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Comentarios para la Ecole Freudienne de Paris sobre la Fundación de la Escuela Freudiana de Buenos Aires*

Que deba yo hoy relatar ante la Ecole Freudienne de Paris, sobre los caminos que condujeron a la reciente fundación de una humilde homónima, no es tal vez sino la vuelta, que yo mismo me había deparado, pero que tiene que ver por lo menos con el resultado del trabajo y el ejercicio de una lectura. Cuando el Dr. Simatos accede a mi demanda de exposición, y la torna invitación, me vi apresurado en el tiempo. ¿Debía exponer la historia del movimiento psicoanalítico en la Argentina o la brevísima historia de la institución que mi palabra aquí representa? Y si optaba por lo primero, ¿cómo interpretar el término “historia” en un momento en que en la Argentina ella no se piensa sino que se hace a empellones sangrientos? ¿ O debería mejor declarar mi credo ideológico, y utilizándolo como perspectiva, ajusticiar en su conjunto…. a quiénes?
Sé en todo caso que no haré: tomar el partido de ninguna objetividad. Tampoco contaré la historia de la institución oficial, o lo haré sólo a desgarrones y para sugerir que Lacan tiene razón: la SAMCDA . Es esta razón lacaniana la que nos impulsó a fundarnos. Sin embargo el movimiento de esa fundación ha sido menos el resultado de una oposición que un fenómeno tangencial.

Hubo en Buenos Aires -el no ha muerto-, una panacea para muchas demandas de saber: mi querido doctor Enrique Pichón Riviere. Antes de los años sesenta crea una Escuela de Psiquiatría Social a la que, con toda razón, da su nombre. ¿Acaso no había él formado a la mayoría de los profesores que convoca a su escuela? Los notables de la segunda generación (me refiero a los psicoanalíticos: se puede contar a tres de hombres, los últimos aproximadamente de mi edad) habían sido, de una u otra manera, discípulos suyos. De atender a las quejas del maestro, discípulos desagradecidos; de leer a los discípulos, no lo parecían, puesto que lo habían citado hasta el cansancio. Uno de ellos promueve, hasta la cátedra universitaria, una teoría de la personalidad donde convergen la psicología social norteamericana, el conductismo, cierta nosografía psicoanalítica, Lagache, Merleau-Ponty. Edita asimismo en Buenos Aires las obras completas de Politzer y data de entonces el origen de un cierto freudomarxismo (cuyas pretensiones teóricas se desgastarían en pocos años) y cuyo santo y seña fue entonces sencillo: que no había que reificar el inconsciente. Yo creo que la condición fue entonces que no había que leer a Freud.

Otro discípulo –el primero es el doctor José Bleger, pero en adelante no haré nombres, según la regla que dice que para hacerlo hay que respetar lo suficiente- se lanzaría a la veta comunicacional (es interesante, personológica o comunicacionalmente, siempre se trata de formalizar cuadros nosográficos, generalmente ya constituidos) y más tarde a echar el cerrojo a los vientos lingüísticos. Este discípulo de Pichón, quien para mi gusto produjo un solo discípulo, y de quien todo el mundo sabe que estudia más de lo debido, si bien preocupado por producir una imagen genial de sí mismo, solo recientemente tornó voluminosa una obra en la que se toma el trabajo de expresar el total desacuerdo con Lacan, puesto que todo el problema consiste en aplicar, sin más, la sintaxis chomskiana a los meandros del inconsciente, que no son tales.

El freudomarxismo fenomenológico de uno, el informacionalismo del otro, el institucionalismo de terceros, todo había partido de Pichón. Y por otras razones, u a otros niveles, también la Escuela Freudiana. ¿Quién no recuerda cuando Pichón decía que el secreto de un esquizofrénico es aquello de lo que en la familia no se habla, o que había que seguir sus pistas, pero para interpretarlo como una charada? Su vida era una verdadera deriva y de alguna manera siempre se tenía que ver con ella. Tenía algo de la imagen del Santo al que se le perdonaba todo y al que algunos espiábamos qué era lo que no se le podía perdonar. Un Santo al que se le caerían demasiados objetos “a” en su tambaleante camino. Su seducción era su generosidad: siempre pareció desear el objeto de la demanda del otro. En una época en que mi propia deriva me acerca a la suya, me preguntaba yo por qué le gustaría tener más de un encendedor en los bolsillos y regalarlos. En un país sin tradición cultural asentada y una capital sobresofisticada, pero sin defensa contra la entrada masiva de información (la que tienen por ejemplo los países europeos: en Londres se ignora en 1975 a Lacan; en Buenos Aires existe mayor familiaridad, entre los cuadros medios de psicoanalistas, con la obra de Melanie Klein, que entre practicantes del mismo nivel en París), un psicoanalista como Pichón Riviere , dotado además de una sólida formación psiquiátrica (por su formación se lo comparaba algunas veces a Lacan), no dejaba de parecerse a esos médicos del lejano oeste o de la hambrienta campiña irlandesa que tiene que hacerlo todo: extraer una bala, asistir a un parto, dar masajes, operar de amígdalas, enterrar a la gente. Para Pichón, tanto a nivel de la salud mental como al de las teorías al respecto. Y que cuando se quedan solos adhieren oralmente a los “spirits” y se quedan dormidos.

