos, trabaja la dispersión y la amplificación grotesca. “Bueno Scott —le escribía Thomas Wolfe—, no te olvides de que un gran escritor no solo es alguien que deja cosas afuera [leaver-outer, un ‘sacador’] sino alguien que incorpora cosas [putter inn, un ‘metedor’] y que Shakespeare, Cervantes y Dostoievski fueron grandes incorporadores que de hecho incorporaban más de lo que sacaban y serán recordados por lo que pusieron.”

Frente al rigor impuesto por Borges, frente a la defensa estetizada del cuento de cinco mil palabras como forma pura, Nanina recordaba que había otros modos de hacer literatura y encontraba nuevos espacios para la experimentación y la aventura.

Ricardo Piglia. Diciembre de 2011

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