I
“Epiménides, el cretense, dice: todos los cretenses son mentirosos. Ahora bien, Epiménides mismo es un cretense; él es, por lo tanto, también, un mentiroso: de aquí que su aserción sea falsa. Por consiguiente, los cretenses no son de ningún modo mentirosos; de lo que resulta que Epiménides no es uno de ellos tampoco. Por lo tanto, él no ha mentido, sino que dice la verdad. Por consiguiente...“
La paradoja del mentiroso parece haber sido extremadamente popular para los griegos: Aristóteles habla de ella, los estoicos también, Aulo Gelio la menciona, Cicerón la relata. Asimismo, parece haber sido – por otra parte – muy apreciada en la Edad Media: los lógicos medievales no dejan jamás de decir una palabra o de proponer una solución al sofisma “insoluble”[1]. Los tiempos modernos no le fueron propicios. No obstante, en el siglo XX, conoció una resurrección triunfante: B. Russell había subrayado en efecto que la estructura lógica de las famosas paradojas que acababa de descubrir – descubrimiento que asustó tanto a Frege – era exactamente la misma que la del razonamiento del mentiroso [2]. Por lo cual, de ser un simple sofisma, la paradoja fue promovida, en ese momento, al rango de antinomia.
Las paradojas de la teoría de los conjuntos, así como aquellas conexas de la lógica pura, jugaron un rol muy importante en la evolución del pensamiento matemático, o más exactamente meta-matemático, del siglo XX. Quizás no sería exagerado decir que este siglo ha sido casi por completo dominado por ellas. La “crisis de los fundamentos matemáticos” ha sido provocada por el descubrimiento de estas paradojas; el progreso y la multiplicidad de los sistemas logísticos, como por ejemplo el intuicionismo de Brouwer o el axiomatismo de Zermelo y Hilbert, se lo debemos al deseo de resolverlas – o evitarlas[3].
Este descubrimiento, como lo ha dicho M. A. Fraenkel, en un muy bello artículo que a menudo hemos tenido la ocasión de citar, tuvo un efecto apabullante[4]. Los fundamentos más seguros de la ciencia, y aún de la razón, parecían amenazados. Sin duda, ahora no es más así. El matemático no se siente más en peligro. “Se ha reconocido rápidamente que las paradojas no eran de naturaleza propiamente matemática”[5]. En otro artículo leemos: “Hoy se ha reconocido que los teoremas y las disciplinas auténticamente matemáticas no están más conmovidas por las antinomias; que los temores [de Poincaré] eran vanos cuando se preguntaba si buscando fundar el análisis clásico y la teoría de los conjuntos, los matemáticos no habían construido alrededor de las nociones matemáticas un muro que las protegía muy bien contra los peligros exteriores pero que habría dejado en su interior elementos insospechados de descomposición. De hecho, se sabe que es necesario restringir las operaciones para evitar las antinomias, y también se ha constatado que el matemático no se aventura jamás sobre terreno peligroso, porque no tiene para él ningún interés. La advertencia dada por las antinomias ha sido permanente: en un principio con respecto a esta limitación sistemática de las operaciones matemáticas, y a continuación como reconocimiento de la necesidad de una reforma de la lógica tradicional de Aristóteles (sobre la cual Kant había pensado que no era susceptible de desarrollo). La lógica ha recibido, de esta manera, un impulso sorprendente y se ha desarrollado de forma extremadamente fecunda siguiendo un camino previsto solamente por Leibniz y por Bolzano y cuya riqueza está lejos de ser agotada”[6].
De esta manera, todo va a pedir de boca en el mejor de los mundos posibles. Sin embargo, el malestar persiste. Es que, justamente, la amenaza no ha sido más que apartada, pero no suprimida. El matemático ha vencido la calamidad; ha construido un dique, un muro que le impide aventurarse afuera[7]. El peligro, de todos modos, subsiste: en los terrenos vagos de la lógica pura, el Mentiroso, negotium perambulans in tenebris, continúa llevando su existencia amenazante. De este modo, no es sorprendente que, desde algún tiempo, se haya reanudado la discusión del problema[8].
M. Fraenkel – acabamos de verlo – estima que el “escándalo” de las antinomias – feliz escándalo – ha tenido una influencia extremadamente bienhechora sobre la lógica y la filosofía. Confesamos no compartir su optimismo. Sin duda porque no compartimos su apreciación de la lógica simbólica en general.
Es normal, evidentemente, que la lógica formal sea formalizada, y es cómodo, y algunas veces sumamente útil, poder distinguir, con la ayuda de los símbolos apropiados, las diferentes significaciones de la cópula[9], así como restituir su independencia con la lógica de las proposiciones y relaciones, y también poder anotar los elementos que componen un juicio. Tampoco es menos verdadero – según nuestro juicio, al menos – que la lógica simbólica forme una disciplina híbrida, tan aburrida como estéril[10]. Pues la pretensión de haber llevado al pensamiento lógico a un grado de precisión y exactitud jamás alcanzado en el pasado parece bastante poco justificado. Personalmente, tenemos sobre todo la impresión de lo contrario; tenemos la impresión de que el empleo de algoritmos molestos e incómodos no hace más que entorpecer ese pensamiento y ser sólo una fuente de confusión.
Nos parece, sobre todo, que es la "formalización a ultranza" lo que ha obstaculizado enormemente el estudio de las antinomias, que impidió a Bertrand Russell alcanzar una solución definitiva al problema y que lo condujo dentro de los dédalos de la teoría de los tipos.[11]
Asimismo, trataremos de analizar las "antinomias" sin traducirlas en símbolos[12]. Ellas no merecen por otra parte este honor, al no ser en su mayor parte más que simples sofismas para la resolución de los cuales es inútil proceder a una reforma de la lógica[13]. Alcanza con cuidar que las frases y los términos empleados tengan un sentido. Y lo mantengan.
No tenemos la intención de rehacer aquí la historia del descubrimiento de las paradojas lógico-matemáticas. Ni tampoco de estudiarlas todas[14]. Esto, por otra parte, sería a la vez imposible e inútil. Imposible, porque se las puede fabricar a voluntad[15]: el esquema de la paradoja, en efecto, es muy simple: es el de la causa sui, o mejor del suicidio. Inútil, porque, justamente, ellas son, casi todas, construidas después del mismo esquema. Nos limitaremos entonces a estudiar algunas; las más típicas, las más célebres, las más interesantes. Comenzaremos por supuesto por el Mentiroso.
La paradoja del Mentiroso puede ser presentada bajo dos formas diferentes: a) la que hemos citado al comienzo de este trabajo (Epiménides) y que algunos autores estiman imperfecta[16], y b) bajo la forma simplificada y condensada, forma perfecta según los mismos autores: si digo que miento, ¿digo la verdad o una mentira?[17]
Estas dos formas, en efecto, no son equivalentes. Esto es lo que hace su estudio comparativo particularmente instructivo. También las estudiaremos a ambas.
El mentiroso se presenta como un juicio antinómico típico: la verdad de la proposición afirmada implica, en efecto, su falsedad; y su falsedad implica, a su vez, su verdad.
De hecho, el Mentiroso no es un juicio antinómico bajo ninguna de estas formas. Pero – y este es el punto importante - la razón por la que su pretensión de ser antinómico debe ser recusada no es en los dos casos la misma: el Epiménides es un juicio contradictorio, un contrasentido[18]; el "yo miento" no es un juicio en absoluto.
A. Epiménides
Para el análisis correcto del Epiménides hay que tener en cuenta:
1˚. El sentido del juicio pronunciado por Epiménides.
2˚. El hecho de que es Epiménides quien lo pronuncia.
1. El sentido del juicio
Al decir: "Todos los cretenses son mentirosos", Epiménides no quiere, y esto es claro, dar una apreciación moral del carácter de los cretenses. Si así era el sentido de su aseveración, la mayor: "todos los cretenses son mentirosos", junto a la menor: “Epiménides es (yo soy) un cretense”, implicaría la conclusión: “Epiménides es (yo soy) un mentiroso”, y el razonamiento se detendría ahí, como se detendría si Epiménides dijera: “Todos los cretenses son bravos”, o cobardes, gente honesta, o ladrones[19]. La conclusión, verdadera o falsa, sería perfectamente legítima y de ningún modo paradojal; en efecto, se puede ser un mentiroso y confesarlo sin dejar de serlo.
Para que haya paradoja, para que el razonamiento de Epiménides pueda progresar, o más exactamente, para que no pueda detenerse, la frase: "todos los cretenses son mentirosos", debe querer decir otra cosa. Ella debe significar: "todos los cretenses mienten siempre", lo que – el término "mentir" al ser tomado en el sentido estrictamente lógico – es equivalente a: "todos los juicios – o todas las aserciones – pronunciadas por un cretense, son falsas".
