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DE NOBIS IPSIS SILEMUS* Reflexiones sobre Hans Blumenberg, lector de Kant
1. Continuando la gran decisión. Kant no es el principal interlocutor de Blumenberg (1). Al menos en apariencia. Hoy podemos identificar la tensión fundamental de su trabajo intelectual y comprender que reside en esto: cuestionar la centralidad que la filosofía de Heidegger ha obtenido en el siglo XX. A su manera, flotando un poco sobre las bruscas realidades del mundo, que sólo en un trabajo muy tardío se dignó reconocer, gestionando como nadie las anécdotas y la ironía, Blumenberg no se ha resignado frente al éxito de Heidegger. No me atrevo a decir que haya visto en ello una injusticia, aunque desde luego es una señal. En todo caso, esas resistencias contra el autor de la analítica del Dasein constituye la clave central de la atmósfera intelectual de las obras de Blumenberg y por ella nos decidimos a ser sus lectores y seguidores. Esta preeminencia de Heidegger, aparte de levantarse sobre el truco de trabajar con la falta de claridad (2), se obtuvo, y Blumenberg se ha referido a los sucesos con su acostumbrada elegancia, a partir de dos momentos decisivos: la discusión de Davos, en la que Heidegger despreció la deriva de Cassirer desde la teoría del conocimiento hasta la filosofía de las formas simbólicas, y la más dolorosa y dudosa relación de Heidegger y Husserl, que asumiendo la centralidad del concepto del “mundo de la vida”, permitió presentar la propia analítica del Dasein como una novedad radical que arrinconaba a su verdadero fundador. Con una sutil voluntad reparadora, Blumenberg se ha referido siempre a Cassirer y a Husserl como sus verdaderos maestros y no ha dejado de rendirles homenajes diversos. El canónico, y el que nos resulta importante para este ensayo, fue entregado a la memoria de Cassirer en el discurso de recepción en la universidad de Heidelberg del premio Kuno Fischer en año l974 (3). Nos interesa hoy este discurso, como es natural, porque no se puede hacer una valoración de la figura de Cassirer sin ponernos en la pista de Kant. Pero, por el momento, nos interesa más destacar la convergencia del gesto de Cassirer con el de Husserl. Cassirer había confesado siempre que su evolución intelectual no podía entenderse como una defección de la sistemática de Hermann Cohen. Era así: él se había limitado a ampliar el análisis de las categorías básicas de la ciencia hasta abarcar también las formas de la vida cultural en su totalidad. Este era el paso desde la voluminosa Historia del conocimiento y de la ciencia, a la que Blumenberg llama “una monumental necrología histórica”, a la filosofía de la formas simbólicas. Aquí no había una ruptura con el proyecto del neokantismo, sino que se inauguraba su ampliación. Se trataba de asegurar que el progreso científico no era el signo exclusivo de la complejidad de la conciencia. Ni siquiera era su índice más expreso. Al contrario, la teoría de las formas simbólicas tenía que avistar el continente de la experiencia cotidiana como campo de análisis y registrar en el mundo intuitivo de la vida toda una serie de fenómenos expresivos de la humanidad que, sólo en sus derivaciones finales, tenían que ver con las prestaciones propias de la teoría. “A idéntico tema es llevado también, casi por la misma época, Edmund Husserl, bajo la expresión programática de “mundo de la vida”, dice Blumenberg, mostrando la convergencia de sus maestros que anima su posición (4). Blumenberg valora este paso de Husserl de una manera que no puede dejar de aplicarse a Cassirer. La invocación del mundo de la vida separaba a Husserl de su elemento neokantiano. La razón: la filosofía no tenía como fundamento un factum científico sobre el que construir la conciencia filosófica de sus condiciones de posibilidad. El mundo de la vida no era un factum, sino aquello que se supone en cada caso perdido para que la filosofía pueda comenzar su camino. No es un objeto