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Y, cada tanto, Sade

 por Germán García

 

Si lo seguimos, no es más bien que el sadismo rechaza hacia el Otro el dolor de existir…?

Jacques Lacan, 1963.

 

“Y, cada tanto, Sade”, así llamé a la nota que escribí para la revista Babel, y que formó parte de un dossier sobre el Marqués realizado en el momento de la difusión del horror bajo el título de Nunca más (título equívoco cuando se lo descubre oxímoron). Ahora, con el mismo título, se trata de otra cosa.

El Sade que nos presenta Lucienne Frappier-Mazur es del siglo XXI. Ella pasa revista a las lecturas de Sade del siglo XX. Si bien fue publicado en 1991, la perspectiva feminista abierta a una minuciosa investigación retórica que no descuida la historia del género “novela”, y el esclarecimiento de las coordenadas políticas de las diferentes obras de Sade, convierten a este libro en algo de suma actualidad.

 

“La experiencia fisiológica demuestra que el dolor es de un ciclo más largo desde todo punto de vista que el placer, puesto que es una estimulación que lo provoca en el punto donde el placer termina. Por muy prolongado que se lo suponga, tiene sin embargo como el placer su término: es el desvanecimiento del sujeto. Tal es el dato vital que va a aprovechar el fantasma para fijar en lo sensible de la experiencia sadiana el deseo que aparece en su agente”.

Por el dolor, la lógica del fantasma se convierte en lógica sensible, que hace de la experiencia la temporalidad de un cálculo realizado por el deseo.

Ese cálculo supone un sujeto real – que no se reduce a Sade – en la trama de un discurso del que se vale el autor: “Como la teología en la Edad Media, la medicina tuvo durante la Ilustración el estatus de discurso magistral que infiltraba y regulaba toda otra comunicación. Los avances espectaculares del conocimiento médico se habían acelerado en tiempos de Sade, especialmente en Francia. Los médicos franceses (como Pierre-Jean-Georges Cabanis) estaban entre los reformadores y filósofos más activos y su pensamiento penetraba mucho más allá de los límites de la medicina y la salud pública: afectaba la educación, el gobierno y la ley. Era bastante común que esos escritores sostuvieran que la medicina estaba aportando la piedra angular de una filosofía del hombre completamente nueva. La medicina, entonces, no sólo infunde en las novelas de Sade un vocabulario técnico o algunas intuiciones misceláneas. Le ofrece la base para reorganizar radicalmente nuestra concepción de la naturaleza humana”.

La farmacia y la cirugía, las prácticas de la autopsia, el conocimiento de tumores, úlceras y abscesos encontrados en el interior del cuerpo, muestran el revés de horror que la belleza cubre: “El tratamiento del dolor y de la sexualidad en las novelas de Sade es una prolongación de esta nueva mirada clínica […] Examina la conducta sexual humana como un Linneo ligeramente encorvado, decidido a identificar y clasificar toda posible permutación del placer”.

Clement, el monje libertino de Justine, dice: “No existe sensación más vívida que el dolor; sus impresiones son ciertas, confiables, nunca engañan como esas del placer que las mujeres continuamente fingen y casi nunca experimentan”. La certeza del dolor, opuesta a la incertidumbre del placer, se realiza en el cuerpo del otro.

Gilles Deleuze habla de la actitud del erotismo para servir de espejo del mundo, pero la cuestión es más amplia. Alfred Metraux mostró que lo que acontece durante el embarazo es un espejo de lo que ocurre en el exterior: “Ni el padre ni la madre pueden, por ejemplo, montar a caballo o apretar una cincha: el vientre del niño se inflaría hasta su muerte […] Se recomienda al padre que se guarde de limpiar con una paja el tubo de una pipa; taparía la nariz del niño, que moriría asfixiado”.

