Sigmund Freud habló del trauma como “el grano de arena en el centro de la perla psiconeurótica”: en la supuesta determinación psiconeurótica hay un grano de arena, un elemento que no entra en la causalidad que quiero otorgarle; un cuerpo extraño, el trauma. Subrayo la expresión “extraño”. Voy a dar un ejemplo simple. Un joven deportista, muy fuerte físicamente, a partir de un momento de perplejidad –no es algo que pueda localizar exactamente–, elabora una fobia respecto de cualquier tipo de enfrentamiento, independientemente de que el otro sea pequeño o grande. Acorde con esto desarrolla un carácter simpático y dulce, a veces tan simpático que alguien puede llegar a increparlo, provocando la paradoja de que precisamente eso con lo cual quiere evitar ciertas situaciones termina acercándolo a ellas. Ahora bien, el joven no sabe qué es lo que teme. Ahí tenemos la extrañeza, no es un temor racional. Evidentemente es una fobia: decir que se trate de cobardía sería un juicio moral, aun cuando este joven manifiesta una cobardía profunda, que le impide enfrentar a cualquiera, aunque sepa de antemano que no es un rival a quien temer. Esto ha marcado su vida durante años y años, llevándolo a evitar una serie de cosas. Ahí está el elemento de extrañeza. Si yo le pregunto: “¿Usted cómo explica esto que le pasa?”, él me contesta: “¡No tengo ninguna explicación!”. Es algo que lo avergüenza, algo que oculta y sobre lo cual no tiene explicación.
En 1932, Freud definió lo reprimido como una tierra extraña interna, al modo de una embajada que, si bien pertenece al territorio del país donde está el edificio, simultáneamente pertenece al país que representa. Un elemento extraterritorial dentro del propio territorio. Jacques Lacan llamará a eso extimidad, algo topológicamente extraño, una tierra extranjera interna. Ya en 1917 Freud había dicho que el yo no es amo en su propia casa. Estoy subrayando metáforas de extrañeza: “el grano de arena...”, “el cuerpo extraño del trauma”, “la tierra extranjera interna a uno mismo”, “el yo que no tiene dominio de sí”. Todas estas metáforas culminan en un concepto que Freud elabora: lo Unheimlich, palabra que ha sido traducida como “lo siniestro” y como “lo ominoso”. Los franceses la traducen como “inquietante extrañeza”, pero una traductora alemana observó que sería mejor “inquietante familiaridad”: lo inquietante no es lo que tiene de extraño, sino lo que tiene de familiar. Que exista algo extraño no tiene por qué ser inquietante pero, si está familiarmente ligado, es inquietante. Una observación similar hace Freud a propósito de la diferencia sexual, cuando dice que, si viniéramos de otro planeta y no tuviéramos cuerpo, nos llamaría la atención que seres tan semejantes sean diferentes en un punto tan interesante para ellos. Lo sexual siempre se presenta con una familiaridad inquietante. Dicho así, el trauma no es algo extraño que se enquista, sino algo familiar que se ha vuelto extraño en el encuentro con un acontecimiento exterior.
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Freud coloca el trauma entre un primer y un segundo tiempo: el primero está ubicado en la infancia, el segundo en la pubertad. Será ese segundo tiempo, actuando sobre el primero, lo que producirá el efecto traumático. Si ustedes tienen niños o los observaron, habrán notado que el pudor irrumpe de golpe. Por ejemplo, una niñita de dos años luce su vestido, la madre quiere cambiarla delante de la familia y, de pronto, por primera vez, tiene una reacción de vergüenza y pudor. Eso que el día anterior no significaba nada, hoy significa algo. Es que, en la infancia, hay muchos microprocesos de reconstitución. El cuerpo que el niño exhibe en un primer momento en forma inocente pasa a ser –en ese momento en que descubre que tiene un valor, aunque no sepa cuál, para la mirada de otro– objeto de vergüenza, y también de exhibición. El cambio se produce en esos instantes en los que aquello que podía pasar como algo sin valor empieza, retroactivamente, a cambiar de sentido. Es muy común que una persona adulta sienta vergüenza al contar cosas de las cuales no tuvo vergüenza cuando las hizo, siendo niño. Parece un contrasentido: si de niño no se avergonzaba, ahora que es adulto, habiendo vivido, ya con más experiencia, debería avergonzarse menos; sin embargo es a la inversa, el adulto se avergüenza del niño que fue. Se trata de los dos tiempos del trauma.
