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Hace treinta años, con la muerte de Jacques Lacan, el psiquiatra que revolucionó profundamente el psicoanálisis, cayó el telón y el escenario está vacío, pero el deseo que lo animó hizo que su nombre sea inseparable de esa disciplina. El subtítulo de Vida de Lacan aclara que está escrito para la opinión ilustrada.
No es para los que se complacen con las supuestas revelaciones de los ―grandes hombres‖, en particular en lo que atañe a sus vidas privadas. No se encontrará en este libro de Jacques-Alain Miller (quien trabó una relación cercana con Lacan y luego, incluso, se casó con su hija Judith), nada al estilo Michel Onfray sobre Sigmund Freud, ni Elizabeth Roudinesco sobre Lacan.
Tampoco se trata de un libro críptico, sólo para especialistas en las arduas elaboraciones de Jacques Lacan (1901-1981). El subtítulo se dirige a la opinión capaz de formarse un juicio, la opinión que puede ser ilustrable, la opinión dispuesta a rectificarse.
Vida de Lacan es un librito de 44 páginas. A diferencia de La imitación de Cristo, tanto en Freud como en Lacan no hay nada que imitar; aunque cada uno de ellos sea un ejemplo cifrado, inagotable para sus lectores.
Vida de Lacan comienza con un apólogo: Dos mujeres jóvenes, indignadas por la difamación de la que es objeto Lacan, le reprochan a Miller su silencio. Miller, fundador de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, se pregunta: ―¿Por qué haberme callado? ¿Por qué no haber leído nada de esa literatura? Estudiando su enseñanza, redactando sus seminarios, siguiendo la estela de su pensamiento, había descuidado a su persona.
No conceder ninguna importancia a la personalidad singular de Lacan era, pues, algo que caía por su propio peso – es su comentario.
Eso no implica, sino al contrario, falta de atención al deseo de Lacan. En efecto, el deseo está situado en el campo del lenguaje, cifrado en sus modulaciones, requiere del deseo de quien lo descifra.
La discreción
En mi biblioteca puedo contar al menos quince testimonios sobre Jacques Lacan: van desde relatos de análisis hasta recopilación de dichos ingeniosos, sin olvidar el ―diario‖ de un control que duró hasta los últimos días de su vida. Y no cuento las historias –así, en plural– que perfeccionaron los rumores que lo acompañaron en su creciente notoriedad.
Aparto las monografías universitarias, las paráfrasis y elucubraciones en diversas lenguas que, al parecer, no se detendrán. Lejos de mí cualquier intento de evaluar algo de eso. Ya lo hizo Lacan, poco antes de morir, cuando dijo –cito de memoria– ―ustedes no saben cuánto se ha delirado sobre mí‖. ¿Qué es el delirio sino la exclusión entre lo real –rechazado, según Freud– y el lenguaje? Miller rodea lo real de la enseñanza de Lacan mediante precisiones que no deben nada a ese imaginario construido en torno a su figura.
El libro surge de clases del curso Orientación lacaniana, que Jacques-Alain Miller dicta desde hace más de tres décadas: ―... de repente –dice–, me encantó la idea de dar vida a este desecho, este caput mortum de mi Orientación lacaniana, quiero decir la persona de Lacan, encantado de hacerlo palpitar, de hacerlo bailar, tal como se hace vivir, palpitar y bailar conceptos y matemas. La comparación sorprende y a la vez dice lo que se propone: ―Mi deseo era darle vida –vida para ustedes que viven después de él, ya que, al parecer, leer su seminario, ese monólogo pronunciado en el escenario cada semana, durante casi treinta años, no basta para hacérselos ver en la densidad de su presencia y la extravagancia de su deseo.