El orden del proceso temporal que la naturaleza alberga en el cuerpo de la mujer está sujeto a una colisión con el orden social compartido con los hombres: cualquiera de los dos puede hacer peligrar al ser que sigue su formación invisible. Sade no es ajeno a este espejo, este espejismo, de una simetría entre lo que ocurre más allá de la mirada, en una mujer, y lo que describe como montajes de goce.

Lucienne Frappier-Mazur escribe: “Todos los símbolos de lo híbrido y de la indistinción se sitúan sobre el vértice maternal. Recuerdo o negación violenta de la fusión madre-niño, escapan a la ley del padre a medida que se oponen a toda forma de orden, de localización y de separación”.

¿Se trata de la “fusión” de dos seres o de la extraña transformación que se opera en una mujer antes de convertirse en madre? La couvade, que en Sade se vuelve bulimia, inclina la respuesta hacia una explicación donde la “ley del padre” no tendría mucho que hacer.

 

 

“Tal vez deseéis saber algo de mí. Bueno pues, no soy feliz, pero estoy bien. Eso es todo lo que puedo responder a un amigo que, espero, todavía se interesa por mí”.

Sade, 1806.

 

“Bueno pues, no soy feliz, pero estoy bien”, le responde el Marqués de Sade a su amigo, abogado y administrador, Gaufridy, en una carta que intenta suprimir la distancia que en los últimos años se había creado entre ellos.

Está claro, entonces, que la felicidad no se confunde para Sade con “estar bien”, ya que tiene otras exigencias: “Volvamos indistintamente a todo lo que nos inspiran las pasiones y así seremos siempre felices” [Rendos-nous indistinstement á tout ce que les passions nous inspirent, et nous serons toujours heureux]. Esta frase pertenece a La vérité (La verdad), un poema donde Sade expone de manera precisa su sistema, texto que no figura en los estudios sobre Sade a pesar de su publicación integral realizada por la editorial Pauvert (París, 1961). La edición bilingüe de la editorial Atuel (1995) tampoco contó con la rutina de los comentarios publicados en los suplementos y revistas culturales.

Según informa G. Lely en el prefacio a La vérité, el poema fue encontrado entre los papeles de La Mettrie, en un manuscrito autográfico inédito del Marqués de Sade: “En una rápida lectura de este poema filosófico y de las notas que lo acompañan, aparece inmediatamente lo específicamente sadista, tanto la expresión como la doctrina de la que el Marqués es autor, a pesar del nombre de La Mettrie bajo el que, por prudencia, creyó tener que esconderse. Pero el sólo aspecto del manuscrito, tachado y corregido, bastaría para identificarlo como una obra personal. En cuanto a la fecha de composición de La vérité, no hay ninguna observación decisiva que nos permita establecerla con certeza.

El examen de la escritura y del papel nos inclinaría a pensar que el poema vio la luz en La Bastilla, alrededor de 1777.”

Lely conjetura que la elección del nombre de La Mettrie –citado en Juliette- va contra las interpretaciones difamatorias de las que éste había sido objeto por parte de los otros filósofos. D’Holbach lo acusa, en su Sistema de la Naturaleza, por estar entre “quienes han negado la distinción del vicio y de la virtud”.

La Mettrie, dice Lely, “reivindicó para el individuo el derecho a gozar sin ninguna traba”. A la inversa que Sade, La Mettrie espera que el resultado sea un ser satisfecho, dulce y benévolo.

Pierre Naville –citado por Lely- afirma que las antinomias de la física materialista y de la moral utilitarista no se resuelven en La Mettrie, mientras que en D’Holbach y Diderot son abolidas en la búsqueda de un nuevo equilibrio social. En Sade, por su parte, estas antinomias explotan en un provecho individual que sería natural y son enemigas de las leyes de la sociedad.

La vérité es una sátira contra la religión, una apología lírica de los instintos amorales, donde el crimen aparece como un instrumento de la naturaleza, que al destruir trasmuta y multiplica.

