Se ha dicho que hablar de mujer niña es un pleonasmo, puesto que en cada mujer se busca una niña: esa eterna menor que consagra el Código Napoleónico. Pero si en la mujer se busca una niña, ¿qué se busca en esta última? Sigmund Freud logró saberlo, reflexionando sobre los avatares de un triángulo amoroso cuyo escenario fueron los cafés de Viena mucho antes de que la ciudad fuera transfigurada por el ascenso del nazismo. Los protagonistas de ese triángulo fueron Fritz Wittels (el médico vienés que en 1905 entró en contacto con el círculo de Sigmund Freud y con la revista Die Fackel), Karl Kraus (el célebre escritor satírico y editor de la mencionada revista) y una joven de diecisiete años llamada Irma Karczewska, “inventada” como actriz por Kraus para suplir la muerte de Annie Kalmar, la actriz alemana que había sido su primer amor. El triángulo entre Wittels, Kraus y la Karczewska es uno de los ejes del libro Freud y la mujer niña (publicado en inglés en 1995 y traducido al español por Seix Barral), las memorias de Wittels, editadas y prologadas por el catedrático británico Edward Timms.
¿Por qué ignoramos a Fritz Wittels?
Cuando en marzo de 1932 la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York aceptó el reconocimiento otorgado por la asociación homóloga de Viena a Wittels (poco después éste ingresaría en las sociedades Psicoanalítica y Psiquiátrica de Estados Unidos), el médico austríaco ya cargaba con un azaroso itinerario en sus espaldas, que lo había llevado hasta el Nuevo Mundo a instalarse con su familia. Si bien Wittels llegaba a América con una biografía de Freud bajo el brazo (escrita en 1924), se había separado mucho antes del círculo del fundador del psicoanálisis y, una década más tarde, en 1920 (después de haber revistado como médico en diversos frentes de la Primera Guerra), había entrado en el análisis con Wilhelm Stekel, a quien Freud llamó “cerdo” en más de un idioma (es más: Freud se refería a Stekel y Adler como Max y Moritz, los dos niños crueles del famoso cuento humorístico de Wilhelm Busch). Para entonces, Freud también había roto con Karl Kraus, un adversario temible, después de algunos años de relaciones distantes, pero amistosas. Hasta el año 10, Wittels, que suponía que la palabra “ambivalencia” justificaba sus vacilaciones, escribía en la revista de Kraus a la vez que presentaba a Freud y los suyos un diagnóstico de las motivaciones neuróticas de su director.
Freud le escribe a Ferenczi lo que supone el secreto de Kraus: “Es un loco mediocre con un gran talento histriónico”. Un juicio imprudente. Lo cierto es que, para 1910, Wittels se proponía publicar una novela para elogiar a Irma, la “mujer niña”, y responder a los ataques aforísticos de Kraus contra el psicoanálisis y contra su persona. Ya se había roto la amistad entre ambos y Kraus, que alguna vez le había dicho que era el mejor escritor en lengua alemana, explicaba ahora que Wittels parecía bueno porque lo plagiaba.
La publicación de Ezequiel el forastero, la novela de Wittels, trató de ser evitada por Freud, quien después de leerla le dijo: “Condensaré mi veredicto en una frase: si no publica el libro no perderá nada, pero si lo publica lo perderá todo”. La decisión de Wittels fue rotunda: presentó su renuncia al círculo de Freud y publicó su libro. Kraus, por su parte, llevó el caso a los Tribunales. El grupo de Freud no quería saber nada con el escandaloso escriba y menos con el escándalo. A eso se debe que Wittels sea tan escasamente conocido a pesar de su trayectoria, sus publicaciones sobre psicoanálisis y su temprana defensa del aborto, las mujeres criminales y la libertad sexual, entre otros temas.
Irma la Dulce
En 1907 Kraus y Wittels están cerca, comparten noches en los cafés, escriben en Die Fackel. Wittels descuida la medicina, también el psicoanálisis. En 1908, con la muerte del padre de Wittels, se produce un mayor acercamiento a Freud y un progresivo alejamiento de Kraus, que concluye en la ruptura de 1910. Como también rompe con Freud por la misma fecha, Wittels se queda solo. Pero las cartas de Freud, incluidas en las memorias editadas por Edward Timms, muestran que éste le daba mucho más importancia al discípulo descarriado de la que uno pudiera imaginar por las versiones oficiales.
