● Novedades
● Programa
● Círculos
● Coloquios
● Amigos de la Fundación Descartes - Archivo
● e-texts
● Biblioteca
● Librería
● Publicaciones
● Invitados
● Trayectoria
● Consejo de Administración
● Enlaces

 

German García
Archivo Virtual


 
Centro
Descartes
● Agenda
● Jornadas
● Curso de Germán García
● Enseñanzas de la Clínica
● Lacan-Freud, idas y vueltas
● Lecturas Críticas
● Cursos Breves
● Conferencias y debates
● La demanda institucional. Ateneo
● Actividades anteriores
● Consejo de Gestión


 
 
 

El psicoanálisis y las terapias milagrosas

por German García

 

Le livre noir de la psichanalyse , de varios autores, incluye un artículo de Filip Buekens, quien se pregunta por qué Jacques Lacan es oscuro. Es verdad que Jacques Lacan escribió que el inconsciente habla en cualquier figura de retórica y que suele ser preciosista, pero nunca identificó su estilo como enunciado por esa instancia. Cuando dijo “yo, la verdad, hablo” se trató de una prosopopeya que personifica a la verdad. Con eso no está todo dicho.

El 19 de enero de 1985 Jacques-Alain Miller, al realizar la apertura del Campo Freudiano en Barcelona, concluyó con un análisis del tema de la verdad donde, entre otras cosas, dice: “Esto es lo que yo he traducido para ustedes en términos de la verdad de la adecuación, que está del lado del discurso, y la verdad de la palabra, que está del lado de la palabra creadora”. Esa palabra creadora no es la revelación, en el sentido religioso, sino la resonancia (resón). En esa resón se cruzan, para decirlo al modo de Leo Strauss, “Jerusalen y Atenas” – un decir entre “revelación” y razón. Pero esa revelación, vaciada de su sentido trascendente se convierte en la resón, mientras que la razón para Lacan se escribe en fórmulas.

No se trata, como imagina Filip Buekens, de duplicar los procedimientos del inconsciente, sino de provocar resonancias que apuntan al vacío constitutivo del decir. La oscuridad de Jacques Lacan, más que una imitación de esa retórica que habla sola mientras el sujeto piensa, es un manejo consciente de la lengua que puede remitirse a lo que propone Kojeve en su reflexión sobre el emperador Juliano y el arte de escribir.

Por su parte, el arrepentido Mikel Borch-Jacobsen – en el mismo libro – se asombra de que Jacques Lacan sea diferente de Sigmund Freud, pero más se asombraría si entendiera (como lo hizo Jacques-Alain Miller) que también es diferente de sí, que su enseñanza contiene su contra-enseñanza.

Dejemos a Filip Buekens quien, después de todo, dirige su crítica a las elucubraciones que otros hicieron sobre el estilo de Jacques Lacan (Judith Gurevich, S. Barnard, Malcolm Macmillan, J.P. Muller, W.J. Richardson, Benvenuto y Roger Kennedy, Madan Sarup, S. Weber, M. Bowie, etcétera) y pasemos a lo que importa, a esas terapias milagrosas surgidas de un retorno del conductismo en una alianza alusiva con las ciencias cognitivas.

El milagro del síntoma

No es raro que algunos cristianos consideren caduca la noción de milagro, mientras que otros se muestran ávidos de maravillas. Pero el milagro no es sólo un desafío a las leyes naturales, también tiene un carácter de signo: “Esta subordinación del milagro a la palabra distingue los verdaderos milagros de las artimañas operadas por los magos y los falsos profetas” (Éxodo 7, 12…).

Pascal, por su parte, afirma: “Los milagros disciernen la doctrina, y la doctrina discierne los milagros”.

“Bases neurológicas de la religiosidad”, es el título de un artículo de Hans-Ferdinand Angel y Andreas Krauss publicado en la revista Mente y cerebro (versión castellana, Barcelona, junio 2005).

Allí se cuenta que la neuróloga Nina Azari realizó un experimento con doce voluntarios: seis se declararon ateos y otros seis cristianos practicantes. Era el año 2000, hacía dieciséis años que James B. Ashbrook (del Seminario teológico Garret de Evanston) había acuñado el término “neuroteología”, en un artículo aparecido en la revista de ciencia Zygon con el título “Neurotheology: The working Brain and the Work of Theology”.