Leemos en Juliette: “En suma, la materia no se destruye para adoptar nuevas formas, como tampoco lo hace un cuadrado de cera cuando alguien lo convierte en un círculo. Nada hay más natural que estas resurrecciones perpetuas, y no es menos habitual nacer dos veces que nacer una. Todo en el mundo es resurrección: las orugas se convierten en mariposas; una semilla resucita en forma de árbol; todos los animales enterrados en la tierra renacen en la hierba, las plantas, los gusanos, y alimentan a otros animales, con cuya sustancia acaban por fundirse”. Este panteísmo es el aliado de un cuerpo que no separa la certeza del dolor de las incertidumbres del placer y se sitúa más allá de cualquier alianza entre la moral utilitaria y la hedonista. Sade derrocha su fortuna, gasta sin cálculo; Sade flagela y se hace flagelar. El postulado de la “regeneración” lo convierte, según la expresión que Jacques Lacan toma de Whitehead, en “objeto eterno”.

La excelente biografía de Francine du Plessix Gray muestra que las travesuras de Sade no diferían de las de cualquier libertino, ni eran más atroces. En todo caso, Sade no asesinaba como algunos otros.

Cuando su padre murió siguió con su título de Marqués en vez de usar el de Conde que había heredado: conjeturo que eso le permitía continuar con su costumbre de estar lejos de la Corte, en tanto no soportaba inclinarse frente al Rey. A la inversa, en su castillo de La Coste había restaurado algunos hábitos de dominio inspirados en el siglo XI. Pero queremos hablar de lo que Sade escribía, no de lo que hacía, de su obra y no de su vida, de l’écriture de l’órgie más que de la orgía misma: “Se instituyen extraños ritos bajo el nombre de sacramentos”, explica Dolmancé. Se trata de hacer otra cosa con eso, se trata de instituir ritos antisacramentales.

El adolescente Sade vuelve de la Guerra de los Siete años convertido en un joven libertino. Había pasado por los rituales de la masacre y el sabor de la derrota. Antes había conocido la educación de su tío (monje libertino) y el rigor de los jesuitas (de quienes hereda su gusto por el teatro).

Sade no quiere saber nada con los rituales de la corte porque quiere establecer sus propias reglas de juego (su padre, también libertino, le reprocha una orgía donde estaba solo –sin ningún igual, quiere decir- con una comparsa de personas vulgares).

Los rituales de la religión y los rituales de la guerra convergen en los rituales de la orgía, como instrucción para el deleite: “Es imposible hacer siempre el mal. Privados del placer que nos causa, reemplacemos al menos esta sensación por la pequeña y fina maldad de no hacer jamás el bien” – son palabras de Dolmancé, dirigidas a una mujer de quince años, llamada Eugenia, que se está iniciando en los principios del libertinaje.

Sade y la escritura de la orgía, propone una lectura atenta a la intertextualidad histórica y a los procedimientos retóricos del autor. El novelista Sade había leído –como el Quijote los libros de caballería- las novelas eróticas de sus antecesores y contemporáneos y le parecían de poco interés. En cambio, en sus ideas sobre la novela, defiende a los trovadores contra los que suponen que sus fabliaux son imitaciones de los italianos: “[...]por el contrario se formaron entre nosotros; fue en la escuela de nuestros trovadores que Dante, Tasso, e incluso un poco Petrarca, esbozaron sus composiciones; casi todos los relatos de Bocaccio se encuentran en nuestras fabliaux. No ocurre igual con los españoles, instruidos en el arte de la ficción por los moros, que a su vez lo tenían de los griegos, de los que poseían todas las obras de este género, traducidas al árabe[...]”.