Por esas fechas, Kraus había entrado en una controversia con los redactores de Die Strunde, quienes buscaron en su vida privada argumentos para atacarlo. Entre estos periodistas figuraba un tal Samuel Wilder, más tarde célebre director de Hollywood con el nombre Billy Wilder (Edward Timms se pregunta si fue en esta ocasión que Wilder descubrió la historia de la prostituta ingenua que filmaría en 1963 con el título de Irma la Dulce). Die Stunde fue un enemigo ocasional, porque la constante lucha de Kraus era contra el periódico Neue Freie Presse, que decidía sobre el destino de los artistas mediante sus elogios y sus rechazos: Edward Hanslich hundía a Wagner y Max Nordau trataba de destruir a Ibsen, Nietzsche, Tolstoi y Zola, mientras Moriz Benedikt (director de Neue Freie Presse) dedicaba largos editoriales en las secciones financiera y política a “los reaccionarios convertidos en liberales por conveniencia, además de escribir una columna semanal sobre la bolsa” (la referencia velada aludía a Wittels). Para los lectores de la época era una fiesta la lectura paralela de estas furibundas piezas y las no menos furibundas parodias, críticas y agudezas de Die Fackel, cuyo director algunas veces se introduce en el diario enemigo, mediante el camuflaje de cartas de lector escritas con seudónimo.
Pero nada de eso interesaba mayormente a Irma Karczewska, demasiado ocupada por reemplazar el lugar de Annie Kalmar, quien había sido “promiscua, apasionada, alegre, despreocupada, borracha e inteligente sin ser culta”, según la descripción de Wittels. De hecho, el amor de Kraus por Annie lo había llevado a publicar el artículo “En alabanza de la prostituta”, donde predicaba el derecho y el deber de cada mujer a ser puta. La joven Irma fue una aparición para Kraus: no su cuerpo, pero sí sus facciones le recordaban a Annie, una auténtica hetaira griega. A los diecisiete años, Irma sólo se interesaba por las cosas del sexo, con una sofisticación asombrosa. Kraus se lo contó con tanto ardor a Wittels que éste se enamoró antes de conocerla. Habría que agregar que el gusto de Karl Kraus, según se sabía en los cafés de Viena, era recibir una mujer cuando salía de los brazos de otro hombre.
Aquella hija de un portero de los arrabales de Viena lucía con gracia las joyas y abrigos de pieles que le regalaba Kraus, para ofrecerla mejor a sus amigos. Wittels, por su parte, la cuidaba como médico, enfermero y amante. Por ejemplo, cuando Irma no bebía, la premiaba con dinero y entradas para el teatro. Y para retenerla en casa y que se acostase temprano, le regalaba azaleas rojas, caviar, binoculares para el teatro, medias, guantes y broches de todas clases: “Yo la tenía toda para mí, en la medida en que se puede monopolizar a una griega nacida a destiempo que no conocía más que un principio: no tener ninguno”, diría Wittels. Pero antes, en 1907, retrata a la creación favorita de Kraus en estos términos, en un vibrante artículo llamado “La mujer niña” que publicó en Die Fackel: “Se trata de una muchacha que posee un gran atractivo sexual, desarrollado con tanta precocidad que se ve forzada a iniciar su vida sexual siendo todavía una niña en otros aspectos. Durante toda su vida sexual sigue siendo una niña hipersexuada, incapaz de comprender el mundo civilizado de los adultos”. Además, la adornaba con alusiones a Helena de Troya, Lucrecia Borgia, Manon Lescaut y la Naná de Zola. Irma no entendía ni le interesaban esos bizantinos elogios; le bastaba para ser feliz saber que sus inclinaciones la inscribían en esa galería de nombres.
Poco antes de la ruptura, en una de las reuniones de los miércoles en el círculo de Freud, Wittels leyó su trabajo donde concluía que esta mujer niña era serena, y con una sensualidad sin lujuria, porque era una criatura libre de neurosis. Freud, un poco incómodo, respondió que era un perfecto andrajo (Haderlump) y agregó que no era intención del psicoanálisis crear desenfreno, sino ayudar a conocer y dominar la sexualidad. Irma no había pasado el examen.
En un viaje a Venecia (por entonces una colonia de Viena, prácticamente) Irma desplegó sus caprichos. Esa ciudad que para Kraus y Wittels se asociaba con Casanova, Byron y Shakespeare, era un aburrimiento para la hija del portero. En la playa, en vez de mirar el mar andaba detrás de Siegfried Wagner –hijo de Richard–, quien a su vez cortejaba a Isadora Duncan. No se interesó por los Tiziano, los Bellini y los Veronese; sí, en cambio, por las partes íntimas de una enorme estatua de Hércules. Exigió a Kraus un piano de caoba a media cola, hizo algunos escándalos que la colegiala de Gombrowicz y la Lolita de Nabokov hubiesen aplaudido.
