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El amor al padre y el amor al psicoanalista

por David Irigoyen

De las correspondencias entre Freud y su hija Anna, pueden rastrearse bellos pasajes como el que sigue: “Me alegra mucho que te resulte fácil hablar con Mathilde, es realmente la instancia adecuada para ti y además te quiere mucho. También deberías llevarte mejor con tu otra hermana, de lo contrario les pasará lo mismo que a dos de tus tías, que nunca se llevaron bien de niñas y como castigo no pudieron desprenderse la una de la otra durante muchos años, porque el amor y el odio no son para nada tan diferentes entre sí” [1] . Esta carta que le envía Freud a Anna está fechada el 18/09/1910, cuando Freud se encontraba de viaje, desde Siracusa, y Anna contaba con 14 años. Es la primera huella que puede rastrearse, al menos escrita, en la que Freud se dirige a Anna, además de como padre, podríamos decir, como psicoanalista. Es una verdadera anticipación de lo que años más tarde desembocará en el controvertido análisis que tendrá como partenaires a Freud como psicoanalista, y a Anna como analizante. La razón de que los achaques físicos y malestares de Anna son producto de su particular enemistad con su hermana, Sophie, será una constante en la pluma de Freud en su correspondencia. 

Sobre el análisis con su padre, Anna vierte las siguientes palabras en una carta a Lou AndreasSalomé, en el año 1922, cuatro años después de haberlo emprendido: “si en aquel momento no hubiera estado aun tan distante de él, no lo podría haber hecho con papá”2. Y en 1929, en una carta a su amiga íntima, la psicoanalista Eva Rosenfeld, dice lo siguiente: “no es ninguna contradicción si debes hacer el análisis justamente allí donde solo quieres amar. Eso es lo que yo también he hecho y quizás precisamente por eso esas dos cosas se me hayan unido hasta constituir una entidad indisoluble” (la cursiva es mía) [2] . ¿Se referirá Anna en este pasaje a los dos elementos que componen lo más importante de su existencia, es decir, el padre y el psicoanálisis? 

El paradójico “caso Anna” es en el que confluyen el padre y el psicoanalista, pero detengámonos en este punto. Si hay algo que distingue a la adultez es que el padre en cuanto tal ya no existe, sólo existe en el fantasma y los síntomas del sujeto. El padre realmente vivo es el de la infancia, no el de la adultez. Podríamos decir que al analizarse con su padre, Anna se analiza con su padre, pero es un no-todo padre. Entonces encontramos una triple superposición: el padre de la infancia que vive en los fantasmas y síntomas se superpone al padre real de la adultez y a su vez se superpone con el Freud-psicoanalista. Son estas superposiciones la clave de que se haya –y se continúe- pensado este análisis como endogámico, incluso incestuoso. Preferiría calificarlo de otro modo: escandaloso.

El psicoanalista opera como partenaire de un sujeto a partir de la transferencia, que no es otra cosa que el relevo del padre: dicho de otro modo, el amor al psicoanalista hace de relevo al amor al padre. ¿Qué es el amor al padre?, es sencillamente lo que estructura la neurosis. El amor al padre no es amor por el personaje paterno, sino lo que hace que la neurosis esté atrapada en el padre en tanto significante; lo que impide que se pueda, al decir de Freud, amar y trabajar, lo que mantiene a un sujeto en la impotencia de su neurosis. En el caso Sigmund-Anna ese relevo no se produce, porque como bien puntúa Anna, ella hizo su análisis “justamente allí donde solo quería amar”.

Promediando los años 50´ [3] Lacan realiza una formalización del Edipo freudiano, al pensarlo en términos significantes. El Edipo freudiano es reducido a la metáfora paterna, y los personajes parentales devienen significantes (Significante del Deseo de la madre, Significante del Nombre del Padre). Podemos pensar esta reducción y formalización como un modo en que Lacan va más allá de Freud a condición de servirse de él; ya no se trata del amor a las figuras sino del amor al significante, lo que posteriormente va a decantar en la formulación del Sujeto Supuesto al Saber. Si el psicoanálisis promueve un más allá del padre, esto no es sin el padre, sino a condición de servirse de él. Lacan en su Seminario 23 lo dice del siguiente modo: “La hipótesis del inconsciente, como subraya Freud, solo puede sostenerse si se supone el Nombre del Padre. Suponer el Nombre del Padre, ciertamente, es Dios. Por eso si el psicoanálisis prospera, prueba además que se puede prescindir del Nombre del Padre. Se puede prescindir de él con la condición de utilizarlo” [4] .

Ahora bien, entonces: ¿Cómo se cura un sujeto del amor al padre? La propuesta que ofrece el psicoanálisis es que un sujeto se cura en principio vía el amor al psicoanalista. La tentación de pensar el amor al psicoanalista como un amor artificial, por las características propias del dispositivo analítico, no es menos auténtica que la transferencia tal como la pensó Freud, por ejemplo, en las “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”: “No hay ningún derecho a negar el carácter de amor `genuino´ al enamoramiento que sobreviene dentro del tratamiento analítico” [5] . Entonces, ¿qué diferencia el amor “normal” –así lo califica Freud mismo- del amor de transferencia? Se trata de que el psicoanalista asuma la transferencia, que detenta un poder, a condición de no servirse de él. No hay que olvidar que el amor de transferencia se sirve de la resistencia, pero al mismo tiempo es motor de la cura, ya que: “Consentir la apetencia amorosa de la paciente es entonces tan funesto para el análisis como sofocarla” [6] [7] . Es el psicoanalista a partir de su respuesta lo que diferencia el amor de transferencia de cualquier otro amor: el psicoanalista y su regla de abstinencia respecto de la demanda sustentada en el discurso del analizante, y el amor que ese discurso animará. La ética del psicoanalista respecto del amor de transferencia implica la responsabilidad de su lugar en tanto oyente, del que el emisor recibirá su propio mensaje en forma invertida, y la distancia oportuna que el analista tendrá respecto de cualquier incitación sugestiva. El analista tendrá que “dejar subsistir en el enfermo necesidad y añoranza como unas fuerzas pulsionantes del trabajo y la alteración, y guardarse de apaciguarlas mediante subrogados” [8]

.

El amor al psicoanalista, sin embargo, es un amor del que el sujeto también tendrá que curarse, eventualmente. Si este amor es un precipitado inevitable del dispositivo analítico, no por ello deja de no ser el fin del análisis. Según Freud: “para el analista queda excluido el ceder. Por alto que él tase el amor, tiene que valorar más su oportunidad de elevar a la paciente sobre un estadio decisivo de su vida” [9] . Más allá de ese amor se encuentra la posibilidad de un sujeto de encontrarse con la roca base de su castración [10], que es lo que permitirá la acentuación de su deseo, promisoriamente: un deseo en acto.



1 Freud, S. y Freud, A., Correspondencia 1904-1938, Tomo 1, Editorial Paidos, 2016  2  Ibid.
2 Ibid.
3 Ibid.
4 Véase por ejemplo: “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis” en Escritos 2, Siglo XXI Ediciones.
5 Lacan, J. “El Seminario. 23. El sinthome”, clase del 13 de Abril de 1976. Editorial Paidos.
6 Freud, S. “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, en Obras Completas, Tomo XII, Amorrortu Editores.
7 Ibid.
8 Ibid.
9 Ibid
10
Freud, S. “Análisis terminable e interminable”, en Obras Completas, Tomo XXIII, Amorrortu Editores.

 

 
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