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Ejercicios espirituales

La auto-observación en clave ignaciana

 

En primer lugar, quiero agradecer a Germán García la propuesta de los temas para este Coloquio que lleva por título (también propuesto por él) “El block maravilloso”, punto de capitón de lo que charlamos en una reunión entusiasta, muy divertida y en la que ubicamos el conjunto de estos temas en una perspectiva psicoanalítica.

San Ignacio de Loyola . No en vano se lo ha llamado Ignacio el Santo del magis. Es éste el adverbio del enamorado: más, más gloria. De ahí el lema que dio a la Orden fundada por él: A.M.D.G., ad maiorem Dei gloriam, “a la mayor gloria de Dios”, la Orden de los Jesuitas, creada sobre un modelo militar, con jerarquías y rangos similares.

Autor, en el siglo XVI, de los Ejercicios espirituales. Barthes dice de él así como también de Sade y Fourier “ninguno de los tres autores es respirable”. Es un hallazgo haber encontrado este juicio. Los tres, comenta Barthes, el escritor maldito, el gran utopista y el santo jesuita, hacen que el placer, la dicha y la comunicación dependan de un orden inflexible o, para ser más ofensivos aún, de una combinatoria. Igual voluptuosidad al clasificar, igual afán de delinear (el cuerpo crístico, el cuerpo victimal, el alma humana), igual obsesión enumerativa (contar los pecados, los suplicios, las pasiones y los yerros), igual tratamiento de la imagen (de la imitación, del cuadro, de la sesión), igual costura del sistema social, erótico, fantasmático. Cada uno profesa su fe: en la Naturaleza, en el Porvenir, en Dios. La ensambladura que traza Barthes no se corresponde a ninguna idea de trascendencia, es decir que el sádico, el impugnador y el místico no son recuperados por el sadismo, la revolución y la religión, por el contrario se trata de una operación de extracción. De cada uno de esos discursos ya constituidos extrae “una nueva lengua”, una lengua fundante. “El rito -cito- exigido por nuestros tres autores, no es más que una forma de planificación: es el orden necesario para el placer, la felicidad, la interlocución divina”. Así la economía de cada sistema, el éxtasis sadiano, el júbilo fourierista, la indiferencia ignaciana nunca van más allá del lenguaje que los constituye.

En Loyola, la nueva lengua se construye a partir de cuatro operaciones: 1.Aislarse, es decir, procurarse un vacío material para elaborar una lengua por medio de la cual interrogar a la divinidad. 2. Articular, Loyola despedaza el cuerpo (vivido sucesivamente por cada uno de los cinco sentidos), así como delinea el relato crístico (dividido en “misterios”). 3. Ordenar. No sólo disponer signos elementales, sino someter la mística a un orden superior, que no es el de la sintaxis, sino el de la métrica. El nuevo discurso está provisto de un ordenador, Maestro de ceremonias: en San Ignacio es el director del retiro. 4. Teatralizar, es decir, volver ilimitado el lenguaje. En tal sentido, Barthes advierte cómo a medida que el estilo se absorbe en escritura, la oración se deshace en fantasmática. En ese punto Loyola ya no es un santo.

El libro se divide en 370 indicaciones que abarcan: “Anotaciones”; “Ejercicios espirituales para vencer a sí mismo y ordenar su vida”; “cuatro Semanas”, divididas rigurosamente en escala ascendente hacia la ascensión de Cristo, en Primera, Segunda, Tercera y Cuarta; y un conjunto final de “Reglas” divididas en cinco cuestiones diferentes.

Observaciones barthesianas

Sobre la escritura:

En los ejercicios –escribe un Padre- “todo es laborioso, literariamente pobre”. Vale decir que su escritura escapa a las exigencias jesuíticas como herederos y propagadores de la retórica latina. Ese mito no es inocente. El descrédito de la forma sirve para exaltar la importancia del fondo. Decir: escribo mal quiere decir, pienso bien.

Sobre el texto:

Barthes distingue cuatro textos. El que San Ignacio dirige al director del retiro; este texto representa el nivel literal de la obra, su naturaleza objetiva, histórica. Otro semántico, el que el director dirige al ejercitante; la relación de los dos interlocutores, es aquí diferente, no es ya de lectura o enseñanza, sino de donación (Barthes compara esta relación con la del psicoanalista y el psicoanalizante). Luego, el texto alegórico, que es un texto actuado, compuesto con las meditaciones, los gestos y las prácticas impartidas por el director, dirigido a la divinidad. Y finalmente, el texto anagógico, con el que se alcanza el signo liberado por la divinidad. Es necesario ascender de la letra de los Ejercicios a su contenido, y luego a su acción, antes de alcanzar el sentido más profundo: la respuesta de Dios.