científico, sino justo aquello que se resiste a ser tematizado como objeto. Mas no era suficiente con abandonar el elemento neokantiano que veía el fundamento de la razón el factum de la ciencia. Blumenberg se interroga hasta qué punto estos dos movimientos comunes de regreso al mundo de la vida implicaban un abandono del telos neokantiano. La razón puede proceder de la vida cotidiana, del mundo de la vida, de los elementos expresivos e intuitivos de la humanidad, pero ¿se dirige necesariamente a la ciencia? Lógico habría sido abandonar el punto de partida en la ciencia y, a la vez, discutir que el telos era reconocer en la ciencia la razón suprema. Ni Cassirer ni Husserl sin embargo, dieron este segundo paso. Blumenberg ha hablado en este caso de una discordancia entre el origen y el telos de la razón. A fin de cuentas, Cassirer sigue viendo en toda forma de conciencia no cognoscitiva del mundo un estadio provisional que, tarde o pronto, ha de ceder su lugar ante la hegemonía de la ciencia. ¿Pero ha hecho algo diferente Husserl? ¿O más bien ha mantenido esta categoría de “mundo de la vida”, referida al pasado absoluto, como principio para convencernos de que no hay otro futuro que el de la reconstrucción filosófica plenamente ofertada por el programa de la fenomenología, expresión suprema de la ciencia estricta? En cierto modo, Blumenberg ha visto como tarea propia de su quehacer filosófico culminar y dar coherencia a esta incoherencia común de Cassirer y Husserl. La ciencia es razón, pero no es el telos único de la razón humana. El mundo de la vida no sólo es el punto de partida de la filosofía, sino aquello que secretamente puja por su continua renovación, más allá de la ciencia, por la compleja trama de metáforas y reconstrucciones del trabajo del mito. Ahora podemos apreciar la paradójica relación de Blumenberg con Heidegger. Pues, sin lugar a dudas, Heidegger asumió esta dimensión del mundo de la vida como el elemento central del que debía partir la analítica del Dasein. Apenas encontraremos en Blumenberg una manifestación de distancia frente al autor de Ser y Tiempo. Lo que encontramos, con mucha frecuencia, es una irónica insistencia en la imposibilidad de escribir la segunda parte de este afamado libro. En suma: Blumenberg deja de seguir a Heidegger en ese paso desde el análisis de la existencia a la Kehre que le ha llevado camino del Ser. Esta distancia irónica está relacionada con dos cosas decisivas. Por una parte, con la decidida voluntad de Heidegger de no interpretar Ser y Tiempo como una antropología, como una analítica de lo humano. Por otra, con la voluntad de Heidegger de priorizar el presente del Dasein, oponiendo la existencia inauténtica de la última etapa del hombre occidental, dominado por la voluntad de poder, a una imaginaria conciencia presocrática del origen respetuosa con el Ser. Este papel constitutivo de la crisis del presente era el determinante de la vuelta al Ser y de su comprensión radical. Y el supuesto de esta crisis del presente consistía en una apreciación heterogénea de lo humano, escindido en un antes y un después de la historia de la metafisica, que hacía del hombre un sujeto que habría de entregarse sin reservas a la voluntad de poder. En suma: no hay manera de entender a Heidegger al margen de la filosofía de la historia. Desde luego, esta filosofía de la historia hacía de la ciencia que buscaba Cassirer, de ese telos científico de la razón, una parte de la voluntad de poder en la que insistía un sujeto demasiado consciente de su propia nada. Así que, en cierto modo, lo que hacía verosímil el gesto de Heidegger era la falta de coherencia del gesto de Cassirer, su insistencia en el telos superior de la razón cientifica. Cassirer tenía que haber abandonado el teleologismo de la ciencia como forma de conciencia superior. Tenía que haberse entregado a la pluralidad de las formas de la conciencia como expresiones del estatuto insuperablemente plural de lo humano. Tenía que haber