Que el lector nos perdone este análisis pedante y escolar. Todo lo que acabamos de decir va de suyo, sin duda. Pero, como se verá a continuación, es necesario no olvidar lo que va de suyo. Hace falta explicitar, lo más exactamente posible, el sentido implícito de nuestras aserciones; hay que asegurarse de ese sentido ya que el pensamiento es móvil y se desliza, sin darse cuenta de ello, de una significación a otra.[20]
Por lo tanto, Epimenides quiere decir: "todos los juicios, o todas las aserciones de los cretenses son falsas". Subrayemos que esta aserción, que afirma la falsedad general o esencial de todos los juicios de los cretenses, es en sí misma – ya sea verdadera o falsa – un juicio formalmente inatacable. Si Epimémides no era un cretense, sino un ateniense o un tebano, la frase: "Epiménides, el ateniense dice: "todos los cretenses juzgan siempre falso", no sería de ningún modo paradojal. Sin duda esta sería una aserción falsa: hasta el Dios todopoderoso de Descartes no podría crear un ser que se equivocase siempre. Pero esta falsedad sería material, no formal[21].
2. El hecho de que el juicio es pronunciado por Epiménides.
La situación cambia y se complica por el hecho de que Epiménides sea él mismo un cretense. La mayor: "todos los cretenses, etc.", junto a la menor "Epiménides es cretense", implica la conclusión: "Epiménides miente siempre", es decir: todos los juicios o todas las aserciones de Epiménides son falsas".
Tomada esta conclusión a su vez como mayor, unida a la menor "la aserción: todos los cretenses, etc... es una aserción de Epiménides", implica como consecuencia: “la aserción: "todos los cretenses, etc..." es falsa".
Lo que equivale decir: todos los cretenses no son mentirosos = no es verdadero que los cretenses sean todos mentirosos = las aserciones de los cretenses no son todas necesariamente falsas[22].
De lo que se deriva es que hay cretenses que dicen la verdad y que ciertos juicios pronunciados por los cretenses son (o pueden ser) verdaderos. No se sigue que los cretenses digan siempre la verdad y que todos los juicios o todas las aserciones de los cretenses sean verdaderas.
Asimismo, no podemos de ningún modo concluir que Epiménides sea justamente un cretense verídico, y que el juicio en cuestión, a saber su aserción de que "todos los cretenses, etc. ", sea una aserción verdadera.
Muy por el contrario: esta aserción al ser verdaderamente falsa, Epiménides, sea lo que sean otros cretenses, es, él, verdaderamente un mentiroso. Y esta es la única conclusión que podemos extraer de su aserción.
Algunas advertencias más. La proposición: "Epiménides el cretense dice: "todos los cretenses son mentirosos", es verdaderamente falsa, ya que, o bien los cretenses no son todos ( y siempre) mentirosos, o bien es falso que Epiménides lo haya dicho. En efecto, si era verdadero que todos los cretenses mentían siempre, Epiménides no lo diría. Aún más, no podría decirlo. O, en tal caso, él no sería un cretense.
De este modo, la aserción compuesta "Epiménides dice, etc." es siempre falsa, porque contiene miembros incompatibles[23], que no pueden ser verdaderos a la vez[24]. Se trata entonces de una broma; un sofisma; un contrasentido. No es, de ningún modo, una antinomia.
El juicio: "todos los cretenses" etc., está de alguna manera prohibido a Epimenides. Él no lo puede pronunciar, o, si se prefiere, en su boca se pervierte y deviene un contrasentido. El caso no es de ningún modo único; si alguien nos dijese: "el navío en el que me embarqué ha naufragado con todo el equipaje", podríamos – y deberíamos – poner en duda o bien la verdad de la aserción, o bien la veracidad de su autor. Extender esta duda a la validez de las leyes de la lógica nos parecería, no obstante, exagerado. Creemos que no se ha remarcado lo suficiente[25] el hecho curioso, extraño – pero de ningún modo incomprensible ni contradictorio – que hay algunas aserciones que no pueden – válidamente – ser hechas; que algunos verbos no pueden conjugarse en primera persona. De este modo no se puede decir – válidamente –: "yo me callo" , "yo estoy ausente" , "yo estoy muerto". Del mismo modo que no se puede – razonablemente – decir: "yo miento"[26], o "yo me equivoco", o "yo niego"[27].
B. Yo miento
La aserción "yo miento" (o ψεύδομαι) forma que preferiría Lachelier, no es sin embargo completamente semejante a "yo me callo" o "yo estoy muerto". Esta no es un contrasentido como aquella, sino que es un sinsentido.
En efecto, así como – después de muchos otros – lo ha reconocido muy bien Bertrand Russell[28], la frase tomada a la letra en rigor no significa nada. Y es por esto que no es ni verdadera ni falsa. El "yo miento" no es un juicio.
Sin duda, cuando escuchamos a alguien decir: "yo miento", creemos que tiene que ver con una aserción como las otras; es, no obstante, un error, cuya última fuente reside en el hecho de que, como se dice habitualmente, el lenguaje no expresa nuestro pensamiento más que de una manera imperfecta y sobre todo incompleta. Las palabras que pronunciamos, las frases que escuchamos, no toman su sentido pleno y completo más que en y por el contexto; no decimos – ni escuchamos – todo. Así tenemos la costumbre de reconstituir y de completar el sentido de aquello que escuchamos. Ahora bien, tenemos la costumbre de hablar para decir algo[29], escuchar frases que tienen un sentido, o al menos que quieren tenerlo. Asimismo, nada nos es más difícil de aprehender que un sinsentido: ponemos un sentido en cualquier parte donde no lo hay[30].
Cuando escuchamos a alguien decir: "yo miento", interpretamos en consecuencia: ya sea tomando al presente por un pasado, en el sentido de : "yo he mentido"; ya sea completándolo, como queriendo decir: "yo miento algunas veces", o incluso: "habitualmente", lo que puede ser verdadero o falso, pero, en todos los casos, es un juicio perfectamente correcto; ya sea, por último, como expresando un juicio de necesidad: "yo miento siempre", lo que conlleva un contrasentido – exactamente como es en el caso de Epiménides que acabamos de analizar –. Pero no es esto lo que el "yo miento" pretende significar. Pretende, en efecto, no extenderse ni al pasado ni al futuro, sino confinarse al presente. El "yo miento" completamente puro y desnudo pretende querer decir: "yo miento en este momento"; "es en este momento que hago una aserción falsa"; o, también, "la aserción que yo hago en este momento es falsa".
Ahora bien, así como lo ha vislumbrado muy bien B. Russell, el "yo miento" nos engaña, su pretensión es insostenible pues la aserción que declara falsa no existe[31].
Una comparación con el "yo duermo" o "yo estoy muerto" permite, nos parece, elucidar la situación.
Cuando digo: "yo duermo", "yo estoy muerto", digo algo que puede objetivarse: "X duerme", "X está muerto". Se trata de aserciones verdaderas: algo es dicho de algo: un predicado es afirmado de un sujeto.
Pero cuando digo "yo miento", la objetivación dada: "la aserción Y que hace X en ese momento es falsa". Lo que puede tener un sentido y por lo tanto ser verdadero o falso es si, en ese momento, X hace realmente una aserción. Pero si X no lo hace, la afirmación de falsedad no se refiere a nada; la frase no tiene sujeto. En el lugar del sujeto se encuentra un vacío; aún más se podría decir que nuestra frase posee un sujeto inexistente. Algo es afirmado de "nada".
La inexistencia del sujeto no implica, inmediatamente, el sinsentido. Si, por ejemplo, dijéramos que "el rey de Francia reside en Versalles", mi aserción sería falsa ya que no hay rey en Francia[32], sin embargo tendría un sentido. Lo mismo sucede con la aserción: "el juicio pronunciado por X es falso" (o verdadero) o la aserción: “la expresión escrita sobre el pizarrón es falsa” (o verdadera), es falsa aún si X no hace ningún juicio o si nada es escrito sobre el pizarrón[33]; ella no deviene un sinsentido, es decir, una significación imposible de realizar o efectuar más que si se la pretende aplicar a ella misma, reemplazar por ella misma el vacío de su sujeto.
Es el caso de la expresión: "yo miento[34]".
De este modo, la aserción "yo duermo" posee un predicado y un sujeto. Es su relación que se revela imposible. Asimismo es un juicio necesariamente falso. Pero la expresión "yo miento" no es un juicio; por lo tanto no es ni falsa ni verdadera.
En síntesis, así como bien lo comprendió Russell, todo juicio debe tener un sujeto. Ninguno, por lo tanto, puede ser su propio sujeto[35].
Algunas veces hemos intentado impugnar el valor de esta regla, y, por lo tanto, el carácter de sin sentido de la expresión "yo miento". De este modo, hemos estimado que la fórmula: "la frase que estoy por pronunciar es falsa" no está más desprovista de sentido que esta otra: "la frase que estoy por pronunciar está compuesta de palabras francesas", expresión que no solamente sin duda tiene un sentido, sino que también es verdadera[36].
Sin embargo, hay aquí un error. En efecto, la proposición: "la frase que estoy por pronunciar está compuesta de palabras francesas", no se refiere a ella misma no más que esta otra: "las palabras que estoy por pronunciar son palabras francesas". No se refiere a ella misma en tanto que proposición o juicio; el juicio se refiere a los componentes verbales o a su forma verbal. Tales juicios son perfectamente legítimos, tan legítimos como aquellos que se refieren a “los movimientos que estoy por ejecutar”[37].
