Conversaciones en torno al libro Sexo y traición en Roberto Arlt
MASOTTA, VERDAD Y TRAICIÓN
Alejandro Ruidrejo*
1.- Una confesión
He sentido una profunda incomodidad al enfrentar el desafío de hablar sobre el libro de Oscar Masotta. En cierta medida experimentaba el hecho de que su palabra no sólo antecedía la mía, sino que con esa anticipación la repelía hacia el espacio de los discursos vanos. Es sabido que Masotta resultó ser un gran prologuista de sus propios libros, “Roberto Arlt, yo mismo” es un claro ejemplo de su arte de representarse. Ese título, puede ser entendido como una reformulación de aquella clásica afirmación de Rimbaud Je est un autre . Presentarse es decir quién es uno, habitualmente jugamos el juego social de las presentaciones, pero cuando ese acto de la nimia sociabilidad se radicaliza, su superficialidad se ahonda hasta convertirse en una confesión. Creo que en cierto sentido para Masotta presentarse, prologarse, era una forma de la confesión pública.
Es por eso que preferiría comenzar repitiendo ese gesto que le resultaba tan propio: la confesión. En este caso mi confesión es casi banal: he leído poco y mucho a Roberto Arlt. Poco porque sólo recuerdo un título: “El juguete rabioso”. Mucho, porque durante tres años consecutivos he visitado esas páginas. Hoy me he habituado a una forma de la relectura que se regodea en la malicia de una máxima: “sólo se lee lo que llega a ser releído”. Pero las frases hechas de la arrogancia académica no podían serme echadas en cara en aquella edad donde los vicios no se ocultaban con ropajes literarios.
Entre los quince y los diecisiete años leí “El juguete rabioso”. Tal vez pueda decir hoy que hice mi experiencia de lectura en condiciones privilegiadas, siendo habitante de los suburbios bonaerenses, siendo varón, pobre, trabajador de oficios miserables, durmiendo el sueño dulce que alimenta la venganza del dependiente sobre el patrón, bajo la sombra del homoerotismo de los baños de la Estación Retiro, donde los labios de la capital y la provincia sienten todos los alientos.
A los quince años no se relee por la vanidad de los hombres adultos, pero tampoco se relee como suelen hacerlo los niños con los cuentos infantiles. Yo leía por dar cumplimiento a una obligación escolar, pero también por fascinación, porque en esas páginas entrábamos todos los de mi clase. A los quince años se busca el destino en todas partes, pero en esas páginas nuestro destino tenía el nombre de otro.
Algo fatal anudaba la traición y la vida. Algo terrible había en esas páginas y por eso no podía abandonarlas sin más.
Masotta tenía veintisiete años cuando escribió su libro sobre Arlt, para ese entonces había develado lo terrible que habitaba la geografía del texto que me subyugaba, porque a sus ojos esa “novela es una verdadera fenomenología, en el sentido que Hegel le daba a la palabra, de la aparición del mal; es decir que en ella se hace el relato de un desarrollo verdaderamente dialéctico donde algo nuevo emerge en cada etapa: el punto de partida es la trascendencia y el convencimiento de que su satisfacción reside en el mal”.
Leer a Masotta permite desmontar las partes de ese dispositivo de la rabia, pero una vez que la fenomenología del mal es captada, revela mucho más que la banalidad que la anima, el mal como verdad de una conciencia que se afirma en su historia deja de ser el centro de atracción irresistible, para dar lugar a otra forma más inquietante de plantear la relación entre el sujeto y la verdad. “Roberto Arlt, yo mismo” es la respuesta en clave de confesión a la pregunta por el valor de las verdades que podemos afirmar.
2.- Borges y Arlt en el laberinto
Masotta sostuvo que los argentinos hemos dado al mundo de las letras sólo dos nombres: Arlt y Borges. En cierto sentido el valor de esa afirmación es casi nulo para nosotros, pues poco nos interesa la sanción de Masotta sobre las cualidades literarias de nuestros autores. En el espacio de la cultura la capacidad de supervivencia se mide por el modo en que pueda resistirse a las sentencias enfáticas, cebadas por la afectada gravedad o la ironía. No nos doblegan sus preferencias sino el modo en que al configurar la proximidad de lo distante da las indicaciones para se construya en torno a dos nombres propios el laberíntico espacio de las influencias y las apropiaciones culturales.
