Por su propia historia, y por su disposición general, se sentía extrañamente obligado a ocuparse de Lamborghini, cuyo desvalimiento, que lo conmovía sinceramente, en lugar de aventar sus primeros temores, los confirmaba: por razones que no alcanzaba a comprender y aun contra su voluntad, la fascinación que sentía por ese nuevo, curioso amigo parecía acrecentarse conforme lo veía derrumbarse, fracasar, “confesarse” con él mismo, depender de la amistad hasta para asegurarse una comida a la vez que –quizás era esto lo que lo desasosegaba– parecía no estar dispuesto a renunciar nunca a esa altivez, que solía bordear el descomedimiento o las malas artes, con la que se dirigía a aquellos que, como él, lo ayudaban.
No se trataba de aventar el fantasma de sentirse –o no sentirse– “culpable de que le fuera bien”, tal la fórmula con la que se proclamaba en Corrientes y Montevideo o esquinas similares esa adocenada tramitación del egoísmo que le era radicalmente ajena. Se trataba de otra cosa más profunda y más seria que lo interpelaba de la manera que menos prefería. ¿Por qué se preocupaba tanto por Osvaldo Lamborghini? ¿O acaso esa negligencia, ese descuido, esa milimétrica programación de un fracaso seguro no eran exacta, estrictamente lo contrario de lo que él quería para sí mismo?
Ni el afecto, ni los gustos literarios compartidos, ni la “operación posfacio” [que hizo García con seudónimo a El Fiord] explicaban del todo lo que le pasaba. Tenía planes, maravillosos planes, y el otro era el socio ideal para ponerlos en práctica. Pero, ¿por qué era así?; ¿por qué era tan así?; ¿era posible que no quisiera acompañarlo en esa aventura que podía otorgarles cuanto menos un lugar, marginal pero verificable, en la cultura argentina?
A pesar del juez Sanmartino y de los fiscales, cada día se sentía más a gusto en su flamante carácter de escritor que ha logrado una posición desde la que le es dado impugnar consagraciones, recomendar inéditos, definir estéticas. En el mes de febrero de ese 1969 Leonardo Bettanín, editor de la revista Persona, lo escuchaba discurrir en El Paulista de Corrientes y Rodríguez Peña para el número quince de su revista: “Cabrera Infante –empezaba el autor de Nanina– tiene más que ver con Lewis Carroll que con Carpentier. Rulfo es importante. Cien años de soledad me parece una artillería demagógica de la literatura establecida, es una imaginación que no ataca a nada”.
*Extraído de Osvaldo Lamborghini. Una biografía.
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