¿Funciona la mente del ateo como la del creyente? Era la pregunta de Nina Azari: “El estudio muestra que los ateos presentan una reacción emocional ante la lectura de canciones infantiles, que se manifiesta en una alta actividad de su sistema límbico, es decir, de la zona de nuestro cerebro que es competente en el campo de nuestros sentimientos. A los cristianos, por el contrario, […] recitar el salmo los situaba en un estado religioso, como ellos lo llamaban”. En este caso trabajaban con intensidad otras zonas cerebrales muy diversas: el circuito frontal-parietal de la corteza. “De lo que se deduce que, en las experiencias religiosas, parece que se trata fundamentalmente de un proceso mental”.

La doctora Azari cayó en la cuenta de que la diferencia está en el valor que el “sistema religioso” tiene para los creyentes, experiencia que no existe en los ateos. Pero el experimento dice que los religiosos eran indiferentes a las canciones de los ateos, pero se olvida de lo que pasaba – si se hizo la prueba – con los salmos, en caso de ser recitados por ateos. De cualquier manera, lo que se prueba es que la inmersión o, si se prefiere, la evocación de diferentes juegos de lenguaje activa zonas diversas del cerebro. Estamos en la resón.

Los neuroteólogos, siempre tratando de descifrar las bases neurobiológicas de la religiosidad, recordaron que Hipócrates (siglo V a.C) llamaba a la epilepsia “enfermedad sagrada”. Y qué decir de Mahoma, a quien Alá le habló de un genio tutelar, o de Juana de Arco, a quien una voz divina le ordenó librar a Francia de los ingleses. San Pablo es sospechado de epilepsia: “[…] yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía ‘Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?’. Él respondió: ‘¿Quién eres, señor?’. Y él: ‘Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero, levántate, y entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer’” (Hechos de los Apóstoles, 9, 3-6). Los autores del artículo se preguntan: “¿En el caso de San Pablo, se trata de un paciente neurológico que, en el camino de Damasco, sufrió un ataque especialmente grave y se convirtió así en el pionero de la expansión del cristianismo más allá de las fronteras de Israel?”.

La neuroteología me inspiró el título, pero volví a encontrar el término en un dossier de la revista Sciences Humaines (n 168, febrero 2006, París). Se trata de la “hiperactivité”, en particular de los niños. Un familiar dice que la Ritalina es un “miracle”: disminuye la agitación, aumenta la concentración y sus efectos se registran en quince días.

¿Qué es la hiperactividad? La identificación del bacilo de Koch es suficiente para un diagnóstico de tuberculosis, pero con la hiperactividad las cosas son más difíciles.

Las primeras descripciones clínicas, al parecer, son las de Desiré J. Bourneville, en 1897 y las de J. Demoor en 1901. Es decir, no se puede tirar el niño con el agua de la bañera para oponerse a la medicación con Ritalina. No es una enfermedad inventada por los americanos. Como en tantas otras cosas, explotan algo que se descubrió primero en Francia, y después en Alemania.

El DSM IV habla de “trastorno deficitario de atención con hiperkinesia” (TDAH) y describe varios rasgos: el niño no escucha cuando se le habla, se distrae con facilidad, se olvida con frecuencia, se levanta en la clase, habla mucho, interrumpe a los otros. Distingue un subtipo con predominio de hiperactividad-impulsividad.

En el adulto desaparece la hiperactividad motriz, pero permanecen la falta de atención y la desorganización de las actividades.

Esa descripción sugiere los más variados diagnósticos: traumatismo, falta crónica de sueño, depresión, exigencias excesivas del entorno, familiares que viven en condiciones difíciles, la consabida falta de límites. Para el diagnóstico se atiende la historia de vida y la historia personal. El DSM IV tiene como condición suplementaria: aparición del síntoma antes de los siete años de edad, una duración superior a los seis meses, una aparición al menos en dos ámbitos diferentes (escuela, trabajo, juegos, deportes, etc.) y pruebas de manifestaciones clínicas en la vida social. Se agrega un examen para detectar otras perturbaciones: dislexia, angustia, depresión.

Se trata de matices, ya que no existe una frontera entre hiperactividad y actividad “normal”: están en juego la tolerancia del medio y las exigencias de la sociedad. Pero tolerancia y exigencia suponen la relación a alguna autoridad. No falta el equipo de antropólogos que teorizan la hiperactividad prehistórica como una ventaja de cazadores, vuelta obsoleta en una sociedad sedentaria.

Los psicoanalistas que trataron del tema (Winnicott, Diatkine, Bergés, Misés) hablaron sucesivamente de fallas en el lazo con la madre, de defensas maníacas contra la depresión, de alguna perturbación en el desarrollo corporal, del predominio de una relación de duelo, de una falta de seguridad interna. Es decir, por “algo” aparece el milagro de este síntoma. Por el otro lado, la imaginería médica propone las anomalías de la estructura cerebral, cuya causa sería el metabolismo de un neurotransmisor, la dopamina.