Barthes compara la relación entre el texto del director y el del ejercitante con la relación analítica. No obstante, se puede dar un paso más a partir de la disposición de los cuatro textos antes planteada. El lenguaje de los Ejercicios (el texto literal) está provisto de un ordenador, maestro de ceremonias: el director del retiro. Ese texto llega al ejercitante de modo indirecto y al término de la experiencia dará lugar o no (es una conquista por venir en la dramática de la interlocución, dice Barthes) a la invención de una nueva lengua. Sin duda es éste un paso más, próximo al dispositivo del pase, donde también está en juego la inventio, es decir una nueva disposición de los términos en juego.: “El ejercitante -observa con justeza- debe aceptar el trabajo enorme y sin embargo incierto de un constructor de lenguaje, de un logotécnico”. Lacan llamó a esto mismo, el bien decir.

Sobre la mántica, la imaginación y laarticulación:

El lenguaje que quiere constituir San Ignacio es un lenguaje de la interrogación, sometiendo la meditación religiosa a un trabajo metódico. Se trata de producir reglas generales que permitan al sujeto encontrar qué decir, es decir, con toda simplicidad, hablar. Este lenguaje de interpelación, comprende dos códigos: el de la pregunta que el hombre dirige a la divinidad y el de la respuesta de Dios. Con respecto a la estructura de la obra no se comprendía cómo las cuatro Semanas coincidían con las tres vías de la teología clásica (purgativa, iluminativa y unitiva). El número 4 –explica Barthes- remite a una figura binaria. Las cuatro Semanas se articulan en dos momentos, un antes y un después, en el centro (al cabo de la segunda Semana) un acto de libertad, hacer elección, dice San Ignacio. En la elección hay libertad y voluntad. Antes, son las condiciones de una buena elección; después, son las consecuencias; en el medio, la libertad, es decir, sustancialmente, nada. Como en toda mántica, ella consiste en determinar una elección, una decisión.

En los Ejercicios, el yo ignaciano es en verdad un shifter, su pura existencia locutoria (y el vacío psicológico) le aseguran una suerte de errancia a través de personas indefinidas. Mientras más nulo es lo imaginario del Santo, más fuerte es su imaginación (actividad voluntaria, energía de palabra, sistema formal de signos). “Contemplar”, “determinar”, “ver con los ojos de la imaginación”.

La imagen ignaciana no es una visión, es una vista (como en el arte del grabado: una “vista de Nápoles”). Una vista (“visual”) dentro de una secuencia narrativa. De este modo hizo de la imagen una unidad lingüística, el elemento de un código. Barthes la llama “ortodoxia de la imagen”, en tanto San Ignacio quiere fundar la imagen como unidad de un lenguaje que él construye y ya no como escala de una vía unitiva.

A la separación incesante, donde todo es dividido, subdividido, clasificado, corresponde la articulación. Separación / articulación / discernimiento / discretio. La teofanía que él busca es una semiofanía, lo que trata de obtener es el signo de Dios.

Ensamblajes:

El texto del ejercitante comporta dos grandes formas de ensamblaje: la repetición y el relato. En la repetición hay: “rumiadura” (el término es de San Ignacio), es una repetición literal; recapitulación (summatio); y repetición variada (volver a empezar un tema cambiando su punto de vista). En cuanto al relato: los “misterios” delineados por San Ignacio en el relato crístico tienen algo teatral que los emparenta con los misterios medievales. Son escenas que al ejercitante se le invita a vivir a la manera de un psicodrama. El teatro ignaciano es menos retórico que fantasmático: la “escena” es allí, en realidad, un “guión”.

 

En el Ulises de James Joyce

James Joyce (1882-1941). Ulises, escrita entre 1914 y 1921 y publicada en 1924, trasunta el paso por su formación jesuítica en el Conglowes Word Collage. En el penúltimo capítulo, al modo de los Ejercicios espirituales de San Ignacio, se suceden extensamente en un lenguaje de interpelación, preguntas y respuestas que no se atienen a un orden inflexivo, sino que más bien, discurren sobre temas infinitamente diversos. No obstante, el tono se vuelve implacable por la estricta sucesión de preguntas y respuestas. Leemos:

“¿Qué es lo que podría liberarlo eventualmente del concurso de tal mineral?

El descubrimiento independiente de un filón de oro de inagotable mineral.

¿Por qué razón meditaba él en proyectos tan difíciles de realizar?

Uno de sus axiomas era que meditaciones semejantes o recitados que él se hacía a sí mismo de narraciones que le concernían, o tranquila recapitulación del pasado, practicados habitualmente antes de retirarse por la noche, aligeraban la fatiga y daban por resultado un reposo profundo y una renovada vitalidad.

¿Qué temía?