Textualmente el doctor Pichón Riviere y algunos de sus analizados, evocan aún hoy, un poco románticamente es cierto, el tiempo en que Pichón se les dormía en las sesiones. No lo hacen para quejarse: era que lo habían amado. Lo que sugiere al menos que justo en el momento en que dejaron de analizarse, se estaban analizando. Cuando con el transcurso del tiempo Pichón lesiona seriamente su salud por un cierto abuso del alcohol y de drogas, no las pesadas ni las modernas, las de farmacia, el viejo es inhibido por la Asociación Psicoanalítica Argentina. ¿Qué se les puede reprochar? Después de haberle ofrecido asistencia médica y psicoanalítica, ¿qué más podían hacer? Como esas familias demasiado estructuradas, o tal vez demasiado internamente torturadas ya, a las que nada enseña la producción de un loco. Desde aquel entonces la vida de Pichón ha pendido de un hilo.

La particularidad no resta fuerzas a algunas anécdotas. Conocí a Pichón poco antes del quebranto de su salud. De su biblioteca que no era avara ni rencorosa (“sa gerbe n’etait pas avare ni haineuse”) salen como los conejos de la galera seminarios mimeografiados de Jacques Lacan, dedicados de Lacan a Pichón, a los que un mortal –quien habla- jamás habría podido ni soñado haber accedido algún día y de otra manera. Es él quien pone en mis manos los primeros números de La Psychanalyse , quien bondadosamente baja de los estantes de la biblioteca de la Asociación Psicoanalítica polvorientas revistas con material lacaniano, él quien finalmente me invita a informar en su escuela sobre los resultados de mis lecturas .

Desde entonces (marzo de 1964) los pasos a veces espaciados y casi siempre silenciosos que condujeron a nuestra fundación como Escuela Freudiana, poco tuvieron que ver con la institución psicoanalítica oficial. Ni nos habíamos separado de ella –puesto que ninguno de los que firmamos el acta de fundación, con excepción de uno solo, habíamos pertenecido a ella-. Ni a ella nos habíamos opuesto demasiado –salvo por el hecho de que nuestros grupos de estudio adquirieron, desde el comienzo, un definitivo aire de revival freudiano, mientras que ellos –no se lo ocultaban- hacía tiempo que habían dejado de considerar a los textos de Freud como motivo de investigación. Y al revés, aspecto un poco cómico: ellos jamás nos citan, literalmente no nos norman hasta cuando les es imposible no hacerlo.

Sin proponérmelo he terminado por prometer a ustedes una historia. La que tiene que ver con la mía, en definitiva, diré que mi dedicación completa a los estudios freudianos data de un poco después. Es que yo tenía demasiadas cosas en la cabeza para decidirme por una sola: me atraía entonces el orden y el goce del sentido que prometen los estudios semiológicos y ese manipuleo de signos propio del arte contemporáneo. Antes de los psicoanalistas mis personas cercanas fueron pintores (en el sentido actual del término), arquitectos, semiólogos. Entraba al psicoanálisis caminando por el techo, pero pronto remontaría las paredes hacia el piso: es que tenía alumnos.