abandonado toda teleología del progreso científico. Tenía que haber abandonado una filosofía de la historia que era demasiado fácil invertir en sus términos fundamentales. Eso exactamente es lo que hizo Heidegger, y lo que radicalizó a su manera La Dialéctica de la Ilustración. En esas inversiones está la fuente de lo paradiable de estas filosofías, pues en su origen mismo está la imitación. Sobre una nueva base, una que negara el telos inmanente de la conciencia hacia sus formas cognoscitivas y científicas, se habría evitado esa “arrogancia de los contemporáneos”, en posesión del grado más alto de perfección epistemológica, capaces de mirar por encima del hombro a todo el pasado como algo que tenía sentido en la medida en que había preparado nuestro éxito. Esa legitimidad del presente como juez superior del pasado, este ”escarnio exhibido por los que han tenido razón” (5), era demasiado frágil como para que no se buscara una radical humillación del presente, un ejercicio igualmente unilateral de la pulsión masoquista, una inversión radical del diagnóstico del triunfo de la superioridad moderna. Eso es lo que fue interpretar el presente como la época final y nihilista de la voluntad de poder. Esa inversión, la verdadera Kehre, es la que realizó Heidegger. Pero como pura inversión de la incoherencia de Cassirer-Husserl dejaba escapar lo más valioso, la posibilidad que había abierto Cassirer. 2.- Imperativo de memoria de lo humano. Blumenberg se ha impuesto como programa lo siguiente: “Lo que nos queda por aprender de Cassirer va ubicado, justamente, en aquello que no le salió bien, pero que se revela como el impulso más apremiante que acompaña el trabajo de toda su vida y lo rebasa” (6). Dar por buena su incoherencia, y edificar sobre el fracaso de Cassirer, es lo que resulta inaceptable en Heidegger. Aquí se desvela su parte deshonesta, tal y como la exhibió en el debate de Davos. Pues un pensador honesto se empeña en superar aquello que salió mal en su predecesor, no en asumir su fracaso para ir en contra de él. Si se entrega a esta actitud, sólo podrá interiorizar ese fracaso, hacerse partícipe de él, construir sobre él. Que la posición filosófica de Cassirer se sustancia en un fracaso es perceptible por su aspecto disonante, al que ya hemos hecho referencia. Pero esta disonancia se reflejó también en las tensiones abismales entre su teoría y su práctica. Por una parte, mantenía el telos de la ciencia como forma suprema de la conciencia. Por otra, se especializó en estudiar aquello que no llevaba a la ciencia. Toda la obra de Cassirer, con posterioridad a Filosofía de las formas simbólicas, se especializó en “una exposición de aquello que se tiene por oscuro” (7), en esas épocas históricas cuyo pensamiento no fue a sitio alguno, ni encaminó al hombre por el camino que marcaba el telos de la ciencia. Así, identificó ese vacío histórico entre la escolástica y el renacimiento en su obra Individuo y Cosmos en la filosofía del Renacimiento, o ese espacio cegado del platonismo inglés en su Die platonische Rennaissance in England und die Schule von Cambridge, libros de 1927 y 1932. Estas obras abordaban temas que no estaban en el camino del triunfo de la ciencia. Cualquiera que quisiera legitimar sádicamente la dignidad del presente, no obtendría de estos períodos argumento utilizable alguno. Eran obras que se dedicaban a personas y perspectivas fracasadas. No estaban en el camino del éxito, sino cegadas en la historia. Puras expresiones de la contingencia del hombre, estaban allí detenidas en sus propios alvéolos temporales, sin posibilidad de uso para el triunfador de la historia. No servían para ofrecer confirmaciones a los contemporáneos, ni para mantener la trivial arrogancia del presente. En suma: aunque Cassirer no había roto con el telos de la ciencia, había trabajado como si ese telos fuera un síntoma, una reconstrucción demasiado arbitraria propia de un presente demasiado inseguro. Tal reconstrucción, de hecho, sólo