La perpetración de homicidio o suicidio durante el sueño por una aberacción de la luz de la razón, inconmensurable inteligencia categórica situada en las circunvoluciones cerebrales”.

En la introducción a la novela publicada por C.S. Ediciones (1993), Germán García advierte que este “catecismo” [en el penúltimo capítulo] remite a la primera imagen del libro: Back Mulligan parodia una misa y trata a Esteban de “jesuita miedoso”; y luego cita una pregunta que plantea Jacques Lacan sobre la regla de San Ignacio: “¿No hay en el corazón de lo que se transmite a través de una cierta sabiduría humanista algo como un perinde ac cadaver, del mismo modo que un cadáver, oculto, que no está ahí donde se supone que ha de estar, a saber, en la presunta muerte que exigiría la regla de San Ignacio?”

Los Ejercicios recorren, literalmente, por un lado el cuerpo de Cristo siguiendo la memoria perceptiva de los cinco sentidos, y por otro su vida desde el nacimiento hasta su ascensión. Se trata entonces del pasaje por un cuerpo Jano signado por la gloria de la redención y al mismo tiempo por el sacrificio de la muerte. En el instante de su desaparición ese cuerpo también es cadáver. No está de más destacar que el Santo del magis escribe un conjunto de reglas para hacer posible el paso por una experiencia que se volverá acontecimiento en el propio cuerpo. Se trata, en definitiva, de una conquista, la de la invención de una lengua para dirigirse a la divinidad y preparar una respuesta posible.

Dice Esteban Dédalus: “En el vientre de la mujer el verbo se hace carne pero el espíritu creador de toda carne que pasa se convierte en la palabra que no pasará”. H.C.E. Iniciales entre muchas otras que entrelazan nombres comunes con nombres propios. En la introducción antes citada, García termina diciendo: “La obra revela su vocación: H.C.E. Hilvanar por las palabras (Nacheinander) Cuerpos que fueron Entremezclados (Nebeneinander) por el lenguaje”. De vuelta a San Ignacio con otra cita de Lacan: “la muerte en cuestión es la que está escondida detrás de la propia noción de humanismo ... Y hasta en ese término que intentan animar con el título de ciencias humanas, hay lo que llamaremos un cadáver en el armario”. En la novela: un hilo hilvana un entierro con imágenes de cadáveres; un parto con imágenes multiplicadas del padre; la sucesión padre-hijo con el hijo muerto (Rudy) y la creación de una obra –el embrión de Esteban, que perpetúa la obra por el nombre y excluye la descendencia carnal.

En la Filosofía antigua (griega y romana)

Los Ejercicios espirituales de Loyola tienen sus raíces en los ejercicios espirituales de la filosofía antigua. Pierre Hadot en su libro Exercicies spirituels et philosophie antique, sostiene que la askésis (el ejercicio) se introduce en el cristianismo por una corriente de escritores cristianos llamados “apologistas”, entre ellos Justino, que entienden al cristianismo como una filosofía. Clemente de Alejandría, Orígenes, Gregorio de Niza, Juan Crisóstomo hablan de nuestra filosofía o de la filosofía completa o de la filosofía según el Cristo. Hadot no tarda en advertir que se trata sólo de una corriente limitada históricamente. No obstante, el entrecruzamiento tuvo sus efectos en el cristianismo. Cuatro son los elementos de la filosofía helenística y romana que se transmiten al cristianismo: 1. prosochè o vigilancia de sí mismo (una característica del estoicismo y del platonismo. No es sólo conciencia moral, sino también conciencia cósmica. Esta actitud será fundamental en la vida monástica). 2. La atención sobre sí mismo que supone la práctica del examen de conciencia (se introduce en la tradición cristiana a través de Orígenes). 3. La prosochè supone también el dominio de sí, es decir, el dominio de la razón sobre las pasiones. 4. La apatheia, como perfección espiritual; en la espiritualidad monástica está ligada a la paz del alma, la ausencia de inquietud y a la tranquilidad. Según Porfirio, ésta resultaba del desprendimiento del alma en relación al cuerpo. Máximo el Confesor dice al respecto, conformemente a la filosofía del Cristo, hagamos de nuestra vida un ejercicio de la muerte. Gregorio de Niceno repite las palabras de Platón: vivir haciendo de esta vida un ejercicio de la muerte, separando tanto como sea posible el alma del cuerpo. Anachoresis, retirada, es el ejercicio de la muerte e huída del cuerpo. Encontramos en estos textos la huella platónica que Jacques Lacan advierte en una cierta sabiduría humanista, algo que permanece oculto, que está allí donde no ha de estar, perinde ac cadaver, así como un cadáver: la presunta muerte que exige la regla de San Ignacio y que se reconoce en la llamada indiferencia ignaciana.