Para fines de los años cincuenta, la sociedad civil (evoquemos un término antiguo) había producido en Buenos Aires una institución peculiar: los grupos de estudio. Algo semejante a lo que es un “cartel” de la Ecole Freudienne de Paría (mi abundoso Martínez-Amador anota: “reto”, “acuerdo entre políticos”, “sindicato de productores”), pero que no estaban referidos a ninguna institución, sino únicamente a la persona del leader (no sé que palabra emplear) a quién se le reconocía trabajo teórico sobre el asunto de estudiar. Eran grupos espontáneos, productos de la reunión espontánea de un grupo de estudiantes, quienes le demandaban a alguien la enseñanza que entendían éste podía brindarles. Se motivaron sin duda en las carencias de la enseñanza universitaria, en la inestabilidad docente producida por las cambiantes situaciones políticas, a que más simplemente las librerías tenía más que ofrecer que los profesores en la universidad. Carlos Astrada y Luis A. Guerrero había sido radiados de la Facultad de
Filosofía y lo malo es que habías sido los mejores y que no había otros.

El primer sofista (vendíamos el saber filosófico: los grupos eran pagos) fue Saul Karz, quien pronto dejaría en cambio Buenos Aires por París donde se entregaría a los estudios althusserianos. Con los años todo el mundo había terminado por aceptar la nueva institución. Prevalecieron entonces algunos notables del género. Yo mismo era uno de ellos. Pero Raúl Sciarreta en primer lugar, quien a pesar de sus posiciones teóricas un tanto variables, podía en serio ayudar a leer a Marx. Unos años más tarde, después de una noche de bastones largos (hasta le rompieron la cabeza a un pobre profesor norteamericano) se agregaría a la profesión Gregorio Klimovsky. ¿Quién podía discutirle su pericia en temas del positivismo lógico? Un cuarto sofista, León Rozitchner, autor de un libro crítico sobre la ética de Max Séller, inspirado en el marxismo y la fenomenología francesa (y en el ensayismo francés, diría yo, piénsese en autores como Dyonis Mascolo), se había en cambio formado en la universidad francesa y no hace mucho volvió a París a defender su tesis de doctorado. Si alguien no pudiera entender sobre qué fondo cultural arraigaría en Buenos Aires el divino freudismo francés, basta pensar que cada uno de tales notables había introducido a lo largo de los años a cientos de personas. Estos no fueron muchos, diez, quine años. Pero muchos estudiantes habían rodeado a cada uno. Yo mismo, para dar una idea, veía durante el año 1974, a trescientos alumnos por semana.

Pero lo más curioso –los vientos no soplan para muchos lados al mismo tiempo- sería que los cuatro notables terminaríamos en el mismo lugar: Sigmund Freud y el psicoanálisis (cada uno según su talento sin duda, pero a cada uno según su responsabilidad). O Sigmund Freud y los psicoanalistas. Como había conocido a arquitectos de cerca, cuando pude conocer también a psicoanalistas, pude alguna vez pensar que se parecían en esto: según chiste de Lacan, que también los últimos eran d’hommestiques, como esos animales que añoran al hombre. ¿A los arquitectos y a los psicoanalistas les faltaría el lenguaje? Algunos arquitectos siempre me agradecieron que un día les explicara que Roland Barthes existía (quise hacer en la fecha lo mismo con Lacan, pero no estaban para tales nueces), que los introdujera en la lectura de Las estructuras elementales del parentesco, que les organizara seminarios con lingüistas (trajimos a Portier de Francia), que creáramos un departamento de la universidad dedicado al estudio de los signos. Durante esos años, entre 1964 y 1967, abandonaba yo el ganapán de la sofistiquería por la investidura universitaria: había pasado a ser intocable universitario con un cargo de investigador dependiendo directamente del rectorado de la universidad. Pero un golpe militar cambia las autoridades universitarias y las nuevas demostrarían que semejante rango no existía: ¡me reprocharía aun hasta mi compromiso con el arte contemporáneo! ¿Eran serios el neo-dadísmo, el neorrealismo, el arte-pop del Instituto Di Tella? Había sido en dicho Instituto, por lo demás, donde dictaría un seminario introductorio a la obra de Jacques Lacan sobre La Carta Robada de Poe (me gustaba la práctica de la idea, de eso: de un discurso –mi seminario- sobre un discurso, el texto de Lacan- sobre un discurso –el texto del cuento de Poe-). Un gesto inocente com el de Phillip Sollers en el coloquio de Milán sobre psicoanálisis y política, ese “Modesto pasaje al acto”, cubrir el busto de Vinci, calzarle anteojos y todo eso, hubiera bastado para autoexpulsarse por vida de todo espacio arquitectónico universitario –en Buenos Aires, entonces-. ¡Dios mío! ¿Y hoy? Yo debía confesar haber ideado dos o tres happenings, pero no habían sido nada escandalosos: nada que ver con el sexo. Estaban lejos, por ejemplo del realismo lujoso de J. J. Lebel. En uno de ellos había intentado transferir al campo de las cosas visuales el modelo sociológico que Levi Strauss pone a prueba en su análisis de La Geste d’Asdiwal. Utilizando un helicóptero señalaba cómo el cielo no es homogéneo (cielo cercano en oposición al lejano de los Jets por ejemplo) y dividiendo a la audiencia para volverla a unir, pretendía hacer surgir la idea de lenguaje, de “comunicación verbal”, como discurso sobre lo no visto contado por otra persona, pero estructurado por todo lo que no tenía que ver con lo que había visto el que había visto .