se podía conquistar desde un ingente olvido de todos aquellos que no se habían prestado al juego del triunfo de la ciencia. Cuando Blumenberg se preguntó por el motivo que llevó a Cassirer a investigar estos fracasos de la historia, esos momentos que no llevan hacia el camino de la conciencia científica superior, sólo pudo recurrir a la figura de Kant. Cassirer había demostrado una conciencia puntillosa que no olvidaba los “estadios intermedios y transitorios” de esa historia de occidente camino de la majestad de la ciencia. Los había estudiado como si fueran fines en sí mismos, pues no podían ser usados como meros medios para legitimar el presente. Heidegger no respetó esta contradicción interna de la obra de Cassirer y perdió toda sensibilidad para estos humildes fenómenos de la historia de la conciencia europea. Invirtió el diagnóstico, desde luego. Pero privó de todo sentido los pasos continuamente dados por el hombre europeo contra el abismo de la voluntad de poder. Así fue como se impuso esa catástrofe de la inversión del proceso total de occidente retornando a los presocráticos. En el fondo, era el mismo camino de éxito, es verdad que ahora hacia ninguna parte, hacia el fracaso del nihilismo. El tiempo histórico no quedaba menos deteriorado, usado, instrumentalizado, aunque ahora fuera para verificar el diagnóstico del presente, para mostrar la necesidad de la Kehre como única posibilidad de salvación de un hombre que llevaba milenios enredado en su propia trampa. La filosofía de la historia invertida de Heidegger devoró de igual manera la memoria, mediatizó de igual manera el pasado por el presente, sirvió sólo para destacar la relevancia de la actualidad como momento decisivo de máxima condenación metafisica, dibujaba para que resaltara la altura del gran liberador. De esta manera, la historia de la metafisica era igualmente una suplantación de la historia por UNA historia, tanto como podía serlo la historia de la ciencia. Una afirma y la otra niega, pero estructuralmente no dejan de ser idénticas. La teoría, aunque ahora cegada por el Mac Guflin del ser, el inobservable sustituto de la ciencia, era igualmente sostenida sobre la injusticia de la instrumentalización del pasado. Lo más terrible del asunto era que la filosofía de la historia de Cassirer él mismo la había superado en la praxis, en el trabajo de erudito, al dedicarse a los pasos perdidos del hombre occidental, aunque ese trabajo no se hubiera elevado a expresión teórica apropiada. Heidegger, así, se vinculó al punto flojo de su maestro, lo condenó, lo hizo irreparable, en lugar de entregarse a teorizar sobre al efectivo trabajo que superaba internamente sus propias declaraciones. Hemos mencionado a Kant cuando nos preguntamos antes por el motivo que llevó a Cassirer a ser sensible, más allá del sadismo y del masoquismo, con los fracasados en el camino de la historia de la ciencia. Esta mención es la clave teórica de todo el trabajo de Blumenberg. En cierto modo, Kant siempre había elevado postulados prácticos cuya finalidad última consistía en no dar por definitivo un mundo reducido a ciencia (8). En el mismo sentido, para Blumenberg, las dimensiones morales, en la línea kantiana, siempre renuevan su capacidad de limitar las pretensiones de hegemonía de la ciencia. Ahora quiero citar el texto de Blumenberg en que se vincula la práctica histórica de Cassirer con el imperativo moral de Kant. Dice así: “Cassirer nunca nos ha dejado saber si lo que en él se oponía, prescindiendo del éxito, a poner la historia en función de las necesidades de actualización del presente, era el kantiano que seguía el imperativo de no servirse de la humanidad, en ninguna persona, como mero medio” (9). Más allá de la reserva, la afirmación se impone. Sea de Cassirer o no, haya sido llevado por él hasta las últimas consecuencias, resulta claro que quien reflexione sobre esta actitud no puede sino apelar al imperativo categórico kantiano. Apenas tenemos dudas de que