En cuanto a Cervantes, el elogio de Sade es contundente: “Que no se nos permita retroceder un instante para cumplir la promesa que hicimos de echar una ojeada sobre España. Ciertamente que si la caballería había inspirado a nuestros novelistas en Francia ¿a qué punto no se había igualmente subido a las cabezas allende de montes? El catálogo de la biblioteca de Don Quijote, agradablemente compuesto por Miguel Cervantes, lo demuestra evidentemente; pero por más que puedan existir, el célebre autor de las memorias del mayor loco que haya podido imaginar un novelista, no tenía seguramente rivales. Su inmortal obra, conocida en toda la tierra, traducida a todas las lenguas, y que debe considerarse la primera de todas las Novelas, posee indudablemente más que ninguna de ellas, el arte de narrar, de entremezclar agradablemente las aventuras, y particularmente el de instruir deleitando.

Subrayo el juicio de valor de saber porque muestra el acierto de la autora el comparar a Sade con los procedimientos de Cervantes en relación con el referente y la fantasía. Sade también quiere entremezclar las aventuras, también quiere instruir deleitando. Sade hizo su carrera en la Escuela de Caballería, donde obtuvo en 1755 el grado de Alférez del regimiento real, y fue Capitán del regimiento de Borgonia. Intervino en la Guerra de los siete años, donde supo estar a la altura de su función, pero no es eso lo que pasa a su literatura. Sus ejércitos están compuestos por mujeres a las que se pervierte y por libertinos que se dedican a “instruir deleitando”. La comparación con Cervantes así como la diferencia con sus temas, se encuentra para Sade en el núcleo de su concepción de la novela: “¿En qué pueblo debemos buscar la fuente de esta clase de obras y cuales son las más famosas? La opinión común cree descubrirla en los griegos. Pasa de allí a los moros de quienes las tomaron los españoles para transmitirla después a nuestros trovadores, de quienes la recibieron nuestros novelistas de caballería. Bien que yo respete esta filiación, y que me someta a ella en ocasiones, estoy lejos empero de adoptarla rigurosamente; es, en efecto, acto difícil en siglos en que los viajes eran tan poco conocidos, y las comunicaciones tan interrumpidas; hay modas, costumbres, gustos que no se transmiten; inherentes a todos los hombres, nacen naturalmente en ellos; por doquier existen, se encuentran huellas inevitables de esos gustos, de esas costumbres, de esas modas. No lo dudemos un instante: fue en los primeros parajes que reconocieron a los Dioses, donde las Novelas tuvieron su fuente y por consiguiente en Egipto cuna cierta de todos los cultos. Apenas los hombres hubieran sospechado unos seres inmortales, les hicieron actuar y hablar; a partir de entonces, he ahí las metamorfosis, las fábulas, las parábolas, las novelas; en una palabra, he ahí las obras de ficción, a partir de que la ficción se apodera de los hombres” .

Esta genealogía que comienza por la “cuna de todos los cultos” expande el concepto de ficción para abarcar a la religión, la guerra… el erotismo. Los pueblos, dice Sade, guiados por sus sacerdotes, pelean por fantásticas divinidades, después sustituyen esas supersticiones la defensa del Rey o de la patria: ponen a “los héroes en el lugar de los Dioses” entonces “se canta a los hijos de Marte como antes se habían celebrado los del cielo”.

Sade se aparta de la novela de caballería, como se aparta de la religión, por que ha descubierto su tema: “El hombre está sujeto a dos flaquezas que sostienen su existencia, y la caracterizan. En todas partes es preciso que rece, en todas partes es preciso que ame; y he aquí la base de todas la novelas; las ha hecho para pintar a los seres a quienes imploraba, las ha hecho para celebrar a quienes amaba.

El hombre imploraba a los Dioses, amaba a los Héroes. Imploraba por terror o esperanza, amaba los objetos “más reales” que despertaban sus sentimientos. “Los romanos, más propensos a la crítica, a la malicia, malignidad, que al amor o a la oración, se contentaron con algunas sátiras, como las de Petronio o de Varrón, que nos guardaremos muy bien de clasificar en el género de las Novelas”.