Prácticamente expulsado de la universidad, la necesidad económica no podía intimidarme. A los arquitectos les faltaban dos puntas, ¿y a los psicoanalistas? Paulatinamente me iba yo alejando de lo posibilidad de poder decirlo, como el Quesalid de Levi-Strauss, esa conciencia lúcida de la práctica del otro que se embebe en el texto del diario cuando ejerce esa misma práctica, cuando él mismo se convierte en shaman.
Comienza entonces con un pacto de estudio el tramo que conduciría finalmente a la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Dos jóvenes psicólogos y un flamante sociólogo a quien no interesaba la sociología, acuden a verme a proponerme un grupo sobre los textos de Lacan. Ellos sí que estaban “on the dole”, en un país donde tal cosa no existe, y donde si uno es un desocupado le puede ocurrir morirse de hambre. El grupo no habría de ser pago. Ellos eran Arturo López Guerrero, Jorge Jinkis y Mario Levin. Más tarde se nos uniría Juan David Nasio, un miembro actual de la Ecole Freudienne de París, quien me reconocía entonces el mérito de haber introducido la peste en Buenos Aires. Todos nos atrevimos entonces a tomar pacientes cuyo tratamiento y sesiones supervisábamos con los otros miembros del grupo. Si es que un psicoanalista se debe a sí mismo –habíamos entendido- es a él a quien corresponde determinar lo que eso quiere decir. En abril de 1969 parodiamos los encuentros de Freud y Fliess, y nos dimos cita en Monte Grande, en una quinta en las afueras de Buenos Aires. Solos nosotros leímos trabajos escritos, pero se unían a la discusión estudiantes de Sciarreta y jóvenes semiólogos formados en la investigación por Eliseo Verón. En diciembre del mismo año convocamos nuestro segundo congreso. Los escritos fueron ahora publicados en nuestro primer número de los Cuadernos Sigmund Freud (mayo de 1971) .

Crecía el número de mis estudiantes, y lo más provisor era que podían hablar entre ellos el lenguaje de la teoría. De estos primeros contactos surgirían más tarde grupos espontáneos (un esbozo de Escuela): grupos de supervisión recíproca (la visita de Maud y Octave Mannoni tuvo entre otros el efecto de alentarlos), grupos de lectura constante de los Ecrits, grupos para trabajar puntos específicos de la obra de Freud. Si todos, con pocas excepciones, habían estudiado conmigo, después pudieron (es el único encomio que me resguardo) estudiar entre ellos.

Se unía al grupo de los congresos otro grupo de médicos, psicoanalistas independientes ya que detentaban en común, en algún momento de sus vidas, haber decidido no ingresar a la asociación oficial. En un tiempo habían intentado unir la práctica política en la psicoterapia, pero variaban sus modelos teóricos y comprendían que no había otra psicoterapia que psicoanalítica, y que era necesario comenzar por el comienzo. Como me quieren, a veces les ocurre recordar la primera reunión con ellos cuando garabateando un pizarrón intentaba sugerirles la idea de que los todos no existen. Y otra donde el supuesto era que si la castración quería decir algo, entonces había que cuidarse de toda teoría sobre signos, semiología o semiótica, que no la tuviera en cuenta. En fin, no hablábamos de nada ni de la nada, ni de signos ya funcionando.