Lo que impide a la expresión “yo miento” tener un sentido y ser un juicio, no es la coincidencia temporal del juicio y su sujeto, sino la pretensión de identidad de ambos, la pretensión de colocar al juicio en el interior de sí mismo, hacerlo ocupar el lugar del sujeto. De este modo, las frases tales como “yo hablo”, “yo canto”, o las frases, por ejemplo, “estoy por hablar”, “estoy por cantar”, tienen una estructura perfectamente legítima y un sentido perfectamente claro, mientras que la frase: “yo digo la verdad” está tan desprovista como aquella del “yo miento”; ya que la negación contenida en la noción de mentir, negación que jugaba un rol tan importante en la antinomia aparente del Epiménides – es ella, en efecto, la que determinaba el contrasentido – no juega ningún rol en el caso del “yo miento”.
B. Russell, por lo tanto, habría tenido el derecho de sostener que la expresión: “la frase que estoy por pronunciar es falsa” – o “verdadera” – no nos da más que una ilusión de sentido. Y esto sucede tanto más fácilmente cuanto más larga es, y cuando su comienzo posee un sentido. Cuestión que comprendemos de la misma manera que comprendemos las palabras que la componen; comenzamos por comprender y esperar que este comienzo se complete y se acabe en una unidad de significación; y si el comienzo se vuelve corto, si la intención no se efectúa, la impresión primera sin embargo persiste y nos engaña.
Los resultados de nuestro análisis del Mentiroso son curiosos en ciertos aspectos; los podríamos resumir del siguiente modo:
1˚ Ninguna de las dos formas del Mentiroso es una antinomia.
2˚ La estructura de las dos formas es esencialmente diferente [38].
II
Pasemos ahora al estudio de las otras dos “antinomias” más célebres, las de Berry y Richard. Por nuestra parte, lo confesamos francamente, no podemos ver ahí otra cosa que simples sofismas, construidos bajo uno de los modos clásicos del sofisma, modo muy simple que consiste en tomar como dictum simpliciter lo que no es más que secundum quid.
La paradoja de Berry
Berry construye su paradoja de la siguiente manera: Clasifiquemos, nos dice, los números enteros según el número de sílabas necesarias para nombrarlos, en aquellos que pueden ser nombrados en n o menos de n sílabas y en los que no pueden serlo. En este último grupo, el de los que no pueden ser nombrados en menos de n sílabas, habrá ciertamente uno más pequeño. De ahí que él podrá concluir que “el pequeño número no nombrable en menos de n sílabas” se encontrará, de este modo, designado en n menos una. De este modo, por ejemplo, si n = 19, el número no nombrable en menos de 19 sílabas es (en inglés) 111 777.[39]
One hun dred and el ev en thou sand se ven hun
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 `12
dred and se ven ty se ven
13 14 15 16 17 18 19
Tal número se encuentra unívocamente designado por la frase:
The least in teg er not name a ble in few er
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12
than nine teen syl la bles
13 14 15 16 17 18
Se podría, en principio, observar que no es difícil hacer desaparecer la contradicción establecida por Berry: es suficiente, en efecto, suprimir, en la primera de las dos frases, los dos and, visiblemente superfluos... Pero no insistamos más, eso sería muy cruel.
En efecto, es medianamente claro que la “antinomia” – queremos decir su apariencia – resulta del equívoco, o más exactamente de la falta total de precisión en el uso del término “nombrable”. ¿Nombrable cómo? ¿En qué lengua? ¿Por qué medios? Tanto se ha dicho, y no se nos dijo nada.
No hay ninguna contradicción, en efecto, – ni nada tampoco sorprendente – en el hecho de que un número “nombrable” en 19 sílabas en inglés, lo sea en francés en 15 y en chino en 3.
Aún si precisáramos – como lo hace Berry – que “nombrar” quiere decir nombrar en inglés y en palabras, se dice demasiado poco, así sucederá todo el tiempo. El lector no lo notará porque él completa involuntariamente la expresión imprecisa; él cree que se trata de “nombres propios” de los números enteros, uno, cinco, mil, etc. Así admite la clasificación. Es evidente, en efecto, que los “nombres propios” de los números (en una lengua dada) pueden estar clasificados según su longitud. Pero es evidente igualmente que esta clasificación no toca mas que los “nombres propios”; asimismo, no hay ahí nada de paradojal, ni de contradictorio, ni aún de sorprendente, en el hecho de que un número dado, cuyo “nombre propio” contiene n sílabas, pueda ser designado de otra manera en un número de sílabas más pequeño o más grande.
Ahora bien, esto es justamente lo que hace Berry. Comienza por clasificar los “nombres propios”, creando por eso mismo dentro del espíritu del lector la impresión – falsa – que el término “nombrar” es tomado por él en un sentido unívoco; después, bruscamente, y sin prevenirlo, se autoriza a usar otra modo de “nombrar”. No es sorprendente que el empleo equívoco del término produzca una apariencia de contradicción.
Se nos podrá objetar que nuestra solución sea demasiado simple, que sea aún simplista, y que en el fondo la paradoja de Berry consista en el hecho que él se autoriza a usar, para “nombrar” los números, la clasificación misma que acaba de establecer. Lo que sin duda es particularmente chocante y sofistico[40]. Sin embargo, no cambia el fondo de la cuestión.
La “paradoja” proviene del hecho de que Berry emplea el término “nombrar” en dos sentidos completamente diferentes: la primera vez en el sentido muy preciso de nombrar por un “nombre propio”, porque de otro modo no podría establecer esa clasificación de números enteros; y, una segunda vez, en un sentido absolutamente general e indeterminado de “nombrar no importa cómo”, ya que de otra manera no podría pretender haber “nombrado” el número 111 777 al designarlo, tal como lo ha hecho, por medio de la clasificación “nombres propios”.
Repitamos: nombrar, designar, determinar, sin precisar cómo y por qué medios, eso no quiere decir nada[41], pues todo puede ser siempre designado o nombrado. En efecto, si para “nombrar” un número nosotros podemos designarlo “de cualquier manera”, sea por su “nombre propio”, sea por medio de una expresión matemática cualquiera – así, por ejemplo, como el nmo primer número, o como la nma potencia de m, o como la suma, el producto, la diferencia o el cociente de m y n, o aún como el número de versos, sílabas o letras de la Ilíada, el Corán o la Biblia, la clasificación propuesta por Berry devendría, con toda evidencia, imposible. La pregunta: ¿podemos o no podemos “nombrar” un número dado en tantas sílabas? – no implicará ninguna respuesta, ni ofrecerá ningún sentido determinado. Y si, además, tuviésemos el derecho de crear o de inventar “nombres” nuevos y nuevas maneras de nombrar conforme a “la nominación”, la idea misma de tal clasificación perdería todo tipo de significación.
Para que ella tenga una, para que la pregunta ¿“se puede”? conlleve una respuesta por un “sí” o un “no”, tenemos ante todo que dar un sentido preciso a los términos empleados, determinar los medios admitidos o permitidos de la “nominación”. Una vez hecho esto y efectuada la clasificación, nada impide emplear esta clasificación como un nuevo medio de designación, nuevo medio, que se adjunta – o se sustituye – a los medios primitivamente empleados. No habrá, entonces, ninguna contradicción en el hecho de que una operación, imposible de efectuar cuando empleamos para hacerlo los medios n , deviene fácilmente ejecutable cuando le agregamos uno nuevo, el n + 1mo. De esta manera, no es contradictorio que un problema insoluble con la ayuda de la regla y del compás pueda ser resuelto por el empleo de las secciones cónicas.
La paradoja de Berry se funda en un empleo equívoco e impreciso del término “nombrar”. Si, por el contrario, lo precisamos cada vez que lo empleamos obtenemos lo siguiente: clasifiquemos los números enteros según la longitud (en sílabas) de sus “nombres propios” dentro de una lengua dada. Entre ellas, cuyos “nombres propios” tienen al menos 19 sílabas, hay uno “más pequeño”. Este número es (en inglés) 111 777. También podemos designarlo – o nombrarlo – como: el más pequeño de los enteros cuyo “nombre propio” tiene al menos 19 sílabas. Ahora bien, es claro que, cualquiera sea la longitud de esta última expresión, ella no da lugar a ninguna paradoja dado que ella no es un “nombre propio”.
Pretender que haya una paradoja, equivaldría a pretender que, si clasificamos los libros de una biblioteca a partir de la longitud (en palabras o sílabas) de sus títulos, sería paradojal designar algún volumen por la expresión: el primero de los volúmenes cuyo título tiene más de cien palabras…
B. La Paradoja de Richard
Las mismas consideraciones se aplican a la antinomia de Richard, que no difiere de la de Berry más que por su vestimenta matemática, y por el empleo del famoso procedimiento diagonal de Cantor.
La antinomia de Richard consiste en el hecho de que “un número no definible en un número finito de términos” se encuentra por esto mismo “definido en un número finito de términos”.
La expresión “definible en un número finito de términos” sucumbe a las mismas críticas que acabamos de dirigir a aquella de “nominable” utilizada por Berry. De hecho, ellas son equivalentes.
La vestimenta matemática de la paradoja de Richard parece sin embargo conferirle una precisión más grande, por lo que deberemos examinarla más de cerca. He aquí en que consiste:
“Sea E el conjunto de todos los desarrollos decimales definibles en un número finito de términos. Este conjunto tiene א elementos, y puede por lo tanto ser enumerado. Definamos ahora un desarrollo decimal de N de la manera siguiente: si el nmo decimal de la nma fracción decimal del conjunto E es p, entonces el nmo decimal de N será p – 1 (o 9 si p = 0). Tendremos entonces, correspondiendo a los decimales 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 0, de la nma fracción decimal de E, los decimales 0, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8 , 9 en N. [42]”
N es por lo tanto diferente de todas las fracciones decimales de E, porque, para todo valor finito de N, el nmo decimal de N será diferente del nmo decimal de la nma fracción decimal en E. Sin embargo, N está aquí definido en un número finito de términos y debería por lo tanto ser un elemento de E.