Pero es en una mujer, Madame de La Fayette, donde Sade encuentra a una precursora: “[…]nada tan interesante como Zaïde, nada tan agradable escrito como La Princesse de Cléves. Gentil y encantadora mujer, si las gracias sostenían tu pincel ¿no le era permitido el amor dirigirlo alguna vez?”. La pregunta es un reproche lisonjero que, después de nombrar a una serie de novelistas, explicita su fundamento: “[…]los escritores que aparecieron a continuación, sintieron que las soserías ya no divertían a un siglo pervertido por el regente, un siglo hastiado de las locuras caballerescas, de las extravagancias religiosas, y de la adoración de las mujeres; y encontrando más sencillo divertir a esas mujeres o corromperlas, que servirlas o incensarlas, crearon acontecimientos, escenas, conversaciones más acordes con el espíritu del día; rodearon de cinismo las inmoralidades, y si no instruyeron, al menos gustaron”.

Sade propone de nuevo las dos palabras del elogio a Cervantes: Instruir y gustar. En este sentido Las ciento veinte jornadas son comparables con el Quijote, de la misma manera que La filosofía en el tocador es el reverso del Emilio de Rousseau (autor citado en el libro por Madame de Saint-Ange).

Sade no va a lisonjear a las mujeres como suele hacerlo una novela de amor de la época, ni las va a corromper como en las novelas pornográficas de su época: las va a instruir. Al hacerlas hablar, hablará a través de ellas, como antes lo hizo Sócrates según David M. Halperin.

Instruir a esas mujeres mientras se goza con ellas, es el reverso de hacerse instruir por ellas. Sade no se dice instruido por Diótima, como Sócrates, porque más allá de los hombres y de las mujeres está la certeza “científica”.

Marcel Hénaff ha descrito las reducciones que operan en la trama narrativa: la fisiológico/quirúrgica, la maquínica, la aritmética, la combinatoria.

Los personajes masculinos hablan en nombre de este saber que los personajes femeninos autentifican, de la misma manera en que Diótima autentifica la palabra de Sócrates, las místicas, las palabras de los teólogos, y las histéricas las de los psicoanalistas. Es verdad que Sade deja hablar en primera persona a Juliette, Clairwil, Durand, Dubois y otras mujeres. Pero ellas son “mujeres” narradas por Sade, que pone palabras en sus bocas, bellezas en sus cuerpos, insaciabilidad en sus deseos, etcétera.

Annie Le Brun se pregunta “¿Por qué Juliette es una mujer?”. (Se) responde que las libertinas de Sade niegan “las conductas esperadas de la feminidad”. Pero Juliette, en particular, está en un contrapunto con su hermana Justine. La primera, libertina, vive en la dicha; la segunda, virtuosa, va de la desdicha a la ruina. Esta oposición entre la prosperidad del vicio y las desdichas de la virtud habría sido propuesta por el abad Nicolás Sylvestre Bergier, que había atacado en 1770 al iluminismo inmoralista.

La moral induce a la desdicha, la ilustración científica más allá de las abstracciones, resuena en un cuerpo que reclama su derecho al goce: es la filosofía en el tocador. Juliette, verdadera filósofa, no responde como mujer: “[…]pienso y hablo como Hobbes y como Montesquieu” dice (citada por Annie Le Brun) .

Lucienne Frappier-Mazur analiza el cuerpo entre lo erótico y lo social, entre el desorden y el ritual que propone la orgía al provocar y regular el exceso. Se trata de una indistinción ordenada donde los protocolos de la orgía conducen a la reducción de la mujer. Las jerarquías de la orgía ordenan las relaciones entre los sexos, como entre víctimas y verdugos. Este análisis ocupa la primera parte del libro y expone el trasfondo cultural y social de la producción sadiana.

La segunda parte estudia los recursos de Sade y para eso traza su estrategia de lectura a partir de los cuerpos, texto, parodia.

La autora combina el saber sobre los modelos de la novela, con su conocimiento de los estudios sobre Sade, su dominio de la retórica y las investigaciones literarias y algunas explicaciones psicoanalíticas que matizan sus conclusiones.