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Así como se dice que no habría ladrones sin policías, podemos afirmar que no habría ciertos traumas sin la gente que se ofrece para atenderlos. Me refiero a que mucha gente está tratando de pescar qué puede vender; puede ser estrés, depresión o lo que sea. Se juntan dos o tres y empiezan a marchar al grito de: “anorexia, anorexia”, “bulimia, bulimia”. Pero eso, ¿quiere decir algo? ¿O se trata de una serie de términos, que se usan vagamente con unos individuos a los que les gusta que les lean las manos? Uno siente como un cosquilleo, pone la mano y la gitana augura: “¡Larga vida!”, y uno, feliz, asiente: “Mentime que me gusta”. De esta manera, por ejemplo, si una mujer consulta por su tristeza y plantea que no sabe si irse de su casa o separarse, le señalan que tiene estrés. Evidentemente, no es lo mismo decir, como decía Jacques Lacan: “La depresión es una cobardía moral”, y preguntarse: “¿Qué cobardía moral cometo cuando estoy deprimido?”.
La fábrica de clientes es muy interesante, y existe. Como explicaba Marx, siempre hay una mercancía para un sujeto y un sujeto para esa mercancía. Recuerdo que cuando era joven, en el pueblo de Junín, tenía unos amigos, en una clínica, que habían comprado un aparato de radiología; como tenían que pagar el aparato, les pidieron a todos los médicos que, como regla general, mandaran a hacer radiografías. Por lo tanto, ante cualquier cosa, por ejemplo, alguien con un dedo torcido, inmediatamente indicaban: “¿Por qué no se hace una radiografía de tórax?”. ¡Nunca se hicieron tantas radiografías en la ciudad de Junín como en esa época! Sin embargo, a la gente no le disgustaba, la mayoría se prestaban sin inconvenientes, los ponían en un aparato, les mostraban la placa, después otro la leía, se llevaban la radiografía a su casa y así, paso a paso, a un precio módico, empezaban a ser parte del mundo.
Karl Marx, en la Introducción general a la crítica de la economía política, de 1857, explica que, si hay un sujeto para una mercancía, entonces hay una mercancía para un sujeto. Por ejemplo, a propósito de la cuestión mimética, el meme de usar el celular por la calle y sentirse el protagonista de una película moderna que cruza una avenida corriendo. Pero, cuando uno pasa cerca del que habla por el celular, nunca escucha algo extraordinario, sino cosas como: “Estoy a dos cuadras, ya llego”. En definitiva, lo que quiero subrayar es que no se trata de eso sino de otra cosa. Si está el aparato, ¿por qué no voy a necesitarlo? La mercancía hace a su cliente y después el cliente hace a la mercancía; Marx tiene razón. La publicidad es el arte de eso mismo, el arte de generar sujetos para una mercancía. Se fabrica la mercancía y después se fabrica quién la va a consumir. Por ejemplo, esas cosas, con distintos nombres, biopuritas, defensis, cosas inverosímiles que venden, y la gente se siente bien, cree en eso. Lacan decía: “Comemos significantes”. No es lo mismo comer un yogur miserable, que uno con biopuritas.
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Cuando en la Argentina tuvimos la crisis económica de diciembre de 2001, me dediqué durante un mes a anotar sueños de analizantes. Era algo extraordinario porque en todos se cumplía la regla freudiana del resto diurno. Por ejemplo, ningún sueño tomaba como traumática la situación social de la gente afectada por eso. Por ejemplo, una mujer que había quedado afectada por el problema, soñó que alguien entraba en su casa y la violaba sexualmente, transformando el resto diurno en cualquier otra cosa relacionada con la fantasmática de su vida. Simultáneamente, en aquel momento, recuerdo que la psiquiatría se había entusiasmado estableciendo todo tipo de diagnósticos: pánico, trauma, estrés.
Efectivamente, uno podría preguntarse ¿cómo tratar eso que es real? Si lo trato sociológicamente, organizando grupos de perjudicados, la singularidad se escapa. Por ejemplo, se escaparía la singularidad de la joven cuyo perjuicio personal es la resonancia de violación sexual que el hecho tiene para ella. Por esa razón, no puedo meter todo en el mismo saco. Por ejemplo, se hacen grupos para ancianos, o grupos para gente que está sola, se organiza una fiesta y, a diferencia de lo que se creía, eso provoca la depresión generalizada. Es que, y es importante no olvidarlo, cada vez que uno homogeniza para decir “Somos todos...”, la mezcla, que hace interesantes las cosas, desaparece. No hay nada más triste que eso de “solos y solas”. Si me identifico con la palabra solos, ¿cómo me dirijo a otro?
* Fragmentos del libro Actualidad del trauma, que reúne lecciones dictadas en enero de 2004 (próxima aparición, ed. Grama).
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