El sofisma – menos fácilmente perceptible que en Berry – es no obstante exactamente el mismo: la expresión “definible en un número finito de términos” se deja perfectamente indefinida. Se comienza por clasificar los desarrollos decimales según un principio de clasificación cualquiera – pero bien determinado esta vez, porque de otro modo la clasificación sería imposible – porque nos servimos de la clasificación realizada como medio de determinación. Es claro que, por lo mismo, se cambia la base de la clasificación [43].
Pero, además, se desconoce el sentido del procedimiento de Cantor; en efecto, este procedimiento ha sido inventado por Cantor para demostrar que el conjunto de los números reales es un conjunto no denumerable. El modo de razonamiento de Cantor es la reducción al absurdo. Al admitir que se puede enumerar todos los números reales, se construye, con la ayuda del procedimiento diagonal, un número no incluido en la enumeración. La conclusión – hablando correctamente – que Cantor saca, es que es imposible de enumerar todos los números reales. La posibilidad de aplicar el método diagonal al conjunto E de Richard habría debido conducirlo a la conclusión análoga; es imposible enumerar todos los números “definibles en un número finito de términos”. Cuestión que, por otro lado, tiene apenas necesidad de ser demostrada, visto que los números trascendentes tales que e y π son definibles en un número finito de términos. Así todo número puede ser “definido en un número finito de términos” (cuestión que no siempre puede determinarse en un número finito de operaciones matemáticas) mientras que la manera de hacerlo queda totalmente indeterminada[44]. El conjunto E no representa de ningún modo una clase limitada de números: los abraza a todos, y la expresión: “no definible en un número finito de términos” no designa por lo tanto a ninguno [45].
Resumamos: los términos “nombrar” o “designar” o “definir”, tomados en su generalidad absoluta son de una indeterminación totalmente absoluta; la precisión o la limitación supuestamente aportada por las restricciones aparentes de “en un número finito” o “en un número dado” de términos es perfectamente ilusoria: si se puede emplear no importa qué términos y designar o definir los objetos no importa cómo, no hay nada que no pueda serlo en un número dado de términos; asimismo la negación de esta condición es puramente verbal y la expresión “no nombrable” o “no definible en un número dado de términos” no designa, y puede ser también que no signifique, rigurosamente nada. Ahora bien, en la nada, todas las contradicciones están permitidas.
Si, por el contrario, se determina efectivamente, es decir si se precisa y limita el sentido de los términos: nombrar, designar, definir, etc., la paradoja, es decir la contradicción, desaparece.
A menos, sin embargo, que no se estime que negar algo, es, al mismo tiempo, afirmarlo; que declarar que algo es no-nombrable es al mismo tiempo nombrarlo, no definible es definirlo y no-concebible es concebirlo. Este modo de razonamiento, alguna vez caracterizado como “dialéctico”, no es únicamente propio de la logística: es muy usado en la filosofía. No es menos perfectamente sofístico porque implica que ser impensable es una manera de ser pensado.
C. El barbero del pueblo
Estudiemos ahora, para terminar con las antinomias-sofismas, la famosa paradoja del barbero del pueblo (o del barbero del regimiento ) que afeita a todos los lugareños (o a todos los hombres que no se afeitan a sí mismos) y que, de ese modo, se encuentra en la situación eminentemente embarazosa de no poder ni afeitarse – porque él no afeita más que a los que no se afeitan a sí mismos – ni no afeitarse porque él afeita a todos aquellos que no se afeitan a sí mismos.
El análisis de esta paradoja que, a decir verdad, sería mejor que tuviera su lugar en el Punch que en un tratado tan serio como los Principia Mathematica[46], revela una particularidad curiosa del pensamiento – de la mentalidad – logístico; el lógico está, de algún modo, tan persuadido del valor creador de la definición, que rechaza – implícitamente – estudiar sus condiciones de aplicación; o, si se prefiere, examinar las condiciones de posibilidad del objeto definido. Sólo recientemente esta creencia ha sido muy criticada y se ha percibido el carácter discutible de la definición del barbero. Asimismo, M. Fraenkel estima que la paradoja se resuelve fácilmente [47] ... “La antinomia del barbero, escribe, reside sobre una definición descriptiva que aparece al análisis como una pseudo definición; la propiedad de afeitar a todos los que no se afeitan a sí mismos es por sí misma vacía, y la definición no define a nadie.” Ahora bien, si el barbero del pueblo no existe, el hecho de que no pueda ni afeitarse ni no afeitarse no es particularmente asombroso. En síntesis, la antinomia del barbero del pueblo no es, de hecho, más que una pseudo-antinomia. “Vamos a elucidar, prosigue M. Fraenkel [48], considerando en el dominio de los 100 primeros números naturales una pseduo-antinomia construida de forma análoga: sea a el número del dominio que es superior a todos los números del dominio que no son mayores que ellos mismos. Resulta de esta definición que a > a implica que “es falso que a > a”, y que recíprocamente “es falso que a > a” implica a > a. Es aquí evidente que no hay número natural que satisfaga esta definición.
Debemos confesar que la elucidación de M. Fraenkel no nos parece muy pertinente: ¿no procede según el principio obscurum per obscurius? ; además, dado que no compartimos el entusiasmo de los lógicos por las falsas ventanas y las pseudo dicotomías, no vemos qué se pueda ganar al pseudo-determinar los números del dominio como números “que no son mayores que ellos mismos”. ¿Habría, acaso, otros?
Sea lo que sea, es evidente que la posición adoptada por M. Fraenkel nos parece constituir un progreso enorme con respecto a la actitud habitual. Sin embargo, podríamos objetarle, quizás, que decididamente va demasiado lejos: que la inexistencia del barbero forzaría a todos los que no se afeitan a sí mismos a llevar barba, lo que no es el caso; y que, más aún, los barberos, verdaderamente, existen.
Asimismo examinaremos la definición del barbero del pueblo (o del regimiento) más de cerca. Tal vez podremos concluir en una solución menos radical. “El barbero del pueblo (o del regimiento) afeita a todos los que no se afeitan a sí mismos”. ¿Qué quiere decir esto exactamente? ¿Hay en el pueblo (o regimiento) en cuestión obligación de estar afeitado? En efecto, si no existe esta obligación, el problema no existe tampoco. Los habitantes del pueblo (o los hombres del regimiento) se dividen entonces en dos clases: los afeitados y los no afeitados. Entre los afeitados – y solamente entre los afeitados – los que no se afeitan a sí mismos, se hacen afeitar por el barbero. En cuanto al barbero mismo, él pertenece, evidentemente, al segundo grupo: al grupo de los no afeitados.
Se nos dirá sin duda que hemos comprendido mal la definición; los habitantes del pueblo (o los hombres del regimiento) deben todos estar afeitados; y esto no hace falta decirlo. Sin embargo, es mejor que lo digamos.
El barbero del pueblo (o del regimiento) afeita por lo tanto a todos los habitantes del pueblo (o a todos los hombres del regimiento) que no se afeitan a sí mismos, estando prohibido llevar barba. Pero ¿cuál es el dominio de esta obligación de estar afeitado? ¿Se aplica también a las mujeres y los niños? Y, en el regimiento, ¿vale también para los soldados, los oficiales, el coronel? Pues es evidente que si no se aplica a las mujeres (o a los gordos), el barbero del pueblo será una mujer, un niño o un eunuco, y el del regimiento, un cabo o su coronel. Se dirá que nuestra solución es una broma (lo que admitimos. De todos modos, para emplear una expresión de Platón, se trata de una broma seria), que se supone que el barbero es un hombre, que la obligación de estar afeitado no vale sin duda más que para los habitantes masculinos y adultos del pueblo y sin excepción, del mismo modo que vale para todos los miembros del regimiento, tanto para el coronel como para los simples soldados: responderemos que, en ese caso, el barbero del pueblo, sin duda alguna, habita el pueblo vecino; y en cuanto al barbero del regimiento, sin duda alguna, pertenece al regimiento vecino, o no pertenece a ningún regimiento y es un civil. Y sólo si se le agrega a la definición del barbero la obligación de residir en el pueblo o de pertenecer al regimiento, para simplificar la situación, lo resolveríamos declarándolo no existente, del mismo modo que lo hace M. Fraenkel [49].
En realidad, se podría evitar esta consecuencia macabra. Y para hacerlo sería suficiente observar que la división entre “los que se afeitan a sí mismos” y “los que no se afeitan a sí mismos”, es, sin duda, exclusiva; pero no es exhaustiva y no puede serlo. Asimismo, el barbero no pertenece a ninguna de las dos clases.
En efecto la división de los hombres en “los que se afeitan a sí mismos” y “los que no se afeitan a sí mismos” y, por lo tanto, se hacen afeitar por el barbero, es idénticamente la misma que aquella de los hombres “que se hacen afeitar por el barbero” y “los que no lo hacen”. Es absolutamente evidente que el mismo barbero, es decir el término con respecto al cual se hace la clasificación, no puede pertenecer a ninguno de los grupos clasificados con relación a él [50].