La noción de parodia le sirve para entrelazar escenas de la obra de Sade con los acontecimientos de la Revolución (no podemos olvidar a los cuatro libertinos de Las ciento veinte jornadas de Sodoma, en el momento de la redacción de una “legalidad al servicio del absoluto de las pasiones”). El narrador dice: “Con personas semejantes, los tesoros importaban poco, y en cuanto a los crímenes, se vivía entonces en un siglo en que estaban muy lejos de ser investigados y castigados como lo han sido después”.

Frappier-Mazur no ignora el libro de Annie Le Brun, pero le quita esa seriedad militante que “critica” los blanqueos anteriores de Sade (Bataille, Blanchot, Klossowski, etcétera) para proponer uno más radical: “Sade es seguramente el más prodigioso cerebro poético”.

Semejante afirmación revela una pasión por la propia cultura y la propia lengua, que parece ignorar que el castillo de Silling es declarado dos veces fuera de Francia y el Marqués – cuando muere su padre – no se convierte en Conde porque prefiere las libertades provenzales de su castillo de La Coste (territorio de una cultura protestante diezmada por el catolicismo).

No, Sade no es el más grande cerebro poético. Y lo sabe. Siguió la costumbre familiar de bautizar a su hija con el nombre Laure (Laura) en homenaje a una mítica mujer de la familia que según la leyenda había inspirado a Petrarca.

La Sodoma de Sade, el castillo de Silling, está en un lugar extranjero: “Para alcanzarlo, había que llegar primero a Basilea; se cruzaba el Rhin, pasado el cual el camino se estrechaba hasta el punto de que había que abandonar los carruajes. Poco después, se penetraba en la Selva Negra, en la que había que introducirse unas quince leguas por un camino difícil, tortuoso y absolutamente impracticable sin guía”.

Semejante aislamiento no tiene como finalidad practicar la poesía, sino realizar la parodia de una investigación empírica (las narradoras han “vivido” lo que cuentan, los libertinos “experimentan” los afectos lúbricos de sus relatos y realizan los actos correspondientes).

La verdad, el poema de Sade que Annie Le Brun tiene en cuenta, es la exposición de un sistema filosófico.

“Sodoma” es el espacio donde se realiza una práctica reversible que excluye la vagina y la reproducción. El ultraje al sexo de la mujer, la preferencia explícita de la sodomización entre hombres, muestra la “expropiación” para fines propios de lo que las mujeres relatan: “A los pies del trono había unas gradas sobre las que debían encontrarse los sujetos traídos para procurar calmar la irritación de los sentidos producida por los relatos”.

Los cuatro libertinos, guiados por una numerología a la que Sade era aficionado hasta la superstición, disponen a los participantes en cantidades iguales: “El lector, que ve lo molesto que estamos en estos comienzos para poner orden en nuestras materias, nos disculpará que le dejemos todavía bajo velo unos pequeños detalles”.

Las materias a las que se refiere son los diversos ejercicios de exploración de las pasiones, entre las que se incluyen comidas abundantes y variadas, descriptas con detalle.

En la introducción se propone la exploración de seiscientas pasiones, en cuatro grupos de ciento cincuenta: las sencillas / las singulares / las criminales / las diferentes torturas.

La diferencia entre los participantes, se agrupan de la siguiente manera: cuatro historiadoras (relatoras), ocho muchachas, ocho muchachos, ocho hombres bien dotados para la sodomía pasiva y cuatro criadas. Total: treinta y dos.