En la práctica analítica

Barthes incluye en el exhaustivo análisis semiológico de Loyola tres aspectos más a los que denomina, “la contabiblidad”, “el equilibrio” y “la señal”. A contrapelo del discurso místico, San Ignacio se esmera tanto para llenar el espíritu de imágenes como los místicos (cristianos y budistas) para vaciarlos de ellas. Más bien parte de la idea de vacío o inexistencia de palabras e imágenes. Advertido por la enseñanza de J. Lacan, Barthes planteará el carácter obsesional de los Ejercicios que se manifiesta en el afán de contabilidad que se transmite al que practica el retiro: todo objeto intelectual o imaginario es roto, dividido, enumerado. También esa contabilidad es infinita porque engendra sus propias faltas. San Ignacio previó una técnica de contabilidad gráfica (incluyó en el texto el dibujo de un escaque con casilleros en blanco a los que se corresponden las iniciales de los días de la semana y dos palabras: ‘mañana’, ‘tarde’).

En los últimos ejercicios el esfuerzo riguroso estriba en determinar la elección final planteada en términos binarios. Aquí se pone a prueba la indiferencia ignaciana: una actitud comparable a la exacta medianía de una aguja de balanza. No querer nada por sí mismo. El balance exige sentirse indiferente. No queda más que una salida para ese diálogo con la divinidad que habla (pues las mociones son numerosas), pero no señala: hacer de la suspensión misma de la señal un signo. Esta última lectura de la ascesis es el respeto, la aceptación reverencial del silencio de Dios. Asentimiento dado no al signo sino a su ausencia. En este punto ya no hay pregunta ni respuesta. Esta mántica incluye así en su sistema este puesto vacío, la carencia de signo, su grado cero.

En “La dirección de la cura y los principios de su poder”, J. Lacan describe la obsesión del “Hombre de las ratas” al modo de la lengua ignaciana: “se necesita ante todo poseer la combinatoria general que preside los cambios a ojos vista del laberinto, porque unos y otros no faltan en esta neurosis, arquitectura de contrastes todavía no bastante observados y que no basta con atribuir a ciertas formas de fachadas”. Unos años antes, en “Variantes de la cura tipo”, llamará al proceso delirante que se desencadena en el trance obsesivo: “simulacro de redención”, intento desesperado del hijo por salvar al padre, a ese Otro que sin duda desea, pero no que responde porque no señala, no indica qué elegir. Barthes dice con tono lacaniano sobre el último tramo de la ascesis: Los Ejercicios provocan una neurosis cuya obsesión protege la sumisión del ejercitante (cristiano) con respecto a la divinidad.

Un estudio actual de Jacqueline Carroy sobre el caso psicológico y psicoanalítico en los finales del siglo XIX y comienzos del XX, pone en evidencia cómo estos ejercicios llegan al campo de la psicología espiritualista (Víctor Cousin) a través de la introspección que se intenta mejorar con los métodos de auto-observación, sea uno mismo el objeto de observación, o bien se invite a otros a observarse a si mismos. La otra vía que apunta es la de los sueños (Alfred Maury, J. Delboeuf, Gabriel Tarde, Freud) y la hipnosis (Charcot y Magnan) . Las observaciones hechas a partir de estos métodos inciden, así lo demuestra con documentos esta autora, en el tratamiento que se hará de los casos en los relatos clínicos, a los que siguen, desde posturas críticas otros contra relatos. En este punto el tema es otro.-

Adriana Testa

Barthes, Roland, Sade, Loyola, Fourier. Caracas. Monte Ávila, 1977, p. 9.

Ob.cit., p.7.

Ob. cit., p. 9

Ob. Cit., pp. 8-10

Ob. cit., p. 45

Ob. cit., pp. 47 y 48.

Ob. Cit., 50

Ob. cit., pp. 54 y 55.

Ob. cit., p. 73

Ob. cit., p. 59

Ob. cit., p. 68.

Joyce, James. Ulises. Buenos Aires..C.S.Ediciones, 1993, p. 683

Joyce, James. Ulises. Ob. cit., p. XII

Barthes, Roland. Ob. cit, pp. XVIII y XIII

Pierre Hadot. Exercices spirituels et philosophie antique. Paris. Albin Michel, 2002.

Barthes, Roland. Ob. Cit., pp. 75-82

Lacan, Jacques. En: Escritos 2. Ed. Siglo veintiuno. México. 1984, p.610 (el subrayado es nuestro).

Lacan, Jacques. En Escritos 1. Ed. Siglo veintiuno. México. 1984, p. 341.

Carroy, Jacqueline. “L’etude de cas psychologique et psychanalytique (XIXe siècle-début du XXe siècle)” en Penser par cas. Paris. Éditions de l’EHESS. 2005

 

 
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