Asimismo, si se trata de volver exhaustiva la división en cuestión extendiéndola a todo el género humano, estaríamos forzados a excluir de ella al barbero y admitir que el barbero no es un hombre.
Ahora bien, en un cierto sentido, esto es siempre así. El barbero, en tanto que barbero, no es idéntico al barbero en tanto que hombre. Confundirlos es, una vez más, confundir el dictum simpliciter avec le dictum secundum quid. Se concluye de esto que el barbero, en tanto que hombre, puede, ya sea afeitarse a sí mismo, o hacerse afeitar por “el barbero’. En cuanto al barbero, en tanto que barbero, tal como ha sido definido, no puede ser afeitado ni por sí mismo ni por otro que no sea él; él es, si se puede decir así, inafeitable.
Una cuestión se plantea ahora: ¿cómo puede ser que simples sofismas que no habrían inquietado ni por un instante a un discípulo de Aristóteles ni a un estudiante de la Facultad de Artes de la Universidad de París, hayan podido ser tomados tan en serio por espíritus tan eminentes como Russell, Frege, etc. [51]? La respuesta no nos parece ser dudosa. La causa de esta curiosa ceguera yace en el formalismo del razonamiento logístico y, ante todo, en la interpretación del juicio en extensión. Es esta interpretación la que transforma, en efecto, una broma griega en una antinomia moderna.[52]
III
Pasemos ahora a cuestiones más serias. En efecto, las antinomias descubiertas por Bertrand Russell no son, únicamente sofismas. Encontramos allí especialmente la famosa paradoja del conjunto de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos como elementos, así como el no menos famoso impredicable que plantean al lógico problemas curiosos, y muy profundos.
Lo impredicable
Se puede, nos dice Bertrand Russell [53], clasificar los conceptos en dos grupos mutuamente exclusivos: los que pueden aplicarse a ellos mismos, y los que no lo pueden. Así, por ejemplo, el concepto “abstracto” es él mismo abstracto, mientras que el concepto “concreto” no es concreto, sino, al contrario, abstracto. Llamamos a los conceptos que se aplican a ellos mismos “predicables”, y a los que no lo hacen “impredicables”. Examinemos ahora el concepto “impredicable”. ¿Es él mismo predicable, o no? Debe necesariamente ser o lo uno o lo otro, y sin embargo es fácil mostrar que no puede ser ni lo uno ni lo otro.
En efecto, ser predicable quiere decir aplicarse a sí mismo; el concepto “impredicable” es, por lo tanto, si es predicable – impredicable. Inversamente, ser impredicable quiere decir: que no se aplica a sí mismo. El concepto “impredicable”, si es impredicable – no es por lo tanto impredicable. Es, en consecuencia, predicable.
Bertrand Russell no se ha limitado a formular las paradojas que llevan su nombre, sino que también ha tratado de darles una solución[54].
Esta solución, en el caso que nos ocupa, consiste, en suma en negar la posibilidad misma de la clasificación de los conceptos en “predicables” y “no predicables”. Ningún concepto, en realidad, se aplica a sí mismo. Cuando él lo hace – en apariencia – no es más que al precio de un equívoco. El término resta el mismo; su significación, sin embargo cambia. El concepto “abstracto” no es “abstracto” en el mismo sentido en el cual lo son los conceptos abstractos ordinarios. Él es, de algún modo, abstracto en segundo grado. La no distinción de las significaciones volvería la proposición imposible. Más aún, la privaría de sentido [55].
De esta manera, todos los conceptos son “impredicables”. Y, sin embargo, decir del concepto “impredicable” que él es impredicable, no tiene ningún sentido; a menos que se distinga dos sentidos del término impredicable: impredicable (1) e impredicable (2).
La solución de Russell conocida bajo el nombre de la “teoría de los tipos” es extremadamente elegante, ingeniosa y, en parte, justa. Es cierto que el concepto “abstracto” es abstracto de otro modo que, por ejemplo, el del “color” ; es cierto que – así como lo enseñaba la lógica medieval – es necesario distinguir entre las “intenciones primeras” y las “intenciones segundas”; y aún entre las “segundas” y las “terceras”.
No obstante la solución de Russell parece difícil de admitir. Sin hablar de las dificultades generales de la teoría de los tipos – que examinaremos más adelante – parece poco probable que el equívoco en cuestión no se apoye sobre una unidad de sentido fundamental [56]; que por ejemplo el concepto de “concepto” y el de “espacio”, al ser conceptos de estructura – y de rango – muy diferentes, no tengan sin embargo algo en común que los haga, a los dos, conceptos.
Para aprehender la naturaleza de la paradoja de lo impredicable, es útil e instructivo considerar una exposición simbólica. También, la tomaremos prestado de M, Fraenkel-Carnap [57] :
“Una propiedad cualquiera F será dicha impredicable – Imp – si ella no conviene a ella misma; en signos:
1º Imp (F) = ~ F (F)
“De esta definición resulta, como de toda definición, la equivalencia del definiens y del definiendum:
2º (F). Imp (F) º ~ F (F).
“Se obtiene así la conjunción de las dos implicaciones siguientes:
3 a (F). Imp (F) É ~ F. (F) ;
3 b (F). ~ F (F) É Imp (F).
“Si sustituimos ahora a F por el valor particular Imp, obtenemos:
4 a Imp (Imp) É ~ Imp (Imp) ;
4 b ~ Imp (Imp) É Imp (Imp) ;
La antinomia es evidente. “
Sin duda. Pero es asimismo absolutamente evidente que la antinomia proviene de la substitución de F por el valor particular “Imp”, así como para la paradoja del Mentiroso proviene de la sustitución por el valor particular “yo” del x del “x miente”.
¿Esta sustitución es más legítima en el caso del Imp que en el del “yo miento”? Nos parece que no. También M. Behmann[58] observa: “Una expresión que contenga signos de abreviación no es correcta salvo que se pueda operar de forma completa en el marco del simbolismo empleado, la substitución de las significaciones por los signos.“ Ahora bien, para Imp, es imposible de hacerlo; el signo, sea el que sea que se haga, permanece y, en la formula, no se le puede substituir su significación. Índice, cierto para nosotros, de que la “significación” de Imp queda perfectamente indeterminada[59], lo que implica, necesariamente, su ilegitimidad. [60]
La solución de M. Behmann, que consiste en suma en exigir que toda fórmula – aún símbólica – tenga un sentido bien definido[61], no ha encontrado muchos adherentes. “No se puede, le ha sido objetado, examinar todas las fórmulas[62]. Sin duda. Pero esta imposibilidad no nos dispensa de la necesidad, y aún del deber, de examinar las que uno emplea; con la condición, bien entendida, de no querer emplear más que las que tienen un sentido.
“Al destruir el carácter automático del simbolismo, se le hará perder su mérito esencial’. Quizás. Queda por ver si este mérito es realmente tan grande que falla, cueste lo que cueste intentar mantener ese carácter “automático”. Después de todo, el automatismo no es realizado en ninguna parte en matemáticas; las fórmulas no nos liberan de la necesidad de pensar, y todo el mundo sabe que hay valores – como, por ejemplo 0 – que no se le puede sustituir, sin más, en una fórmula cualquiera. ¿Por qué la logística tendría este privilegio?
Sea lo que sea, M. Fraenkel nos advierte que, desde el punto de vista logístico, “si el empleo de todo signo debe estar precedido por la demostración de su legitimidad, se puede dudar sobre la ventaja que este método presentaría sobre la teoría de los tipos.”
Desde nuestro punto de vista la vacilación no es en absoluto posible si no fuera porque –así lo viéramos todo el tiempo – la teoría de los tipos es insostenible y contradictoria[63].
Antes de estudiar la teoría de los tipos, detengámonos todavía un instante en el examen de la antinomia.
Desde el principio nos dimos cuenta que hablar, después de B. Russell, como lo hace M. Fraenkel, de “propiedades” que convienen o no convienen a ellas mismas es un poco decepcionante. Generalmente hablando, una propiedad no conviene jamás a ella misma, salvo dos excepciones, a) la de las “propiedades” negativas, tales como : no-rojo, no-extenso, etc., y b) la de las “propiedades” de los conceptos. Pero las “propiedades negativas” no son verdaderas propiedades, como lo veremos fácilmente considerando el hecho de que ellas son casi perfectamente indeterminadas. Y en cuanto a los “conceptos negativos“ – que gozan de esta propiedad notable de convenir a ellos mismos – el concepto de “concepto”; el de “abstracto”, que hemos citado (hay muy poco de estos, con la excepción, aquí también de los “conceptos de conceptos”)[64]; el de “pensable”; el de “formal”... y algunos otros más. Son tan poco numerosos que se podría muy bien hacer una lista de ellos: la reflexividad es, en efecto, una cosa rara, aún en el mundo de los conceptos, y los que la poseen tienen, de alguna manera, un aire de familia: todos estos son conceptos categoriales o formales[65].