También habla de la carencia de ferritina. Los estudios cognitivos agregan un defecto en la inhibición de la respuesta, que perturba la función ejecutiva.

La genética, mediante el estudio de gemelos y de niños adoptados sitúa entre el 60 y el 98 por ciento la evidencia de genes sospechosos, ligados al metabolismo de la dopamina. Pero no ha identificado el gen de la hiperactividad.

Lo que queda del conductismo sospecha del entorno, del contexto familiar y la educación, del desarrollo psíquico, del tabaquismo de la madre durante el embarazo. Por el contrario, los colorantes alimenticios, bajo sospecha durante mucho tiempo, se han declarado inocentes.

En conclusión, la abundancia de causas manifiesta la ausencia de causa. Frente a esto, la terapia cognitiva-conductual, acompañada de medicamentos, se propone como una solución. Es decir, la sugestión conductora y la acción de los medicamentos.

El niño hiperactivo tiene energía, vivacidad y no le falta imaginación. Sufre la lentitud de los otros, no soporta la “clase”.

Otras clases

Ian Hacking escribe: “Podemos asimilar bastante bien cómo nuevas clases crean nuevas posibilidades de acción y de elección. Pero el pasado, como es obvio, ¡es algo que ya está fijo! No es así. Tal como diría Goodman, si se seleccionan clases nuevas, entonces el pasado puede tener lugar en un mundo nuevo. Los sucesos que han tenido lugar durante una vida se pueden ver ahora como sucesos de una nueva clase, una clase que tal vez no ha estado conceptualizada cuando se tuvo experiencia del suceso o se realizó el acto. Aquello de lo que tuvimos experiencia se recuerda otra vez y se piensa en unos términos en los que se podría haber pensado en aquel momento. Las experiencias no sólo se describen de otro modo, sino que se sienten de otro modo. Esto añade una notable profundidad a la visión de Goodman de que se hacen mundos al hacer clases”. Esta observación, si bien sólo vale para lo que John Searle llama “mundo en primera persona”, aquí puede despertar algunas observaciones. La hiperactividad del Marqués de Sade se trataba con la cárcel, la de los niños del siglo XIX con la flagelación (según era usual en los colegios ingleses, pero no solamente allí) la de los niños actuales se intenta tratar con Ritalina y/o vaselina terapéutica de cualquier tipo.

Hacer otra clase donde hiperactivos, superdotados, interesados en otras cosas formen un extraño mundo pos-familiar y pos-escolar, podría arrojar interesantes resultados. Porque, después de todo, el conductismo que se hace llamar “cognitivo” no hace otra cosa que aceptar los síntomas producidos por ciertas “clases” y trata de eliminarlos sin alterar las reglas de juego. La adaptación es el criterio, algunas veces subyacente y otras veces explícito.

En este sentido, el llamado trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) está dibujado a medida para las terapias cognitivo-conceptuales (TCC): la obsesión cognitiva y la compulsión conductual (con los cruces que convengan). Pero ¿dónde están las “ciencias cognitivas”?

Una cartografía

En el año 1988 Francisco Varela publicó Cognitive Science. A cartography of Current Ideas, libro traducido bajo el título Conocer. La cartografía de Francisco Varela incluye, de manera destacada, la Inteligencia Artificial y el cognitivismo. Agrega las neurociencias, la lingüística, la epistemología y la psicología cognitiva.

Como dijo Fodor, hablar de ciencias cognitivas sin la máquina de Turing, es como representar Hamlet sin el príncipe de Dinamarca. De ahí el lugar destacado de la Inteligencia Artificial, cosa que no se le escapó a Jacques Lacan en su conferencia “Psicoanálisis y cibernética” de 1955.

Incluso en 1973 podemos leer: “Admito que la computadora piense, pero ¿quién puede decir que sabe? Pues la fundación de un saber es que el goce de su ejercicio es el mismo que el de su adquisición”.

Entre los argumentos que A.M. Turing refuta, en la polémica sobre el pensamiento de las máquinas, se encuentra uno que llama solipsista, expuesto por el profesor Jefferson en 1949: “Ningún mecanismo podría experimentar placer, etc., etc.” Turing responde que la única manera de estar seguro de que la máquina piensa consiste en ser la máquina y sentirse uno mismo pensar: “En vez de argumentar continuamente sobre este punto, se suele mantener el cortés convenio de que todo el mundo piensa”. En la discusión se trata del pensar consciente y Turing define la conciencia como disposiciones y desplaza el asunto hacia la simulación, que llama “juego de la imitación”.