ese imperativo ilumina así la clave de toda la obra de Blumenberg. Puede sorprendernos esta ampliación del imperativo kantiano sobre la praxis del filósofo, pero cuando la pensamos bien no encontramos reserva alguna acerca de su genuino carácter. Nos hemos acostumbrado a evocar el imperativo para ordenar las relaciones con nuestros contemporáneos y así hemos perdido de vista el pasado. Nos hemos mostrado dispuestos a condicionar nuestras relaciones con los vivos por las exigencias del imperativo, pero hemos olvidado que los muertos y los hombres del pasado siguen gozando del elemento de lo humano. Ellos también tienen sus derechos y generan deberes en nosotros. Para hablar con ellos y de ellos sigue rigiendo el imperativo que obliga a no tratarlos como medios. El imperativo no sólo define el ethos del hombre activo, sino el imperativo del historiador. Blumenberg ha sido perfectamente consciente de esta ampliación del ethos kantiano y la ha referido a una influencia de Husserl (10). Sobre él ha organizado su trabajo de historiador de la filosofía. Es un ethos que rechaza utilizar el pasado para confirmar lo que ha triunfado en el presente. Como tal, esa actitud, al conceder derechos a los hombres del pasado, impide la emergencia de la filosofía de la historia. Como expresión de las bases de moralidad ante las que no podemos retroceder, nos impone la más extrema igualdad entre todos los hombres, los del pasado y los de presente. Ninguno está más cercano de un fin de salvación, ninguno puede ser utilizado para salvar a otro. Todos ellos están en función de la expresión de una libertad de la que no pueden separarse. Desde esta perspectiva, Blumenberg ha extraído la radical consecuencia anarquista del imperativo categórico, que ya en su día percibiera Kierkegaard, poniendo de manifiesto la disonancia entre éste y cualquier afirmación de progreso. Es la filosofía de la historia lo que queda disuelto al tomarse en serio la dimensión del hombre como fin en sí. Ante nosotros, surge entonces una homogeneidad de lo humano que tiene que ver con aquello que Heidegger ha despreciado al negar la posibilidad de interpretar su Ser y Tiempo como una antropología. Ninguno otro fin puede ser reconocido al margen de este propio de cada uno. No utilizar a los demás para acreditar el privilegio de nuestro presente es la otra cara de la moneda de un ethos de historiador que se basa en la obligación de “no dar lo humano por perdido” (11). Todo fragmento del pasado tiene que ser reconocido en “la porción de la humanidad que le corresponde”. La tesis central de esta conferencia dice que, para cumplir con esta obligación del imperativo categórico aplicado a la investigación histórica, basta con seguir una consigna: “de nobis ipsis silemus”. También en relación con el pasado, como en relación con el presente, el imperativo tiene consecuencias anti-narcisistas. La misma inclinación que nos insta a saltarnos el imperativo categórico en la práctica, esa nos lleva a incumplirlo en la referencia a la historia. Se trata de identificar un interés particular al que deseamos aferrarnos. Vemos así que al renunciar a hablar de nosotros mismos también renunciamos a algo más: a una construcción de la subjetividad apasionadamente centrada en nuestras propias obsesiones, incapaz de recordar la profunda afinidad y homogeneidad de lo humano. Y al contrario, al no desear imponer nuestro presente, producimos ese vacío que nos anima a reconocer las formas de lo humano en el pasado. “No es cuestión de una elección nuestra, sino de la existencia de una demanda que se nos hace de mantener presente la ubicuidad de lo humano”. Así que, de nobis ipsis silemus viene a imponer también la capacidad de reconocer la humanidad por doquier. Sin la interpretación del imperativo como condición de sustituibilidad entre los hombres, como en un momento llegó a defender Plessner (12), no se habría logrado esta percepción del oficio de historiador, officium nobile, como cumplimiento del derecho al recuerdo que tiene el pasado por encima de la arbitrariedad del tiempo y del espacio. Pues frente a la condición de lo humano, estas diferencias pierden su relevancia. El reconocimiento de la contingencia espacio-temporal es también precondición de una comprensión profunda de la igualdad. De manera consecuente, Blumenberg ha dicho que siempre ha llevado como una condecoración el reproche que se le ha hecho de historicista. 