En cuanto al concepto de no-predicable, o como lo llama Russell, de “impredicable”, nos podemos preguntar si designa verdaderamente una propiedad común a ciertos conceptos. La no-predicabilidad designa una ausencia y no una presencia; y la ausencia constituye raramente un elemento de comunidad. Más aún, decir de un concepto que no es “predicable” es decir – si se descifra el sentido de esta predicación – que no es rojo, extenso, concreto... A menos que se limite, subrepticiamente, el dominio de la negación, parece más que difícil formar una unidad de sentido con todas estas negaciones. Pues “no-rojo” puede querer decir “azul” así como también “concreto” o “abstracto” ; y “no-concreto” , “abstracto” así como también “material” o “inmaterial”. Y aún “azul” o “rojo”.
Se puede por lo tanto dividir los conceptos en predicables y no predicables; de lo que no se sigue que los dos términos de la oposición tengan un sentido definido. Pero ahí donde los términos no están definidos, ahí donde la pregunta no tiene un sentido unívoco, la respuesta no puede tampoco tenerlo. Este es, justamente, el caso de “impredicable” [66].
El conjunto de todos los conjuntos
Examinemos ahora la paradoja del conjunto de todos los conjuntos, la primera de todas, la que ha desencadenado todo el movimiento, que aterrorizó a Frege, Dedekind y a Cantor mismo, y que, de un modo muy peculiar, lleva el nombre de paradoja russelliana.
A decir verdad, es muy comprensible el terror que inspiró al comienzo. En efecto, hay ahí un razonamiento que parece inatacable y donde “no intervienen más que la noción de conjunto (clase, colección) y la relación con dos variables: “x es elemento del conjunto y”; es decir, “las nociones fundamentales de la teoría de los conjuntos” ... “las que, por su extremada generalidad tenían un carácter más lógico que matemático[67]. Una reforma de la lógica o una restricción de la noción cantoriana de conjunto o las dos, parecían necesariamente imponerse. Según nuestro punto de vista sobre esto no hay nada, pero no nos anticipemos todavía.
Una vez más, tomemos prestado lo expuesto de la antinomia por M. Fraenkel: “Vean a que conduce la antinomia de Russell bajo su forma primera: Llamamos “conjunto normal“ a un conjunto que no se contiene a sí mismo como elemento, y sea E el conjunto que contiene por elementos a todos los conjuntos normales y nada más que a ellos. Supongamos entonces que E sea él mismo un conjunto normal; en virtud de su definición debería por lo tanto contenerse a sí mismo como elemento, lo que está en contradicción con la hipótesis. Por lo tanto, E no es un conjunto normal. Esta conclusión conduce a su vez a la contradicción siguiente: el conjunto E, en virtud de su definición, no se contiene de ahora en más como elemento, en tanto que la propiedad: “x no es un conjunto normal“ significa precisamente que x se contiene a sí mismo como elemento. La contradicción obtenida es evidentemente independiente del hecho de saber si existen o no otros conjuntos que los conjuntos normales [68]”.
Confesamos no compartir esta última opinión de M. Fraenkel que, por otra parte, no le es de ningún modo propia: en realidad se trata de la de Russell y además es la opinio communis de los lógicos. No nos parece indiferente saber si otros conjuntos diferentes que los normales, es decir, si conjuntos que se contienen a sí mismos como elementos, existen o no. Nos parece, al contrario, que hay ahí una cuestión de primerísima importancia. Pues si tales conjuntos no existieran, la dicotomía sobre la cual se funda la paradoja de Russell sería completamente facticia. La clasificación de los conjuntos en “los que no se contienen como elementos” y “los que se contienen como elementos”, perfectamente análoga a la de los números en “los que no son más grandes que ellos mismos” y “los que son más grandes que ellos mismos”, equivaldría a una clasificación de los objetos en “los que existen” y “los que no existen”. Ahora bien no parece que se pueda razonablemente realizar tal clasificación: no se puede dividir los seres en los que existen y los que no existen.
Sin embargo, podríamos replicar que nuestra objeción no es más que una pura chicana; y aún agregar que la dicotomía russelliana no es de ningún modo facticia, teniendo en cuenta que los conjuntos que se contienen a ellos mismos como elementos existen efectivamente: tal es el caso, por ejemplo, del conjunto de todos los conjuntos[69]. Tampoco la admisión de nuestra objeción nos salvaría de algún modo de la paradoja, sino que volveríamos a sumirnos en ella en el acto: en efecto, si los conjuntos “no-normales“ no existen, el conjunto E es idéntico al conjunto de todos los conjuntos. Como tal él se contiene a sí mismo como elemento y no es, por lo tanto, “normal “.
Sin embargo, nosotros mantendremos nuestra objeción. Pues el problema verdadero nos parece ser justamente el de los conjuntos no-normales en general, y el de todos los conjuntos en particular.
¿Un conjunto puede contenerse a sí mismo como elemento? ¿Una totalidad puede ser miembro de ella misma? En esto reside, nos dice Bertrand Russell, el problema central que nos plantea la existencia de las antinomias[70], de todas las que hemos examinado y también de todas las otras; pues todas ellas se reducen, o podrían ser reducidas a la constitución de tales totalidades, o lo que según Russell es lo mismo, a la definición de un objeto en términos de conjunto al cual se supone que aquél pertenece.
Prohibamos por lo tanto el empleo de tales definiciones. Pongamos como principio la ilegitimidad de los conjuntos “ no-normales “ y, para prevenir su reaparición, fundemos sobre este principio una lógica al clasificar los objetos y las proposiciones según el “tipo“ al cual ellas pertenecen. El “tipo“ de una proposición – o de una propiedad – expresará el grado de su complicación lógica. Así los individuos y las proposiciones que conciernen a los individuos, al ser los objetos lógicos de la estructura más simple, serán del tipo 0. Las propiedades de los individuos, las proposiciones referidas a los individuos, las clases de individuos, al ser objetos lógicos que presuponen los individuos y se fundan sobre ellos, serán del tipo 1; las proposiciones referidas a las proposiciones, las clases de clases, etc., serán del tipo 2, y así sucesivamente. Es claro que toda proposición – o toda clase – será de un tipo superior a sus elementos es decir, a los objetos a los cuales ella se refiere o, si se trata de una clase, que ella contiene. La “teoría de los tipos” declara no legítimo todo juicio que infrinja la ley jerárquica de constitución que acabamos de exponer o, como lo dice M. Fraenkel [71]: “ El principio que está ... en la base de la teoría de los tipos... puede ser formulado de la forma siguiente: no se puede atribuir, en una proposición cualquiera, propiedades cualesquiera determinadas a individuos o propiedades, más que si el tipo de las propiedades atribuidas es superior en 1 al tipo de individuos o propiedades que son sujetos de la atribución.“ Es evidente que todos los juicios “paradojales” se encuentran interdictos por lo mismo. Interdictos no solamente como falsos, sino, lo que es mucho más grave, como privados de sentido.
La teoría de los tipos es una verdadera teoría lógica; de ningún modo es un simple expediente. Para citar una vez más a M. Fraenkel [72] : “ La teoría de los tipos ha surgido históricamente del problema de las antinomias, pero de ninguna manera tiene el carácter de una construcción ad hoc. Deriva sobre todo de la exigencia que expresa el vicious circle principle de Russell, según el cual ninguna colección (ningún conjunto) podría contener elementos que no sean definibles más que por medio de esta colección misma“; o, como lo dice B. Russell, “nada que implique el Todo de una colección debe ser miembro de esta colección “ [73] y, “si una colección de objetos debe contener a los miembros definibles solamente en términos de la colección misma, tomada como totalidad, entonces esta colección no es una totalidad“; más aún: “si la suposición de que una colección forma un Todo implica que ella posea miembros que no son definibles más que en términos de este todo, entonces esta colección no forma un Todo [74].
Este descubrimiento – o redescubrimiento [75] – de “ totalidades ilegítimas “(así es como las llama Jörgensen) , o de “multiplicidades no-totalizables “, así preferimos llamarlas nosotros, nos parece ser uno de los títulos de gloria más bellos de Bertrand Russell. Es en efecto un descubrimiento de gran alcance, sin embargo nos parece en extremo lamentable que Russell no haya podido extraer todo lo que contenía.
El principio del círculo vicioso – y las interdicciones que implica, equivalentes por otra parte, como bien lo ha remarcado Jörgensen, con la interdicción de Henri Poincaré de las definiciones no-predicativas [76] - es extredamente plausible. Bajo su forma más simple – la de la imposibilidad para un conjunto o un Todo de contenerse a sí mismo como elemento – parece perfectamente evidente. Pues en fin, parece claro que hay siempre una cosa que no se puede jamás meter en una bolsa, por grande que sea, es la bolsa misma. En efecto, el continente debe siempre ser más grande que el contenido. Incluso podríamos preguntarnos si vale la pena hacer de esta observación un “principio”.[77]
Sin embargo, es sobre este principio que Russell ha fundado su nueva lógica, la de la teoría de los tipos. Si bien es verdadero que nada es más artificial que esta lógica (que Russell jamás, por otro lado, presentó como definitiva), que ha sido objeto de numerosas críticas[78], y que implica, según nuestro juicio, dificultades insuperables, tampoco es menos cierto que es la única teoría lógica que ha intentado ir al fondo del problema de las antinomias y que “en el estado actual de la ciencia podemos al menos afirmar lo siguiente: en lo que concierne a la resolución de las antinomias lógicas, la posición adoptada por Russell en los diez primeros años del siglo no podría ser considerada actualmente superada.