Sabemos mucho del influjo que Borges ejerciera sobre el pensamiento francés de la segunda mitad del siglo veinte. A pesar de su devoción por la cultura anglosajona, le tocó a Borges tener que aceptar a París como puerta de entrada al mundo europeo.
La segunda gran guerra nos trajo a Roger Caillois, durante su estadía Victoria Ocampo se ocupó de atender sus curiosidades, y a su regreso él le llevó a Gallimard el fabuloso proyecto de la colección hispanoamericana “La Croix du Sud”, allí supo publicar la antología de textos borgeanos que tuviera por título “ Labyrinthes ”. Se ha dicho que a Caillois le hubiera gustado ser Borges; pero con humor, y no sin verdad, Borges decía que él era un invento de la imaginación de Roger Caillois. Ambos sabían que el sí mismo se configuraba en un laberinto de espejos.
La potencia de esa ficción impactaría sobre grandes figuras como Blanchot, Foucault, Deleuze, Derrida, pero también sobre Sartre, quien no sólo dio lugar, en su revista Les temps modernes, a las primeras traducciones de la ficción de borgeana sino que le transmitió personalmente su admiración. Borges sin embargo pensaba poco en Sartre; pues sólo le interesaban aquellos franceses que como Pierre Menard aspiraran a rescribir el castellano. Su desdén tuvo la ocasión de cubrir la ingratitud con la ironía al afirmar: “Conocí a Sartre y me elogió. Naturalmente, qué más puede pedir un argentino que ser elogiado por un francés, pero no le tengo simpatía y creo que el existencialismo conduce a una suerte de vanidad”
Sin lugar a dudas Borges no tenía en Francia ninguna lucha por dar, pero con mayor certeza es posible afirmar que la literatura borgeana no estará de parte de Sartre cuando las filosofías de la conciencia y el estructuralismo realicen su ajuste de cuentas. Las perplejidades del tiempo, el yo, la escritura y lo ficcional serían temas más propicios para un pensamiento que se libere del sujeto.
Al momento en que Borges recibía esos reconocimientos Masotta admiraba a Sartre y lo tomaba como referencia insoslayable para comprender la importancia de la obra de Roberto Arlt.
Sabemos que Arlt no corrió la misma suerte que Borges, sus obras no fueron traducidas al francés, sino muy tardíamente, incluso después de su muerte. Difícilmente encontraremos un volumen de La Pléiade que reúna sus trabajos. Pero Masotta se empeñaba en afirmar que en sus personajes podría encontrarse una clara anticipación de los protagonistas de la novela sartreana. Arlt estaba allí, más de quince años antes que Sartre lo hiciera, tomando la angustia, el sinsentido, y la afirmación de sí mismo a través del mal. Pero en el laberinto masottiano de los años cincuenta leer a Sartre permitía conducía a Arlt, porque a partir de esa compleja deriva por lo otro podría reconocerse la singularidad de aquello que nos constituye. Desencontrados en el laberinto entre París y Buenos Aires, Borges y Arlt dibujan con sus recorridos el rostro de un minotauro impar: la clase media argentina.
3.- Traición y confesión
Masotta volvía sobre Arlt con los ojos de Sartre, pero en aquellos puntos que escapaban al recorrido estrábico del marxismo y la fenomenología era preciso dar lugar a la mirada propia. “Lo que no estaba en Sartre estaba en mí”, dirá. Era preciso establecer un punto de vista lejano para escapar a la miopía moral de un ser de clase media, pues “la clase media es casi ciega con respecto a lo que ella vale y cuando se toma conciencia de ese valor, ya no se quiere permanecer en ella. Las individualidades, entonces, no tienen más remedio que autoempujarse hacia el sector de los humillados y adoptar el mal”.