Mientras tanto los vientos de desgarramiento y renovación comenzarían a azotar a la Asociación Psicoanalítica oficial. Si se quiere enterarse de algo sobre esa historia, recomiendo el número de la Revista de Psicoanálisis producido en homenaje del 30 aniversario de la institución y de la publicación. Teóricamente hablando, hay ahí, como se dice, muchas perlas. Pero lo más sorprendente es la supresión, la ausencia de todo lo que había sucedido, hacía poco, el edificio institucional. El más devastador (¿de quienes?) de los eclecticismos teóricos, gana de mano, a la menor letra sobre los acontecimientos –las ideas y los hechos- que habían cuestionado casualmente el sentido de ese aniversario. Con la sola excepción de una perla negra del viejo Raskovsky: “Fue así que varios años después la Asociación Psicoanalítica Argentina fue fundada por Cárcamo, Ferrari, Hardoy, Garma, Pichón-Riviere y Arnaldo Raskovsky. Aunque inicialmente éramos todos médicos pues no había todavía carrera universitaria de psicología, nuestra decisión era la de admitir a todos aquellos que tuvieran capacidades y entusiasmo para dedicarse al psicoanálisis y la llevamos a la práctica. Además, tratamos de difundir nuestras ideas y de abrir las puertas a todos los que se aproximan, sin exclusiones. Este espíritu duró varios años hasta que se infiltraron resistencias más intensas y constructivas y los denigradores del psicoanálisis dentro de la organización misma”. Es decir, y a parte del marcado aire persecutorio de la frase, bien poco en un contexto de quinientas páginas y apenas dos años después de un grave escisión, la de los grupos Documento y Plataforma . La discusión dentro de la APA había obedecido a reproches con respecto a la ideología política de la institución en su conjunto y la de sus analistas, a la posición de privilegio del psicoanalista en el interior de las instituciones y las clases sociales, el mandarinismo burocrático de su régimen interno y el análisis didáctico, a la lamentable pobreza teórica de los seminarios. No era tampoco, y como ocurre en casos del tipo, no todas las cabezas convencidas se mandarían a mudar: siempre hay los que se quedan para cambiar las cosas desde adentro. Algunos de entre los últimos, quienes se dejan murmuran freudianos y hasta marxistas, evocarían desde el referido tomo los placeres aristotélicos del justo medio en medio de una meliflua reflexión hegeliana donde dialéctica brilla pos su ausencia. ¡Si al menos, como diría mi amigo Luis Gusman, hubiera puesto de reojo un ojo con esos brillos! Esta historia sigue: sería en todo caso la de ellos. Sorprende la regularidad binaria de los que se quedaron, ya divididos, y en una lista de “izquierda” gana las elecciones internas: el resultado, he oído, es que ahora hay más didactas. ¿No es algo? Los que se fueron estaban ya divididos, y como no se planteaban la unidad como exigencia, no se les podía reprochar la falta de referencias teóricas que pudieran asegurar alguna. Se percibe en cambio entre ellos impregnaciones lacanianas, de las que no se podrían deducir porque fueran los mejores, puesto que según una regla de bipartición cosas semejantes impregnarían el interior de la Asociación oficial. Es una suerte que la existencia no pruebe nada, pero así estuvieron las cosas, un poro sí un poro no, adentro y afuera.

Volvamos a nuestra Escuela. Una fundación no es un acto de un día: tiene recovecos, discusiones a veces interminables. Si es un mérito: no tratábamos de ahorrarnos ninguna. Mediante la firma del Acta de la fundación abríamos el tiempo al trabajo, que como es de costumbre, debió ser encargado a diferentes comisiones. La espina hacia la que marchábamos, donde debería desembocar en el momento, o en los momentos, en que plantearíamos nuestros estatutos, tiene que ver con ese momento crítico (por dónde el psicoanálisis es psicoanálisis) en que el psicoanálisis no sólo debe de ser estudiado, y practicado, sino además trasmitido: quiero decir, el problema de la formación del analista. Desde el comienzo estábamos de acuerdo con que el modelo que introduciríamos sería el señalado por Lacan, donde el didáctico es función del “pase” y no éste de aquél y que en todos los casos el analizante “soit libre de choisir son analyste”. ¿Pero no había entre nosotros una cuestión de trasgresión cuya resolución nadie podría creer georgiana? ¿Quién es el preso que da el primer paso cuando se es hijo de la sofistiquería o habrá que creer en la conexión mental con Un-Padre, analista número uno, Freud para nombrarlo? Los límites de la libertad, como dijo una vez Lacan, se lo ve, se parecen peligrosamente a las restituciones de la locura. Hablo en todo caso en mi propio nombre. Pero aún, ¿cómo haber analistas desde el lado de adentro (la Escuela Freudiana) cuando los analistas que lo hicieron aún no pertenecen al otro lado de la línea (la Institución oficial)? Cuando se comprueba que tales nudos existen, intrapsíquicamente hablando, se sabe entonces que las instituciones existen. ¿Pero es que lo contrario prueba algo? ¿Una institución psicoanalítica da prueba de su valor en relación a los efectos de verdad capaz de promover por el hecho de que los analistas de sus analizantes-analistas hayan resguardado siempre el mismo lado? ¿No funda la afirmación el burocraticismo de las instituciones oficiales? ¿No hay ahí en cambio una banda de Moebius posible? Obviaré ahora referirme a nuestros estatutos que por el momento son letra bien reciente. Es seguro que existirá otra oportunidad para seguir relatando algo más que el comienzo de una experiencia. Sólo me gustaría por el momento realizar este acto formal, informar sobre nuestra Acta de fundación: se entenderá así de que manera, sin prisa, hemos tratado de comenzar algo, preparando algo, desnudando algo. El Acta dice lo que sigue (fue firmada el viernes 28 de junio de 1974).