En particular, la teoría de los tipos simples conserva en la hora actual todo su valor, a pesar de los inconvenientes que implica; no es simplemente una teoría lógica bien fundada, es también la más simples de todas las teorías que han sido propuestas hasta hoy para resolver de forma correcta los problemas relativos a las antinomias lógicas y al axioma del infinito “ [79].
Acabamos de decir que la teoría de los tipos nos prohibe totalizar ciertas multiplicidades: justamente las que desembocan en la paradoja de la auto-inclusión; y ciertos juicios: aquellos que, llamativamente, conducen a la posibilidad de la auto-aplicación, o la implican. Digamos en seguida que nos parece que es en esta cuestión donde reside su error: a saber en la identificación de la imposibilidad de la auto-inclusión con la de la auto-aplicación. La teoría de los tipos, que ha arruinado la interpretación extensionalista de la lógica, sucumbe, de hecho, a un extensionalismo no superado.
La teoría de los tipos no ha recibido de los lógicos un apoyo entusiasta, lo que se comprende fácilmente. Esta teoría nos obliga, en efecto, a aceptar como “axiomas” no sólo las proposiciones que no son para nada evidentes (lo que, para los lógicos, sería un mal menor), tal el axioma del infinito, sino incluso aquellas visiblemente formuladas ad hoc, como resulta “el axioma de reducción”. Esta teoría conduce asimismo a dificultades más graves por las cuales ha sido violentamente – y justamente - criticada.
La teoría de los tipos implica en consecuencia la existencia de una infinidad de clases universales [80], porque las clases que contienen todos los objetos de un cierto tipo son distintas las unas de las otras, y los elementos de una clase determinada deben ser de un mismo tipo[81]. Existe igualmente, en esta teoría, y esto toca casi a la paradoja, una infinitud de clases vacías. Pero lo que hay de más inesperado y de más inverosímil para los matemáticos, es la existencia de una pluralidad de sistemas de números (naturales). Se define a los números como las clases de clases, a saber, las clases de todas las clases (de un mismo tipo) equivalentes a una clase determinada, y cada tipo implica así la existencia de un sistema de números propios. Esta consideración es bastante desagradable, en principio por la impresión penosa que da y, luego, y sobre todo, porque exige el empleo de un formalismo complicado, necesario al tratamiento de esta pluralidad de sistemas de números [82]. “
¿Las consecuencias desagradables y molestas de la teoría de los tipos constituyen argumentos suficientes contra ella? Según nuestro criterio, sí. Nos parece, en efecto, que una teoría lógica que da del pensamiento una imagen enteramente inverosímil, que una teoría de las matemáticas que arriba a la necesidad de admitir una pluralidad de sistemas de números enteros y que tiene necesidad de complicaciones inauditas para permitirnos efectuar las operaciones más simples, como, por ejemplo, la de contar un cierto grupo o número de números, es por esto mismo juzgada [83]. Pero los lógicos no estarán de acuerdo con nosotros. Para ellos, la inverosimilitud no prueba la falsedad. También, a las objeciones hechas hasta ahora trataremos de agregar algunas, más graves aún. Remarquemos desde el principio que hablar de la pluralidad de los sistemas de números es insuficiente; es necesario decir que “la teoría de los tipos” implica la existencia de una infinidad de sistemas de números: consecuencia inmediata de la infinidad de clases universales. Destaquemos también que esta infinitización no se limita de ningún modo al dominio del número: ella se extiende – por supuesto – a la lógica. Así como tendremos una infinidad de aritméticas, tendremos también una infinidad de lógicas, y la ley de contradicción se deberá formular una infinidad de veces.[84] Subrayemos entonces que todas las proposiciones que acabamos de escribir y que enuncian ya sea las consecuencias de la teoría de los tipos, ya sea esta teoría misma, no tienen, según la teoría de los tipos, absolutamente ningún sentido.
En efecto, si cada proposición debe ser de un tipo determinado, superior en una unidad al tipo de los objetos a los cuales se refiere, una proposición como: hay un número infinito de sistemas de números, o de clases universales, o de tipos de proposiciones o de objetos, debería ella misma ser de un tipo más que infinito, es decir, no podría pertenecer a ningún tipo[85]. En cuanto a la proposición fundamental de la teoría de los tipos – y esto se aplica a todas las proposiciones de esta teoría – según la cual “toda proposición debe ser de un tipo superior a su objeto”, no sólo ella misma no podría pertenecer a ningún tipo; sino que ella realizaría ... [ilegible] ... lo que la teoría de los tipos justamente tendría como objetivo evitar. En efecto, ella no puede ser verdadera más que si ella es falsa, y ella es falsa si ella es verdadera. Ya que o bien, ella es verdadera y, por lo tanto, se aplica a ella misma, en cuyo caso ella es falsa, e incluso imposible, estando desprovista de sentido; o bien, no aplicándose a ella misma, es falsa y, por lo tanto, podría ser verdadera. Dicho de otro modo: la teoría de los tipos prohibe el enunciado de proposiciones que se refieren a todas las proposiciones, y por esto mismo contiene tales proposiciones interdictas. Tampoco podríamos preguntarnos si la teoría de los tipos es verdadera o falsa: ¿cuál sería, en efecto, el tipo de juicio que afirmaría esta verdad o esta falsedad? Concluyamos: la teoría de los tipos realiza a la perfección el tipo mismo de “círculo vicioso” interdicto.
La teoría de los tipos no tiene sentido... Esta es una conclusión inevitable de la teoría misma.[86] Pero a decir verdad no podríamos aceptarla. Y nuestra resistencia se encuentra singularmente reforzada por el hecho de que ni el mismo B. Russell ni ninguno de los numerosos lógicos que lo han discutido y criticado, se dieron cuenta que hablaban para no decir nada.
La teoría de los tipos declara que la auto-aplicación de una proposición es imposible. Ahora bien, nuestro análisis del Epiménides ya nos mostró que no se trata de eso: la autoaplicación de un juicio es posible y el razonamiento del Epiménides – como aquel de la teoría de los tipos – tiene un sentido.
En este punto todavía nos atrevemos a sostener contra Russell – y la teoría de los tipos – nuestra opinión y nuestra interpretación del Mentiroso por una consideración muy simple, incluso muy banal: ¡si fuera de otra manera alguien ya lo habría notado! Ahora bien, desde los tiempos que se discute sobre el escepticismo o el relativismo – no se ha notado bastante, según nuestro punto de vista, que la afirmación del escéptico o del relativista tiene exactamente la misma estructura lógica que la del célebre Cretense – nadie hasta el momento (según nuestro conocimiento, con la única excepción de B. Russell) entre todos los que han combatido estas doctrinas, desde Aristóteles y san Agustín, hasta E. Husserl, se dio cuenta que combatían un sinsentido. Muy por el contrario, siempre se ha tratado de mostrar que estas doctrinas eran falsas porque implicaban un contrasentido. Tal como la teoría de los tipos.
El abandono de la teoría de los tipos al que nos vemos conducidos conlleva ventajas no despreciables. De este modo, no tendremos más necesidad de multiplicar al infinito la serie de los números [87] – una sola bastará –, y podríamos del mismo modo contentarnos con una sola lógica, incluso construir la gramática de una lengua dada en esa misma lengua, sin estar obligados a inventar una nueva [88].
Pero al rechazar la teoría de los tipos, ¿no nos privamos por esta misma razón de la posibilidad de resolver las antinomias russellianas?, ¿no nos encontramos por este hecho y a consecuencia de nuestra aceptación de la legitimidad de la auto-aplicación de las proposiciones, en una situación aún más difícil y más paradójica que la de Russell? No lo creemos así.
Resumamos entonces nuestra posición oponiéndola para mayor claridad a la de B. Russell. Russell razona del siguiente modo:
1º Las multiplicidades que implican una auto-inclusión no pueden ser totalizadas.
2º Las aserciones que implican una auto-aplicación, implican igualmente una auto-inclusión.
De donde la conclusión:
3º Las aserciones que implican una auto-aplicación son ilegítimas e imposibles.
En cuanto a nosotros, admitiendo con B. Russell que:
1º Las multiplicidades que implican una auto-inclusión no son totalizables,
estamos obligados a constatar que:
2º las aserciones que implican una auto-aplicación son posibles.
De donde concluimos:
3º las aserciones que implican una auto-aplicación no implican necesariamente una auto-inclusión.
El razonamiento de B. Russell supone que toda aserción legítima determina un dominio de aplicación que forma una multiplicidad totalizable, dicho de otro modo, que a todo concepto le corresponde una clase o un conjunto.
De nuestras constataciones se sigue que no se trata de eso. Por extraño que pueda parecer a primera vista, estamos obligados a admitir que hay nociones cuyo dominio de aplicación no forma una multiplicidad totalizable; dicho de otro modo, nociones o conceptos cuya extensión no forma ni una clase ni un conjunto.[89]
Ahora bien, el desconocimiento de este hecho nos parece que constituye la base de todas las dificultades a las que se ha enfrentado la teoría de los conjuntos. En efecto, ellas están fundadas sobre a) la identificación del conjunto con la clase (lo que parece legítimo) y b) la idea plausible sin duda, pero sin embargo falsa, de que a todo concepto le corresponde una clase, es decir, una multiplicidad totalizable. De la misma manera Cantor estima que la posibilidad de decidir si un concepto dado se aplica o no a un objeto, equivale a aquella que determina si pertenece o no a una clase dada.
