Hace un siglo Buenos Aires cayó en el colapso. Azotada por un fantasma mortífero de tez amarilla su ajetreo de metrópoli en ascenso fue aventado por el pánico, dejando el silencio de una ciudad vacía, donde los sobrevivientes huían a cualquier lado por millares y los muertos, que ya no se contaban,
eran dejados atrás como horribles cuerpos malditos.
Miguel Ángel Scenna
Cuando murió Buenos Aires (1974)
El exhaustivo libro de Miguel Ángel Scenna sobre la fiebre amarilla que asoló Buenos Aires en 1871 registra el origen trágico del dispositivo sanitario que todavía hoy sigue sin resolver el problema de la organización terapéutica de todo aquello que el desarrollo del saber médico propone. Antes de 1871 la viruela (y hasta la escarlatina, la rubeola, la disentería, la fiebre tifoidea, la gastroenteritis) podía producir epidemias mortales.
Durante la fiebre amarilla, en seis meses, se cuentan más de trece mil muertos: la municipalidad despierta, entonces, y comienza el equipamiento sanitario. Hasta ese momento no había limpieza ni cloacas: las calles estaban tapadas de basura y se transformaban, con las lluvias, en lagunas de agua estancada. Pero, como lo señala Guy Bourdé:
En menos de veinte años, Buenos Aires realiza una mutación notable en el dominio de la salud: la misma que las ciudades de Europa occidental tardaron un siglo en llevar a cabo. El desarrollo decisivo data de la federalización. El intendente Torcuato de Alvear, en funciones de 1879 a 1887, se rodea de un equipo de médicos (G. Rawson, E. Coni, A. Crespo, J. Ramos Mejía) que concibe un vasto plan de saneamiento y equipamiento hospitalario. (1)
Este equipamiento quiere hacer de Buenos Aires, según palabras de Rawson, “la ciudad más sana del mundo”: las tasas de mortalidad apremian. El gobierno y la municipalidad sanean la ciudad: se realizan grandes obras de extracción de agua, de cloacas, de pavimentación y de vías públicas. Se crea el Departamento Nacional de Higiene y Asistencia Pública. Además, se construyen —entre 1870 y 1880— quince hospitales. Desaparecen las grandes epidemias, disminuyen las enfermedades infecciosas, la tasa de mortalidad baja en un 50%.
Edward Jenner (1749-1823) descubre la vacunación en 1798: allí comienza la bacteriología que, pasando por la teoría de los gérmenes de Pasteur, consigue su más resonante éxito con los descubrimientos de Robert Koch (1843-1910), después de haber sido fundada por el botánico alemán Ferdinand J. Cohn (1828-1898) (2).
Los insectos, la alimentación, la creación de “anticuerpos”, los bacilos, los gérmenes, las vitaminas, etcétera. Puede trazarse una red sanitaria eficaz, pueden prevenirse y hasta evitarse ciertas enfermedades. Se entiende la posibilidad de una práctica de la higiene pensada en función de la organización urbana y de las condiciones que deben cumplirse. Pero, ¿cómo se deduce de aquí una “psicohigiene”?, ¿cómo se traducen por analogía estos éxitos a la prevención de la llamada “salud mental”? La psiquiatría, de entrada, se contagió de optimismo por los éxitos logrados en el campo de la sanidad biológica. ¿Por qué no aislar el “bacilo” de la esquizofrenia?, ¿por qué no vacunar contra la locura? Filium —una organización dirigida por Arnaldo Rascovsky— publicó hace tiempo un afiche donde se mostraba la forma de “producir” un hijo esquizofrénico. Los factores enumerados surgen de una analogía con aquellos que efectivamente son detectados por la bacteriología. Aquí los “gérmenes” de la enfermedad son ciertas conductas de los padres. Esas conductas, a su vez, se regulan por cierto deseo filicida que se expresa en una serie de mensajes dobles (descuidos, abandonos, etcétera). Difundir una cierta “psicohigiene”, incluso cierta “sexología”, no supone que la etiología de la “enfermedad mental” sean las conductas que se proponen como nocivas. Como mucho, quizás se pueda demostrar que actúan como causas concurrentes. ¿Por qué decir esto? Es sabido que la psicopatología carece de cualquier rigor, y que las epidemias que se conocen resultan ser epidemias de clasificación (por ejemplo, porque los norteamericanos llaman esquizofrenia a cualquier cosa, encuentran que la misma aumenta a medida que ellos generalizan su diagnóstico).
La universalidad del complejo no es la singularidad del síntoma, que no se reduce a una serie nociva de impresiones traumáticas que podrían desaparecer al modificar voluntariamente el deseo de los sujetos. ¿Cómo haría una madre para amar a su hijo, si en realidad no lo ama? Lo que los norteamericanos llaman mensajes dobles es el efecto de unas relaciones parentales y sociales. Una cultura que enseña cómo desear, convierte al deseo en un deber. La madre que aprendió con el doctor Spock lo que debe sentir frente a su hijo, solo desea obedecer al doctor Spock (y nada sabemos del deseo en relación con su hijo). La difusión de un cierto saber —por ejemplo, las notas sobre psicología que los medios reiteran— puede modificar la interpretación de ciertas cosas, pero jamás hacer que el sujeto modifique la causa de su deseo.
El hecho de que el mismo espacioy/o la misma palabra designe el lugar donde van los locos y donde van los enfermos produce un deslizamiento. Pero un hospital no es un manicomio, y lo que vale para la organización sanitaria del primero, no enseña nada sobre lo que debería hacerse en el segundo.