1●
Como el psicoanalista, la reunión en grupos de psicoanalistas para instituir el grupo sólo depende de sí misma. Cuando el grupo, además, se nombra, a saber, que se otorga nombre a sí mismo, entonces se funda. Esta reflexión, la presente, sobre lo que ciertas fundaciones son en esencia, funda la Escuela Freudiana de Buenos Aires.

2●
Un gesto de fundación no es un gesto humilde. Menos cuando el pasado, el presente y el fin es el psicoanálisis. Pero una fundación no es tampoco un gesto ambicioso ni nada, aunque tampoco es simple: deberá tratar de precisar los límites de su campo, y con ello basta. Practicarlo es otra cosa, lo que lleva a poder imaginarizarlo.

3●
Más allá de ser asentada, tal fundación exige un gesto de apropiación: lo que está en juego es la minimización de la carga imaginaria del sujeto supuesto saber. ¿Esoterismo o labor?

4●
Pero si el acto de fundación todavía no imaginario del cuerpo es el grupo, el bosquejo de su unidad, el efecto de corte no se distinguirá del lugar vacío de la fundación, espacio donde el gesto es repetición de un gesto: si no repartiremos anillos es porque esto será: un instituto de investigación psicoanalítica.

5●
Fundar tal instituto es significar la retención de la práctica - teórica y por lo mismo transmitirla. Quienes quisieron asumir esa peculiaridad se preguntaron si querían en verdad o no participar en esa certeza masiva donde golpea el significante Freud. Deberán probarlo, es cierto, autoformándose.

6●
Autoformarse: ello significa planear lo instituido en forma de grupos de investigación. Hoy nos formamos, y sólo mañana formaremos psicoanalistas. Pero el acto de fundar se apropia del mañana: “es momento de concluir”


7●
Si se entiende que una fundación no es cautelosa, puesto que apunta a la totalidad de la experiencia, podemos entonces con cautela planear el orden de privilegio de los trabajos inmediatos por venir.

8●
El primer año que sigue a esta fundación deberá cumplirse como organización y práctica de seminarios dirigidos a la nosografía. (El interés por la nosografía definirá su acento, mientras que su fin consistirá en la inscripción, que podrá ser también de rechazo, de un freudolacanismo en la historia de las ideas.)
El segundo año pondrá el acento en práctica “clínica” y “técnica” (niños, adultos, adolescentes).
El tercer año pondrá el acento en “Psicoanálisis e instituciones”, entendiendo por “institución” tanto la sociedad en su conjunto cuanto al hospital y a las instituciones de psicoanalistas.

9●
Recíprocamente, y simultáneamente a lo largo de los tres primeros años, el grupo instituido se autoformará en:
Historia de la teoría (Freud – Lacan)
Teoría pura (Epistemología)
Teoría aplicada (Psicoanálisis e ideología)

10●
Los abajo nombrados instituyen, con la única solvencia de reconocimiento del futuro trabajo recíproco, un proyecto abierto de investigación y práctica precisa, el psicoanálisis.
Lo hacen con sus firmas:

Javier Aramburu – Gerardo Maeso
Samuel Basz – Oscar Masotta
Adolfo Berenstein – Ricardo Nepomiachi
Jorge Chamorro – Luis Peyceré
Juan Carlos Cosentino – Norberto Ravinovich
Benjamín Domb – Evaristo Ramos
Norberto Ferreira – Oscar Sawicke
Germán Leopoldo García – Isidoro Vegh
Sara Lea Glasman – David Yemal
Hugo Levín

* Presentado ante la Ecole Freudienne de París en 1975 y publicado en Ensayos lacanianos, Barcelona, Editorial Anagrama, 1976.

 

 
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