3.- Callar por no ser. ¿De dónde brota este imperativo de silencio sobre nosotros mismos? ¿Cuál es su más profunda raíz? Este imperativo kantiano nos obliga a insistir en la dimensión de lector de Kant que ha acreditado Blumenberg a lo largo de toda su trayectoria. Pues radica ahí una dimensión antropológica que, sin duda, sólo ha sido pensada con cierta intensidad por Kant. Podemos establecerla así: frente a toda la tradición moderna, que hace del ser humano una transparencia perfecta de sí mismo, Kant sospechó, frente a todos sus intérpretes, que el hombre no goza de tal cosa. De ahí que el factum siempre sea una exterioridad, una objetividad histórica, una praxis o una institución, como la ciencia matemática, la física, el arte o el Estado. Toda la Crítica de la razón pura se basa sobre este punto y pretende proyectar claridad sobre el sujeto a partir de la mayor claridad visible en los objetos. En mis lejanos tiempos de estudioso de Kant defendí este punto al conceder extrema relevancia a la prioridad del sentido externo sobre el interno, y a la prioridad de la experiencia externa sobre la interna. La inmediatez del espacio es ordenadora. La inmediatez del tiempo, la única a la que tenemos acceso desde nosotros mismos, no. De ahí que todo el esfuerzo de la Crítica no sea sino el intento de lograr un orden mediato del tiempo a partir de la base del orden inmediato que podemos intuir en el espacio. De ahí que todas las ordenaciones de las categorías del tiempo —sustancia, causa, reciprocidad- se basen en ordenaciones de la permanencia, de la irreversibilidad y de la simultaneidad, formas que no pueden lograrse sino desde el orden espacial. Blumenberg ha dicho, en este sentido, lo siguiente: “El ser humano no tiene ninguna relación inmediata, puramente ‘interior’ consigo mismo. Su auto-compresión tiene la estructura de la ‘auto-exterioridad’. Kant fue el primero en negar que la experiencia interior llevara la delantera a la experiencia exterior” (13). Así que, el imperativo de silencio se deriva de algo muy profundo: no hay nada que decir de manera inmediata sobre nosotros mismos. Sobre esta imposibilidad de decir algo de manera inmediata e inicial sobre nosotros mismos se funda la imposibilidad del narcisismo. Cuando el hombre se mira a sí mismo no ve nada. Vemos aquí la sustancia misma del imperativo de la hermenéutica: sólo a partir de lo extraño, podrá el hombre ver algo en sí mismo. Sólo a partir de lo que aparece como extraño llegamos a aclararnos sobre lo propio. La dimensión de la historia de la filosofía, que nos inclina a hablar sobre lo que no somos, es un imperativo, pero sobre todo porque es en cierto modo una necesidad consciente. Aquí, como en otros pasajes de Kant, la naturaleza de las cosas ayuda el cumplimiento del deber. En el fondo, callamos sobre nosotros mismos porque no tenemos nada de qué hablar. Debemos callar sobre nosotros mismos, desde luego, pero sólo en el caso de que queramos hablar con sentido. Un otro hablar patológico, la metafisica, siempre será posible. Pero si somos honrados con nuestra propia confusión, no nos será difícil asumir el imperativo categórico y abrir el silencio que respeta los derechos a ser recordado de lo humano en el pasado. Es, en el fondo, la única forma de acceder a algo claro sobre el ser humano. Este hecho, como es obvio, está en la base de la preocupación del Blumenberg por la metáfora. En efecto, el índice más preciso de las dificultades de auto-comprensión humana reside en que se ha pasado su historia entera hablando