Ahora bien, cosa curiosa, el abandono de la correlación entre “concepto” y “clase” permite mantener como tal la célebre definición cantoriana del conjunto. La definición: “reunión en un Todo de objetos determinados y distintos de nuestra intuición o de nuestro pensamiento”, hace en efecto intervenir las nociones de “Todo” [90] y de “objetos determinados y distintos”. Esta definición implica entonces que las multiplicidades que forman conjuntos deben ser totalizables e indica al mismo tiempo las condiciones necesarias de la totalizabilidad. Cantor no se daba cuenta al formular su definición que existían multiplicidades no totalizables pero, por una suerte de intuición genial, su definición preveía y prevenía las dificultades.
Retomemos ahora las paradojas russellianas.
“El conjunto de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos como elementos”... La teoría de los tipos nos prohibe admitir la existencia de conjuntos que se contienen a sí mismos como elementos, conjuntos “no normales” como los llama M. Fraenkel. Como lo hemos expuesto más arriba, esta interdicción implica la identificación del conjunto de todos los conjuntos normales con el de todos los conjuntos. Pero este último está a su vez prohibido por una nueva aplicación de la teoría: la multiplicidad de los conjuntos no es totalizable y la expresión “todos los conjuntos” no tiene sentido[91].
Ahora bien, nosotros no admitimos la teoría de los tipos, tanto como no admitimos la existencia de conjuntos no normales. Por el contrario, con Russell, admitimos la existencia de multiplicidades no totalizables y estimamos, con él, que el “conjunto de todos los conjuntos” no existe, no siendo la multiplicidad de los conjuntos totalizable.
Lo que no nos impedirá de ninguna manera sostener juicios que se apliquen a todos los conjuntos, esto es a todo lo que es un conjunto, ni decir que el teorema de Cantor, según el cual “el conjunto de subconjuntos de un conjunto es de una potencia superior a la de aquel”, es verdadero para todos los conjuntos [92]; del mismo modo de Zermelo según el cual “todo conjunto puede ser bien ordenado” vale – si es justo [93]– para todos los conjuntos. Ya que, según nosotros, la posibilidad de emitir un juicio válido para todos los objetos, es decir un juicio que se aplique a cada uno de los objetos que caen bajo un concepto, no implica de ningún modo la posibilidad – ni la necesidad – de reunirlos en un Todo [94].
Pero a partir de esto surge una pregunta: ¿Por qué “el conjunto de todos los conjuntos” y los “conjuntos” análogos son ilegítimos? En otros términos, ¿cuáles son estas nociones curiosas a las cuales no corresponden “clases”, estos conceptos que no son como los otros y cuya “extensión” no es totalizable?
La teoría de los tipos no nos lo dice. Ella se limita a indicarnos un criterio general de las “totalidades ilegítimas” y a darnos el medio para evitar la formación. Ella no nos ha explicado por qué el conjunto de todas las cosas rojas es legítimo, en tanto que aquél de las cosas no rojas no lo es [95].
Ahora bien, creemos que tal explicación es posible y que las nociones “esencialmente paradojales”, es decir las nociones que poseen por esencia la propiedad curiosa de aplicarse de una manera u otra a sí mismas y de no poder determinar multiplicidades totalizables (de clases), forman un grupo muy particular de nociones.
Un ejemplo – que, por otra parte, es más que un ejemplo – nos permitirá, creemos, elucidar la cuestión.
Ya nos hemos ocupado del conjunto de todos los conjuntos y hemos constatado que es imposible formarlo. De alguna manera se revela siendo demasiado grande. Así no hay, por decirlo de alguna manera, en ninguna parte lugar para ese conjunto. No se puede ubicarlo en su interior y, por otra parte ya que él abarca (o pretende abarcar) todo el universo de los conjuntos, no se puede tampoco ubicarlo afuera.
Pero el “conjunto” de todos los conjuntos no es, nos damos cuenta de eso, “el más grande de los conjuntos”. Aquel conjunto de todos los objetos es aún mucho más extenso. No, por supuesto, el conjunto de todos los objetos individuales y reales, sino aquél de todos los objetos cualesquiera, de todos los “algo”, de todos los objetos del pensamiento. Es muy evidente que este “conjunto” – la clase universal de la logística – es en primer lugar una “paradoja” y que debe abarcarse a sí mismo ya que comprende todo. Para este conjunto, en el sentido más estricto del término, no hay lugar por fuera de él mismo; del mismo modo que para el Universo de Aristóteles no había lugar, fuera de él mismo, en el que se lo pudiera ubicar. Aristóteles había concluido sobre esto – justamente – que su Universo no estaba en un lugar. Sus sucesores, sin embargo, han debido aceptar otra solución, a saber la de que el Universo de Aristóteles no existe [96].
Es esta una solución análoga a la que nosotros nos vimos obligados a adoptar: el conjunto de todos los objetos, de todos los “algo”, la “clase universal” de la logística, no existe: no es un objeto del pensamiento. La multiplicidad de los “algo” no es totalizable porque la noción de objeto no puede servir de lazo unificante. En efecto, ella no se opone a nada, y no excluye nada de su dominio de aplicación; ella es hasta tal punto indeterminada que la multiplicidad a la cual ella se aplica es, en el sentido más fuerte del término, indefinida e ilimitada[97]. La imposibilidad de totalizar la multiplicidad de los “seres” (objetos del pensamiento) se explica por el vacío absoluto de esta noción[98].
En el fondo, todo esto no tiene nada de sorprendente. Ni tampoco de nuevo. En efecto, a partir de Aristóteles se sabe bien que el concepto del ser no es un concepto como los otros: se trata de una categoría, lo que no es un género, menos aún el género supremo. De este modo se comprende fácilmente que el concepto del ser no determine una clase. El conjunto de los seres es un sinsentido. La “clase universal” es un absurdo [99].
Esto explica inmediatamente por qué las multiplicidades “determinadas“ por la negación pura – ya lo hemos indicado más arriba – son siempre “paradojales “, es decir no son jamás totalizables. En otros términos, ¿por qué un juicio puramente negativo – lo que Kant había llamado antiguamente un juicio infinito [100]– no determina jamás un conjunto , ni una clase?
En efecto, la multiplicidad-totalizable de los seres – acabamos de verlo – es indeterminada y no exhaustiva. Ahora bien, si cada concepto real recorta, de algún modo, en este áπειρον un dominio limitado, lo que queda por fuera de este πέρας, lo que queda, de modo evidente, es un áπειρον. En otros términos, si la “clase universal” no es una clase, lo que queda por fuera de una clase determinada, no es una tampoco [101].
De esta manera, por lo tanto, no existen clases negativas. Hay una clase de objetos rojos, pero no una clase de objetos “no-rojos”. Asimismo, uno puede preguntarse – y habiéndolo hecho, responder por la negativa – si el concepto de no-rojo es verdaderamente un concepto. Al menos, no es efectivamente un concepto real. Ya que, si el defecto (o el mérito) esencial del concepto del ser es ser absolutamente indeterminado, es evidente que la determinación que le otorga la negación al “rojo” es perfectamente ilusoria[102].
La noción del ser no es el único concepto inaccesible a la limitación y que posee, por eso mismo, una “extensión” absolutamente indeterminada. La lógica medieval conocía muchos otros, ligados directamente al del ser y que eran equipolentes con él. Estas nociones, que esa lógica designa bajo el nombre de trascendentales, se extienden tan lejos como se extiende el ser, y “se convierten” con él. Tales son los unum, bonum, verum.
Esta lista de “trascendentales”, es decir, de nociones o de categorías primeras que determinan el ser sin limitarlo, no es cierta ni exhaustiva ni correcta. Pero la concepción misma es preciosa y debemos retenerla, transponiéndola. Las nociones “trascendentales” – aquellas que justamente, en la teoría de los tipos serían de un grado “transfinito”– no son otra cosa que las nociones que forman las categorías esenciales de la lógica y de la ontología general. Ligadas a la del ser, son de una misma “potencia” que aquella. Inversamente – y esto puede servir de signo exterior de estas nociones – las nociones que poseen la misma potencia que la del ser, extendiéndose tan lejos como se extiende el ser, son las nociones “trascendentales”.
Tales son, por ejemplo, las nociones de unidad y multiplicidad, de conjunto, de número; las nociones de concepto, proposición, relación... Todo, en efecto, todo “algo” es una unidad y, al mismo tiempo, un elemento de una multiplicidad o de un conjunto. Todo es objeto de un concepto, un juicio, una relación... [103]
Ahora bien, todas estas nociones – las nociones “vacías” de Husserll[104], que forman las verdaderas “constantes” del pensamiento y del ser, de la lógica y de la ontología, - son nociones “formales” y todas poseen – de una u otra manera – la propiedad de reflexividad, es decir la de poder devenir su propio objeto. Así los números son denumerables; y las proposiciones afirmables. Y es por esto, en un último análisis, que se pueden emitir juicios refiriéndose a todos los juicios y a todos los conjuntos, y que no se puede formar la totalidad de los conjuntos o la totalidad de los juicios.
ÍNDICE
Conjunto y categoría
A. Epiménides
B. Yo miento
A. La paradoja de Berry
B. La paradoja de Richard
C. El barbero del pueblo
A. El impredecible
B. El conjunto de todos los conjuntos
NOTAS