Bleuler partía de la idea de que la externalización es el objetivo de cualquier internación “psiquiátrica” y alertaba sobre el abuso profesional hacia la familia del loco (como la misma es “culpable”, puede pagar cualquier cosa por cualquier cosa). Con el tiempo, lo que para Bleuler era la tentación de una ambición profesional se convirtió en teoría respetable: el loco es un emergente de la familia. El loco se hace cargo, el loco es un héroe. No cualquier loco: la antipsiquiatría hace del esquizofrénico el héroe, del paranoico un maligno.
La gran epidemia de 1871 fue un hecho, las medidas sanitarias que se desplegaron también. El éxito de la vacunación, de la higiene, de la alimentación “racional”, se puede medir por la disminución de la tasa de mortalidad. Pero la paradoja es que el éxito de la “psicohigiene” consiste en denunciar un aumento de la enfermedad de la que se ocupa. Quizás por esto, en una divertida inversión, se hable de trabajadores de la salud mental y nunca de trabajadores de la enfermedad mental. ¿Se trabaja para la salud, se trabaja contra la enfermedad? Dado que todos están de acuerdo en decir que la “salud” y la “enfermedad” mental no pueden definirse sino en relación con ciertas pautas sociales, podemos hacer otra pregunta: ¿se trabaja por el cumplimiento de esas pautas, se trabaja para suprimir un cierto sufrimiento?
Patógeno es lo que engendra el sufrimiento: ¿Qué es el sufrimiento mental? Freud decía que el dolor físico es producto de una percepción y que el sufrimiento psíquico lo es de una representación (no se puede confundir, por ejemplo, la angustia que se produce al evocar un acontecimiento doloroso, con el dolor de ese acontecimiento).
La medicina tiene resuelto un problema: al suprimir el dolor de un cuerpo, al permitirle el pleno ejercicio de sus “funciones”, produce un bien que es reconocido a la vez por la sociedad y por el sujeto.
El sujeto será útil para sí y en la misma medida lo será para los otros. ¿Pero es siempre este el desenlace de un sufrimiento psíquico? Cuando pasamos de la medicina a la psiquiatría las cosas se complican, cuando pasamos de la psiquiatría a la psicología, se confunden. La psiquiatría, en ciertos casos, podría mostrar que opera -por la farmacopea- sobre el sufrimiento y también sobre la conducta. Ciertas conductas que molestan a los otros, ciertos sufrimientos que el sujeto no soporta, pueden ceder mediante estrategias combinadas. La depresión/la ansiedad: he aquí los polos de la medicación psiquiátrica. Si alguien dijera que de esta manera “obtura un discurso”, también puede demostrar que en algunos casos es una condición necesaria para que algún discurso se articule.
Habrá que diferenciar entre las condiciones sanitarias del problema de hábitat pensado ya por Pinel y resuelto —en cierto momento— en forma excepcional en la Argentina por Domingo Cabred y las condiciones jurídicas del “loco” y el tratamiento que ellas hacen posible.
Supongamos que un adecuado dispositivo sanitario resolviera el problema de las “condiciones materiales” de una reclusión demandada por el sujeto, por su familia o por la sociedad a través de cierto aparato jurídico (los problemas que se plantea la criminología).
¿Qué se hará entonces con el loco? La antipsiquiatría responde: nada. La locura es un viaje y el sujeto necesita las condiciones necesarias para realizarlo sin que, durante ese lapso, sea segregado por la sociedad. La psiquiatría responde a la inversa: se hará algo. El activismo del psiquiatra parte del pensamiento médico, la pasividad del antipsiquiatra se “inspira” en el psicoanálisis.
Pero la medicina no sabe qué hacer con la locura y el loco no piensa hacer nada con el psicoanálisis. Freud en este punto era irreductible: donde hay transferencia de saber no hay solo locura, donde falta dicha transferencia de saber no hay análisis.
¿Qué otra nosografía necesita la práctica analítica? Para esa práctica ninguna, en esa práctica aparecen ciertos lugares y discursos. Es difícil, entonces, definir como campo “psico” algo que sea equivalente a la epidemia en el campo “soma”. Sin embargo, para Freud existe esa epidemia: es la trama libidinal del discurso de una sociedad en cierta articulación histórica de la causa de su deseo (por ejemplo, la religión en cierto momento). ¿Qué psicohigiene se puede difundir? Se verá entonces una confusión que conduce a la psicología: una reeducación del ya educado. El psicoanálisis, entonces, podría definirse como una “sexología” que transmite -sea en el diván, sea en el libro- las nuevas normas sexuales por las que debe regirse la ciudadanía según los “descubrimientos” que la ciencia realiza. Las reglas de higiene mental que serían, en realidad, ciertas ideas sobre la mente. Las reglas de higiene sexual que serían, en realidad, ciertas ideas sobre el sexo. Esta “psicohigiene”, en vez de promover anticuerpos para las supuestas enfermedades, sería la promotora de ciertos antigoces definidos como placeres necesarios.
El tema de la frigidez es un buen ejemplo: confrontada con un saber que dice lo que se debe sentir en un orgasmo, nunca falta una mujer que -satisfecha hasta entonces- se descubre incapaz de estar a la altura de semejante felicidad. O ese otro -la costumbre le llama obsesivo- que se descubre “enfermo” de precoz después de cronometrarse en relación con el tiempo óptimo que alguna estadística propone como saludable.
Estos efectos de sugestión, que un análisis quiere disolver, se propagan mediante una cierta transferencia de saber sobre el significante ciencia (el ciudadano cree en la ciencia). Resolver el problema sanitario (condiciones de hábitat y de intercambios de los recluidos y los otros) no es resolver el problema del tratamiento.
(1) Guy Bourdé, Buenos Aires: urbanización e inmigración, Buenos
Aires, Huemul, 1977.
(2) Isaac Asimov, Breve historia de la Biología, Buenos Aires,
Eudeba, 1975
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