Las mujeres son advertidas: “A vosotras os corresponde discernir nuestros movimientos, nuestras miradas, nuestros gestos, aclarar su expresión, y sobre todo no equivocaros respecto de nuestros deseos. Supongamos, por ejemplo, que este deseo fuera el de ver una parte de vuestro cuerpo y llegarais torpemente a ofrecer otra: pensad hasta qué punto semejante error estorbaría nuestra imaginación y todo lo que se arriesga al enfriar la cabeza de un libertino que, supongo, espera un culo para eyacular y al que se le presenta estúpidamente una vulva. En general, ofreceos siempre muy poco por delante; recordad que esta parte infecta que la naturaleza sólo formó desatinadamente es siempre la que más nos repugna”. La cínica ironía de este párrafo se encuentra en el tono de las órdenes y se alterna con las descripciones de cuerpos, partes de cuerpos y actos que se realizan. Se le pide a Duclos, una de las narradoras, los máximos detalles para poder “juzgar la relación de la pasión […] con las costumbres y con el carácter del hombre”. La orgía es un laboratorio.

El presente libro concluye con la enumeración de diferentes cultos de Sade, después de recordar el análisis que hace de la reducción lingüística (Capítulo IV).

Para los surrealistas Sade es el humor negro y la revolución del inconsciente, para Bataille un místico del mal, para Klossowski un místico religioso. Barthes separa la obra, Blanchot subraya el espacio de escándalo. Para Simone de Beauvoir no se trata del autor, ni de la perversión sexual, sino de la elaboración de un sistema que transforma un destino psico-fisiológico en una elección ética.

Maurice Heine y Gilbert Lely lo elogian como una fuerza moral, después de mayo de 1968 se populariza una imagen de Sade como liberador, que exalta la felicidad del deseo.

Si bien Lucienne Frappier-Mazur nombra a Jacques Lacan, preferí dejar de lado su versión del psicoanálisis, ya que no es lo más estimulante de su libro. Sólo quiero recordar, para concluir, que Jacques Lacan habla de Sade en 1960 para subrayar las paradojas del “hombre del placer” que Las ciento veinte jornadas de Sodoma exponen hasta el martirio. En fin, habría que relacionar la ley y la narración en el orden sadiano.

 

Referencias

Lacan, Jacques. “Kant con Sade”. En: Escritos 2. Buenos Aires, Siglo XXI,

1975.

Ibíd.

Morris, David. La cultura del dolor. Santiago de Chile, Ed. Andrés Bello, 1993.

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Metraux, Alfred. Religión y magias indígenas de América del Sur. Madrid,

Aguilar, 1973.

Carta cit. en: Du Plessix Gray , Francine. Marqués de Sade: una vida. Buenos

Aires, Ediciones B, 2000.

Lely, G. “Prefacio”. En: Marqués de Sade. La vérité (La verdad), trad. por

Ricardo Zelarrayan, ed. bilingüe. Buenos Aires, Atuel-Anáfora, 1995.

Ibíd.

Sade, Marqués de. Juliette. Barcelona, Ed. Fundamentos, 1987.

Sade, Marqués de. Justine. Barcelona, Ed. Fundamentos, 1976.

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Sade, Marqués de. Ideas sobre la novela. Barcelona , Anagrama, 1971.

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Halperin, David M. ¿Por qué Diótima es una mujer? Córdoba (Argentina), Ed.

Literales, 1999.

Hénaff, Marcel. Sade: la invención del cuerpo libertino. Barcelona, Destino,

1980.

Le Brun, Annie. “¿Por qué Juliette es una mujer?” En: Revista Litoral, n. 32

(marzo 2002), La invención del sadismo, Córdoba (Argentina).

Sade, Marqués de. Las ciento veinte jornadas de Sodoma. Barcelona, Tusquets, 1991.

Le Brun, Annie. De pronto un bloque de abismo: Sade. Córdoba (Argentina),

Ed. Literales, 2002.

Sade, Marqués de. Las ciento veinte jornadas de Sodoma, ob.cit.

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Ibíd.

Cfr. Lacan, Jacques. La ética del psicoanálisis. Buenos Aires, Paidós, 1988.

Cfr. Mengue, Philippe. L’Ordre sadien. París, Ed. Kimé, 1996.

 
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