Hilary Putnam, uno de los “epistemólogos” de la cartografía de Francisco Varela, se refiere a la década del cincuenta en la Universidad de Princeton: “En aquella época, tenía por costumbre explicar la idea de la ‘máquina de Turing’ en mis cursos de lógica matemática. Me llamaba la atención el que en la obra de Turing, como en la teoría computacional actual, los ‘estados’ del ordenador imaginado (la máquina de Turing) fueran descritos de una manera muy distinta de la que es habitual en la ciencia física”.

La llamada filosofía de la mente sacaría de aquí la metáfora de que los estados mentales son estados computacionales del cerebro: se abstrae el hardware y se focaliza el software. Con lápiz y papel, con una antigua computadora mecánica o una electrónica moderna, se puede estar en el mismo estado computacional.

La metáfora rescata la imagen chomskiana del lenguaje como sistema recursivo que, en principio, puede reducirse a un código computacional.

Las funciones recursivas, expuestas por Alonzo Church y Alan Turing en la década de 1930, no eran desconocidas en el campo freudiano.

Jacques-Alain Miller, en un artículo que no habría que olvidar, muestra en que difieren los “algoritmos” del psicoanálisis de los que proponen estos autores: “Por qué llamar algoritmo al matema de las dos S superpuestas? Porque define su procedimiento automático que acepta cualquier signo como dato inicial y lo parte inevitablemente en dos. Opera, y con éxito, pues todo lo que es significante resiste de inmediato a la significación; prueben ustedes y se persuadirán de que un lenguaje se define por no comprenderse. Por ese este algoritmo es de una especie que no aparece en Church, Turing o Harkov: no ofrece ninguna solución salvo la de la continuidad entre S y s; sólo ofrece preguntas: convierte en problemáticos a todos los signos”.

Las terapias cognitivas-conductuales, en las antípodas, rescatan un lenguaje unívoco ya puesto en reserva en el año 2000 por uno de los propios. En efecto, Jerry Fodor escribe: “[…] la historia contada por Turing acerca del carácter computacional del conocimiento funciona especialmente bien en este tipo de casos. Pero parece como si alguno de los determinantes de la función que desempeña un pensamiento en los procesos mentales no encajasen en este paradigma; en particular, no parecen hacerlo las propiedades de un pensamiento sensible a los sistemas de creencia en que se inserta”. La crítica de Fodor a la teoría computacional de la mente (TCM) se extiende desde la metáfora de la máquina de Turing, hasta el innatismo de Chomsky y la psicología computacional y (neo) darwinista de Pinker y Plotkin, entre otros.

La abducción, según Fodor, desafía a las ciencias cognitivas y explica el fracaso de la robótica. Además, Fodor se pregunta: “¿Por qué habría de ser verosímil suponer que un sistema computacional modular, de ámbito específico y encapsulado podría detectar intercambios sociales? (Uno de los grandes asuntos tratados por la literatura moderna es conocer el grado de dificultad que supone comprender cuál es ‘la situación’ – de qué son capaces los nativos, si es que son capaces de algo –. Kafka, Melville (1977) y Martin Amis (1984), por no hablar de Lewis Carroll, nos brindan diversos ejemplos. Los teóricos de la modularidad masiva tendrían que hojear este tipo de obras de ficción para afinar la sensibilidad de las yemas de los dedos”.

Para volver a Jacques Lacan, el saber como “abducción” es irreductible al pensamiento de la máquina de Turing y su descendencia.

Células, neuronas, cerebro

Aceptamos, como orientación general, que el siglo XIX fue el de las células, el XX el de las neuronas y el XXI será el de la investigación del cerebro. Pero, por eso mismo, no aceptamos que “ha emergido un gran consenso para considerar que los defectos funcionales en el circuito estríato-tálamo-cortical definen el TOC” . En especial, porque entre esta explicación y el salto a la práctica, se pierde lo mismo que se dice: “El sujeto asigna un significado a su pensamiento en términos de valor, importancia e implicaciones. Este es el proceso de valoración que puede actuar como generador de ansiedad o no”.