El monólogo de Lacan tenía una audiencia; el diálogo era solitario –diálogo con los muertos, llamaba Quevedo a la lectura– y encontramos sus huellas en la trama de su enseñanza. Al exponer ese diálogo mediante su monólogo crea la ocasión de que cada uno aprenda: ―... se dirigía a los que estaban ahí –escribe Miller–, tal como eran a fin de llevar a ese pequeño pueblo a comprender lo que él había comprendido, ya que esta transmisión formaba parte de su felicidad como la de Spinoza. Lo compara con Zelig, el personaje de Woody Allen, que tiene la facultad de transformarse en cualquiera.
Miller comenta que la máxima de René Descartes que habla de cambiar el deseo en vez del orden del mundo no estaba hecha para Lacan. No se dejaba distraer por los otros: ―Con todo, lo que Lacan representa, incluso vagamente, lo que designa con este nombre sigue siendo todavía hoy en día deshonrado por todos los que se arrastran para hacer carrera, los furiosos del conformismo, identificados hasta los huesos con sus insignias, medallas de chocolate, funciones sociales o simulacros cool, sin hablar de aquellos que se travisten de portavoces de la humanidad, de su buen sentido, o del espíritu increado del mundo, para vituperar los supuestos vicios de Lacan, encarnizados como están en crearle la peor de las malas reputaciones.
Si uno lee con el cuidado de seguir las modulaciones de su dialéctica, entenderá que lejos de condenar la ―maldad‖ del Otro, Miller subraya al hombre de deseo con sus síntomas, su inconsciente y lo ―tonto de sus goces. Con su encanto y su impaciencia. Esa otra cosa que lo ocupaba pasaba por los otros, pero no se detenía en ellos. El deseo es sociable, para bien y para mal. En cada uno. Y Lacan lo sabía; Miller lo dice con la discreción elegida para el caso.
El teatro y la escena
En Caracas define a sus lectores como los que no soportaron ―la pantalla de su cuerpo, y que podrían producir un progreso en los matemas. Hasta ahora no ocurrió: ―En la escena del seminario, es cierto que Lacan concedía algo de cara al teatro pero, a su manera de ver, era finalmente para que eso pase, eso que tenía que decir, en el momento de decirlo‖.
¿Por qué los matemas?: ―... esta vía implica por sí misma cierta desaparición del sujeto y una borradura de la persona. No conceder ninguna importancia a la personalidad singular de Lacan era, pues, algo que caía por su propio peso (...). En suma, la vía del matema me había conducido a guardar silencio cuando habría tenido que hacer algo que mis dos jóvenes amigas llamaban defenderlo.
De este lado, del lado castellano, al comienzo la paráfrasis ocupó el lugar de los matemas ausentes que cuando aparecieron por un tiempo cumplieron una función decorativa. ¿Qué podíamos entender?. La tensión entre matema y retórica acompaña a Jacques Lacan, también a Jacques-Alain Miller. ¿Cómo hacer bailar, de otra manera, a conceptos y matemas?. Esos matemas se valen del álgebra, de la lógica y de la topología y, ahora, la pantalla del cuerpo encuentra en ausencia una figura en los efectos del lenguaje, en las figuras de su retórica.
―El único nombre propio es en todo caso –dice en 1976– el mío. Es la extensión de Lacan a lo simbólico, a lo imaginario y a lo real, lo que permite a estos tres términos consistir. Y no estoy especialmente orgulloso de eso‖. ¿Hay algo más cómico que el cliché ―Freud puro, acuñado para separarlo de quien instaló su nombre en nuestro tiempo, al convertirlo en el antecedente de su propia enseñanza? El Lacan del siglo XXI, como el Marx del siglo XX, habrá sido al fin, lo que hagan con su legado quienes entienden que esta historia no es lineal, que Sigmund Freud se ha convertido en precursor de un retorno ocurrido después de su muerte.
Este librito, está de más decirlo, no es una biografía: toma su ejemplo de las ―vidas paralelas‖ narradas por
Plutarco: y así pues –concluye Miller– se habla entre líneas, de modo que sólo sea oído por aquellos que
deben oír. Y cuando nadie debe oír nada, no se dice nada.
A buen entendedor...
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