La señorita Ana O., tratada por Breuer entre 1880 y 1882, impresionó tanto a Freud que llegó a contarle el caso a su maestro Charcot –quien, para su sorpresa, no mostró ningún interés–. En esa época, Freud estaba atraído por el “extraordinario fenómeno del amor”, fenómeno que hace que una persona llegue a tener una “singular representación de otra”. ¿El amor encuentra y/o produce las cualidades del amado? Cualquiera sea la respuesta, la singular representación se establece de manera persistente y produce tanto tristeza como alegría. Emmy von N., Elizabeth von R., la señora Cecilie M... Freud se encuentra una y otra vez con el relato de una mujer que, al cuidado de un pariente enfermo, se pierde en una ensoñación erótica. Además, Estudios sobre la histeria muestra una proliferación de mujeres que levantan actas contra la familia mientras confiesan, sin saberlo, el teatro privado del deseo que circula por sus fantasías.
Tíos, padres, maridos y hermanos –sin excluir novios y pretendientes– son sentados en el banquillo de los acusados: la virilidad no está a la altura de sus promesas.
Freud, impasible, sigue el camino de Flaubert –no olvidemos que Madame Bovary es cuarenta años anterior a Estudios sobre la histeria y que La tentación de San Antonio es de 1874– y no desespera ante las “fallas” que encuentra en los hombres, ni ante el enigma de la insatisfacción femenina. Si los ideólogos del siglo XVIII podían suponer que la supresión de la religión conduciría a una sexualidad liberada de la culpa, el siglo XIX presenta un catálogo de patologías sexuales. Por otra parte, la maternidad está perturbada por el amor romántico y la paternidad, por el amor-pasión. Freud pone un nombre a la incertidumbre sexual generalizada: bisexualidad. Eso significa que la identidad de cada sexo está a merced de las identificaciones, que cada uno es otro para sí.
Es difícil saber el impacto que tuvieron los planteos de Freud en aquella época, pero sabemos que en la nuestra, esas cosas –como la bisexualidad– son parte del espectáculo de la felicidad que se ofrece a la inercia de vidas que, como se grita en masa, la miran por TV. Mientras tanto, el término “inconsciente” recorre un camino y se incorpora al lenguaje cotidiano como falta de intención: es verdad, existen goces que nadie quiere y por eso se los llama adicciones. El inconsciente, antes de Freud, había sido estudiado por Lancelot Law Whyte, quien remonta esta noción hasta el siglo XVII, pero es el psicoanálisis que propone con este término algo diferente: el “aparato psíquico” descripto por Sigmund Freud no tiene nada del inconsciente místico, el inconsciente romántico, que tanto fascinó a Carl Gustav Jung. Fue necesario que la razón defendida por la Ilustración (N. de la R.: movimiento cultural europeo del siglo XVIII, caracterizado por su confianza en el poder de la razón y en la posibilidad de reorganizar la sociedad a base de principios racionales), y las pasiones del Romanticismo, mostraran algo de la nueva escisión en marcha, la nueva versión que la época propone de esas razones del corazón que la razón no entiende.
Wittgenstein escribió que Freud habla de la resistencia al psicoanálisis, pero que no habla de la seducción que provoca. Hoy no podría decirlo, puesto que Jacques Lacan –que convirtió a Freud en su precursor, en el sentido en que Borges habla de esta operación– expuso las razones de esa seducción. Más allá del gusto de su época, Freud amplió la razón ilustrada para incluir las pasiones románticas. Las primeras seducidas fueron las mujeres, excluidas de esa razón y molestas por el lugar que se les concedía: desde la célebre Lou Andreas Salomé hasta la influyente princesa Marie Bonaparte, una multitud de mujeres integraron el movimiento creado por Freud. Incluso en los momentos del feminismo radical, el psicoanálisis estuvo abierto a las colegas mujeres, que hoy son mayoría en todo el mundo. Las disidencias que existieron y existen no pueden ocultar esta nueva alianza, tan diferente de las que habían conocido las mujeres y los hombres hasta ese momento.
La invención del psicoanalista llevó su tiempo, pero su existencia social es un hecho difícil de historiar, porque su accionar cotidiano se realiza en el discreto silencio que rodea esta práctica. Y así tiene que ser, dado que el analista no impone sus temas, sino que los descubre y los elabora: por eso cambian con el gusto de la época.
Estaríamos menos interesados en nuestro antepasado Sigmund Freud, si algo que está en el aire dejara de anunciar que es también nuestro presente y nuestro porvenir. Ese algo es el “gusto”, el no sé qué, que dictamina lo que es perdurable y lo que es efímero. Es por eso que Jacques Lacan dice que el psicoanálisis no cayó del cielo, sino que caminó cierto tiempo “en las profundidades del gusto”.
Tampoco olvidemos, por nuestra parte, que la neurosis infantil que sobrevive en el adulto es lo que Kant llamaba “la minoría de edad” de quien no se guía por la razón y, en consecuencia, se deja tutelar por otro. La “tutela” del analista, en este sentido, actualiza a través de la transferencia esas figuras del pasado que encadenan a cada uno, con la finalidad de disolverlas. Lejos de hacer un culto de la memoria, el psicoanálisis dice que la repetición del que olvida le impide vivir su presente y programar su porvenir.
La temática de Freud es la del romanticismo, porque así llegaba hasta su consultorio. Pero la respuesta de Freud no era romántica. Era muy joven cuando le responde a un amigo, en una carta fechada el 21 de noviembre de 1906, que padece de un amor contrariado: “Tu estilo Sturm und Drang no me gusta”. Sturm und Drang (“Tormenta y empuje”) era el nombre de un movimiento romántico. Con el tiempo, Freud habló del Sturm und Drang de la adolescencia –no hay que olvidar la juventud de los héroes del romanticismo–.
“Minoría de edad”
“La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad.” Así comienza el artículo que, en 1784, Kant consagró a la definición de la Ilustración. Y continúa con que la incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. La incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia, sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella, sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! (“atrévete a saber”) ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la Ilustración. Esa incapacidad culpable, en Freud, se llama neurosis. No se trata de falta de inteligencia y mucho menos de falta de saber: el que reprime ya sabe, según el caso Dora. Se trata de falta de decisión y de valor, apreciación con la que Lacan acuerda con Freud.
Freud acepta de Kant la metáfora temporal de la minoridad de la neurosis, al punto de hablar de la neurosis adulta como neurosis infantil. El neurótico padece una “incapacidad culpable” para resolver un conflicto también propuesto por Kant. El neurótico está dividido entre sus derechos singulares –histeria– y sus deberes universales –obsesión–. El obsesivo, en particular, muestra este conflicto –recordemos que hay un fondo histérico en la obsesión–. Cuando Freud introduce la noción de “investigación sexual infantil”, cuyo resultado serán las fantasías que son tanto una respuesta al deseo como una forma de goce, habla a la vez de una pulsión de saber y de un fracaso del saber.
* Fragmentos de Derivas analíticas del siglo, de reciente aparición (ed. Unsam).
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