Después del desastre de ese viaje, los dos caballeros vieneses trataron de que el famoso actor Alexander Girardi la recomendara a un gran director de Berlín llamado Kren. Irma era pésima actriz, tenía una voz imposible, pero igual logró ser recibida. Kraus le había inventado un pasado, así como quería inventarle un porvenir: era responsable de haberla separado de su ambiente y de haberla puesto a competir con las putas ricas del centro de Viena: “Kraus aún fingía estar extasiado por la divina belleza de la muchacha, pero en realidad no soportaba su cháchara y por ello la presentaba a más y más hombres, para que se la llevaran y la distrajeran”, escribe Wittels. Poco antes de la ruptura definitiva del triángulo, que se concretó en el escándalo de 1910, Kraus le contó un sueño a Wittels, un sueño que consideró un mal presagio: Benedikt, su archienemigo, el director de Neue Freie Presse, era saludado con una reverencia por Fritz Wittels. Poco después, Kraus convenció a Irma de que no aceptase la propuesta de casamiento hecha por Wittels, y redobló los ataques contra su ex compañero mediante filosos aforismos. Continuando con sus planes, casó a Irma con un industrial austríaco. Después de la Primera Guerra, ella volvería a casarse con un ingeniero, reincidiría por tercera vez en el matrimonio con un búlgaro y más tarde viviría con un tal Henri Triadou, que murió en 1926. A esos hombres hay que sumar a Frank Wedekind, que cuando estaba en Viena frecuentaba a Kraus y también cultivaba la pasión por la mujer niña (cuya versión, con el disimulado alias de Lulú, expone en dos de sus obras).
¿Dónde está mi padre?
Wittels decía que Kraus era su padre literario y Freud era su padre analítico (aunque su único paciente hasta aquel momento fuese el arquitecto Adolf Loos). Pero también tenía un padre biológico que murió en 1908, cuando Wittels tenía menos de treinta años: “El niño que llevamos dentro pregunta angustiado: ¿Dónde está mi padre?, y lo busca en todas aquellas personas a las que ha revestido de autoridad. Así que fui a ver a Freud y le dije que mi padre había muerto”. Freud le respondió: “Seguiremos juntos y trabajaremos juntos”. Wittels escribe entonces La miseria sexual. Se lo dedica a Freud, quien le dice que Kraus se vengará por eso. En efecto, Kraus escribe: “El psicoanálisis es la enfermedad para la que este medio pretende ser la cura” (la gracia del aforismo está en que la palabra “medio” se refiere tanto a Die Fackel como al psicoanálisis).
Ezequiel el forastero, la novela de Wittels, tiene un personaje llamado Benjamin Disgusting (“repugnante”, en inglés) que publica una revista con el título La napia gigante (en alusión a la considerable nariz de Kraus). La novela vendió varias ediciones, era una roman á clef transparente para los que frecuentaban los cafés de la bohéme. Le fue fácil a Kraus ganar el juicio en defensa del honor de Irma, quien contenta con su lugar de heroína fue a decirle a Wittels: “Yo le dije que aún estaba enamorada de ti, pero él me contestó: ¡Qué mal gusto!”.
¿Qué sacó Freud de este enredo? Las respuestas son varias: 1) que la mujer del otro interesa porque el perjuicio del tercero puede ser una condición sexual; 2) que la madre está en juego cuando se trata de redimir una mujer; 3) que la mujer niña, en su ambigüedad corporal, satisface tendencias masculinas y femeninas; 4) que la ambivalencia es una incapacidad de decidir entre el deseo y el ideal; 5) que las mujeres bellas, los criminales y las fieras fascinan nuestro narcicismo; y 6) que Estados Unidos ofrece una salida a quienes no resuelven estos problemas.
En cuanto a Wittels, luego de emigrar a América se ganó la vida como conferencista, becario investigador del Hospital Bellevue de la Universidad de Nueva York, psicoanalista asociado a la Universidad de Columbia, para terminar encontrándose en una posición insólita: como defensor de la ortodoxia freudiana frente a la psicología del yo de Heinz Hartman y la crítica feminista iniciada por Karen Horney.
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