El mal y los humillados son nociones que se extraen del ámbito teológico para dar cuenta de una metafísica, de una ideología de lo cotidiano donde la traición es el precio a pagar por la inclusión social. “La decencia y la maldad no se excluyen”. “El bien se alimenta del mal” “la sociedad no es más que un conjunto de verdugos escalonado según la jerarquía”.
Sólo una especie de fidelidad última al marxismo le permite a Masotta despreciar las escolares prescripciones con que la izquierda se aproximaba al mundo de la cultura. Con buenos ojos marxistas había mucho que extraer en términos de verdad, del mal en Arlt. El hombre de Arlt no tiende a la clase, no se pliega a la solidaridad con los humillados, por el contrario, traiciona, miente, humilla, sus ropas de hombre de medio pelo tienen todas las aureolas de la mugre de un orden social al que no intenta subvertir con revoluciones, y sin embargo logra con todo ello mucho más que el mero conformismo social, revela el carácter hipócrita de la sexualidad, las agobiantes opresiones de una moral basada en el mal. La traición a un ser querido cobra un sentido político de gran contundencia, porque pone de relieve la red de traiciones que constituyen la trama social.
Se ha dicho que en los años cincuenta, cuando el campo de la cultura estaba claramente dominado por la derecha conservadora, los intelectuales de clase media debían traicionar su origen para ser aceptados. En ese contexto, cobra relevancia la importancia política de la confesión pública de Masotta. La confesión no es un dispositivo de control que conduce a ser gobernado, sino que se produce como un ejercicio de sí que apunta a una experiencia de libertad. La confesión es la delación de sí mismo, pero en tanto autoacusación es una forma de fidelidad, de ascesis, pues sólo se puede traicionar al prójimo, a lo más próximo. En este sentido, la traición es una invención de sí mismo, una reafirmación de sí, una resubjetivación que se funda en la extirpación de lo traicionado. Pero esa confesión no puede remitir a una interioridad, no se trata de confesar intimidades, no es la excusa para la autobiografía. Ni Agustín, ni Rousseau. Se confiesa un mundo, es por ello que cuando se adquiere la perspectiva justa la confesión se vuelve denuncia.
Hay una gran enseñanza en Masotta cuando escribe “Roberto Arlt, yo mismo”, hay una gran lección en el hecho de haber leído a los franceses, porque el sí mismo remite a un afuera cuyas verdades nos constituyen, conforman juegos de verdad a partir de los cuales nos constituimos como sujetos; la confesión implica hoy una vuelta por el mundo, un diagnóstico de nuestro presente, y un compromiso ético con las verdades que nos ponen en peligro. Michel Leiris, otro francés, le había indicado a Masotta que “para defenderse de la gratuidad del acto de escribir había que escribir sobre temas que lo pusieran a uno en situación de peligro, que lo descolocaran ante los demás”. Una forma de hacerlo es escribir sobre uno mismo. Para desnudarse o para confesarse. Pero quien se confiesa se confiesa de algo, y para hacerlo, es preciso un juicio retrospectivo, y negativo, sobre ese algo. Confesarse, así, es convertirse de alguna manera en un pasatista, y en un moralista. ¿Será éste mi caso? Y por otra parte, es difícil sortear el peligro de la falta de peligro.” ¿Cómo confesar sin convertirse en un moralista? ¿Cómo traicionar sin renunciar a la crítica de las sujeciones? Los griegos tenían una palabra para designar la situación en que la confesión de una verdad se hacía poniendo en peligro la propia vida, la llamaban “parresía”.
Creo que nuestro presente nos enfrenta al desafío de producir los saberes que nos permitan una resubjetivación frente a los juegos de verdad en que se juegan nuestras vidas. En ello hay una apuesta de la libertad, pero también de la inteligencia. Releer a Masotta es un buen modo de comenzar la instrucción.
* Alejandro Ruidrejo (Salta, Argentina). Magister en Filosofía Contemporánea (2007), Especialista en Formación Ética y Ciudadana (2002) y licenciado en Filosofía (1999) de la Universidad Nacional de Salta. Director del proyecto de investigación "Verdad y Políticas de la vida" (2006-2008) en la Universidad Nacional de Salta. Mail: Alejandro Ruidrejo <aruidrejo@yahoo.com.ar>.
|