Yo tenía dieciséis años cuando un raro azar puso en mis manos un ejemplar de Nanina. Una suerte por partida doble, porque esa novela fue un giro en mi vida, y porque tiempo después la dictadura militar de entonces la prohibió. Yo me convertí en el feliz poseedor de un libro que todo el mundo quería leer, y la censura impulsó la carrera de un tal Germán García, autor que a partir de ese momento se convertiría en un personaje decisivo de la gran narrativa argentina. Nanina fue la confirmación de que la literatura iba a ser algo que me acompañase para siempre.
Algunos años después, iniciando la carrera de Psicología (por entonces vía regia al ejercicio del psicoanálisis cuando uno no estaba dispuesto a estudiar Medicina) oí hablar de alguien que enseñaba Freud en grupos de estudio. Caí en la cuenta de que ese Germán García, en versión psicoanalista, era el mismo que en mi adolescencia me había deslumbrado con su escritura. Yo aprendí a leer en dos tiempos (como explica Freud a propósito de la sexualidad y del trauma). A los cuatro años con una maestra que vivía en mi edificio y daba clases a los chicos por las tardes. Veinte años más tarde volví a aprender a leer con Germán. No solo psicoanálisis, no solo todo el Freud que le debo enteramente, sino a leer. A leer entre líneas, a leer al sesgo, del derecho y del revés. Lógicamente, jamás pude adquirir su destreza, porque él leía más allá de su intelecto, leía los libros, pero también la vida y el mundo, con esa mirada aguda y mordaz que le había dado la calle a la que se había largado precozmente para sobrevivir a la dureza de sus orígenes.
Seguramente han habido intelectuales más eruditos, pero pocos que supieran aunar la cultura enciclopédica, el psicoanálisis, y la astucia de quien ha pasado hambre, quien ha visto mil rostros, escuchado mil historias, convivido con gentes de todas las clases y colores.
No era un tipo de trato fácil. Tal vez porque vio en mí a un joven con pretensiones de escribir, fui anotado en la lista de sus simpatías. Si a uno no le tocaba esa fortuna (y las razones para figurar en su lista negra eran bastante ignotas), podía despedirse: jamás lograría su amor, hiciese lo que hiciese. Fui afortunado. Disfruté del privilegio de ir los sábados por la tarde a su casa, donde lo escuchaba disertar sobre psicoanálisis y literatura con el mate en la mano. Me invitó a publicar mi primer artículo de psicoanálisis, me prestó libros, me enseñó autores, me regaló su inmensa estantería de libros cuando se marchó a Barcelona. Me explicó que “no existen temas psicoanalíticos, sino una manera psicoanalítica de hablar sobre cualquier tema”.
Cuando le envié una carta pidiéndole consejo acerca de irme o no a España, me respondió que si me decía que no fuese, tal vez se lo reprocharía toda la vida; y que si por el contrario me estimulaba a hacerlo, tal vez también se lo reprocharía toda la vida. Sin duda, esa contestación me sirvió para toda la vida.
En mis innumerables viajes a Buenos Aires nos vimos varias veces. En uno de ellos tuve el honor de comentar Nanina, esa novela que marcó mi adolescencia, en el marco de la Biblioteca Nacional, cuando se cumplieron varias décadas de su publicación.
Leyó todos mis libros, me abrió las puertas del Centro Descartes para presentarlos, me hizo conocer sus sucesivos consultorios y los pasadizos repletos de libros y manuscritos. Jamás olvidó sus orígenes. Conoció la fama, pero era el mismo brindando con champán en París y comiendo pizza con coca cola en una mesa mugrienta de una esquina de Buenos Aires. Nunca pasó consulta en Villa Freud. Fue rigurosamente insumiso, genial, astuto, sarcástico, brillante, pendenciero, burlón, agresivo, generoso, incluso tierno. Presencié gestos que no olvidaré jamás, gestos que demostraban que su pasado y las penurias de la infancia se conservaban en su memoria. Ironizaba sobre las instituciones y creó docenas.
En 2007 pasé a saludarlo. “¿Me acompañás?”, me preguntó. Por supuesto. No iba a perderme la ocasión de estar en la ceremonia en la que la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires le otorgaba el título de «Personalidad Destacada de la Cultura”.
En 2017 nos vimos por última vez. Comimos pizza y hablamos de Gombrowicz, de Miserere, su última novela, de la muerte de Piglia y de los amigos y enemigos. Luego caminamos, tomados del brazo, hacia su consultorio, porque ya lo estaban esperando. Me apresuré a apuntar en mi libreta algunas de sus frases, para no olvidarlas.
Gustavo Dessal
28 de diciembre de 2018
5:32 de la mañana