Neurociencia y conducta, un manual redactado bajo la dirección de Eric Kandel, Thomas Jessell y James Schwartz, afirma en uno de sus prólogos: “Ya que la neurociencia está asumiendo un papel cada vez más central tanto en la biología como en la psicología, en la actualidad su docencia se ha extendido a muchas facultades universitarias. En el futuro, una introducción a las bases biológicas de la mente probablemente jugará un papel importante en el currículum troncal de las instituciones que forman en las profesiones liberales, puesto que la neurobiología es un nexo natural entre las humanidades y las ciencias naturales […]. Al enfatizar la interdependencia de la neurobiología y la ciencia cognitiva, hemos pretendido específicamente ofrecer un texto para los cursos introductorios a la biología de la conducta” .

Llegamos a la biología de la conducta, a lo que se traduce en la práctica en técnicas de adiestramiento (conductistas) que se combinan con medicación. Es decir, la terapia cognitiva-conductual.

El capítulo sobre la conducta advierte que lo que se hereda es el ADN y que la conducta emerge por el impacto de factores medioambientales que comienzan in utero. Sigue un resumen de los trabajos de los zoólogos, entre ellos Konrad Lorenz y Nicolás Tinbergen, sobre ontogenia y evolución. Sabemos que Jacques Lacan introdujo esto en su enseñanza y mantuvo algunas descripciones etológicas hasta el Seminario XI.

Luego de los saludos al pasado los autores definen: “Todas las conductas se modelan por la interacción de los genes con el entorno […], otras conductas más plásticas, como el lenguaje, se ven restringidas por factores innatos”. El conductismo se combina aquí con el innatismo de Chomsky. Después viene Darwin, quien “[…] postuló, por primera vez, que las variaciones en la conducta pueden ser, en parte, debidas a la selección natural”. Pero ahora está claro que los genes no codifican para la conducta de una manera directa “[…] la conducta se genera a través de circuitos nerviosos que requieren la participación de muchas células, cada una de las cuales expresa genes específicos que gobiernan la producción de proteínas concretas”.

La esquizofrenia y los trastornos bipolares serían enfermedades poligénicas. A partir de esta afirmación la descripción se vuelve conjetural.

Es decir que representarse las cosas en términos de inteligencia artificial y de neurociencia no orienta la intervención terapéutica que se realiza a partir de interrogatorios verbales, cuestionarios y tareas que se imponen.

“Para concluir, ¿dónde estamos en nuestra valoración del programa de investigación cognitivista? Bien, ciertamente no he demostrado que sea falso. Podría suceder que fuese verdadero. Pienso que sus oportunidades de éxito son casi tan grandes como las oportunidades de éxito del conductismo hace quince años. Es decir, pienso que sus oportunidades de éxito son prácticamente cero”.

Los milagros realizan lo que significan, mediante los signos de su eficacia, por eso son reveladores del poder al que algunas técnicas sirven. Ese poder, para el psicoanálisis, se encuentra en el lenguaje y es velado por las palabras. Es lo que la transformación del signo de Saussure en el algoritmo S/s, propuesta por Jacques Lacan enseña, y lo que las intervenciones analíticas muestran.

Buenos Aires, Marzo de 2006.

* Resumen del curso breve de enero 2006, dictado en el Centro Descartes de Buenos Aires y de la conferencia realizada el jueves 2 de febrero del mismo año en la Biblioteca del Campo freudiano de Barcelona.

Referencias

Hacking, Ian. ¿La construcción social de qué? p. 216. Buenos Aires: Paidós, 2001.

Varela, Francisco. Conocer. Barcelona: Gedisa, 1998.

Lacan, Jacques. El Seminario, Libro 2: El yo en la teoría de Freíd y en la técnica psicoanalítica. Barcelona: Paidós, 1983.

Lacan, Jacques. Le Seminaire, Livre XX: Encore. p. 89. París: Seuil, 1975.

Putnam, Hilary. 50 años de filosofía vistos desde adentro. Buenos Aires: Paidós, 2001.

Miller, Jacques-Alain. “Algoritmos del psicoanálisis”. En: Ornicar, n 2, Ed. Petrel, Barcelona, 1981.

Fodor, Jerry. La mente no funciona así. Madrid: Siglo XXI, 2003.

Ïbid. p.102

Tomas, Joseph, et.al. Tratamiento cognitivo-conductual de los trastornos obsesivos-compulsivos. Barcelona: Ed. Laertes, 2004.

Íbid . p.35

Kandel , Eric, Thomas Jessell y James Schwartz dirs. Neurociencia y conducta. Madrid: Prentice Hall, 2000.

Íbid . p.595., 598, 599.

Searle, John. Mentes, cerebros y ciencia. Madrid: Cátedra, 1994.

 

 
Billinghurst 901 (1174) Ciudad de Buenos Aires. Tel.: 4861-6152 / Fax: 48637574 / descartes@descartes.org.ar