de Dios. Lo que animaba esta inclinación era la certeza de un vacío interior que sólo se podía llenar metafóricamente, mediante la proyección de una exterioridad sobre nuestro propio ser. Este es siempre el proceso constitutivo del sujeto, lo que Freud ha nombrado como proceso de transferencia. Hablamos de necesidad de la hermenéutica para el hombre por la inevitable constitución metafórica del mismo. Que el hombre se haya visto como imagen y semejanza de algo otro es la demostración de la imposibilidad de ese narcisismo originario que impide al hombre mirarse a si mismo como figura original. No se trata sólo de un déficit de conocimiento de sí. Se trata de un déficit de constitución. La pregunta central de la antropología, según Blumenberg, es cómo puede a pesar de todo existir este hombre que no goza de una constitución biológica cerrada. La respuesta es: no entablando relaciones inmediatas con la realidad, no confiando en un instinto inexistente. Ese es nuestro sentido como seres históricos. El imperativo categórico no nos eleva a fines en sí por causalidad. Es la otra cara del reconocimiento de nuestro estatuto de seres no-constituidos y de la evidencia de que sólo nosotros podemos realizar esa tarea. Para eso suponemos igualdad y libertad. Y para ese necesitamos tener historia. Sobre la historia —no sobre UNA historia-, podemos construir algo parecido a una existencia libre. Pero ¿qué significa que no podemos tener relaciones inmediatas con la realidad? Desde luego, que sólo podemos tenerlas mediante la apropiación de las relaciones con otros. Esa es la base de nuestra constitución metafórica: proyectamos sobre nosotros mismos lo que nos representamos de los otros. Somos metáforas de los otros, construidos sobre las analogías de lo que interpretamos (14). Esto es lo que Cassirer quería subrayar cuando estableció que somos animales simbólicos. Esta sencilla apropiación inconsciente y constitutiva de los símbolos es, de hecho, lo que Husserl quería subrayar en su categoría del mundo de la vida, un mundo dentro del que uno vive únicamente porque está vivo (15). Así que Blumenberg reconoce la paradoja central de la filosofía de Kant que, a su vez, es la única vía resolutiva de la filosofía moderna (16): que todo converge en la antropología y que el imperativo básico de la misma es “de nobis ipsis silemus”. ¿De qué hablamos entonces cuando hablamos de antropología? Hablamos de nosotros mismos desde luego, de nuestro anhelo de ser, de constituirnos. Pero no podemos hacerlo hablando desde nosotros mismos, sino desde el trabajo de lo otro, del mito, en el que siempre vemos las metáforas de nosotros mismos, o desde el trabajo de la historia. Desde luego, en la antropología no hablamos de lo que sabemos de nosotros mismos. Quizás por este motivo Kant puso al principio de la Crítica de la Razón Pura esa divisa y quizá por eso haya reconocido que las tres obras críticas se reducen a la pregunta propia de la antropología, a saber: qué es el hombre. Nadie como Kant, en la idea de Blumenberg, ha construido una filosofía sobre la ignorancia y sobre la voluntad de reconocer esa ignorancia, sobre todo acerca de ese objeto imposible llamado “Yo”, como vacío insuperable desde el que operamos, que no es sino el vacío que acompaña todo lo que hacemos. Esto es lo que significa en verdad que toda la filosofía de Kant sea una crítica a la metafísica. En lo que ha llamado “una nota inolvidable” ha visto Blumenberg el pathos más esforzado de la Crítica de la razón pura. Allí (17) se dice: “Las observaciones y cálculos de los astrónomos nos han enseñado muchas cosas admirables, pero lo más importante, sin duda, es que nos han descubierto el abismo de la ignorancia que sin esos conocimientos la razón humana nunca hubiera podido imaginar tan grande; la reflexión sobre él, además, tiene que producir una gran transformación en la fijación de los objetivos finales de nuestro uso de la razón”. He aquí el verdadero programa que realizó Cassirer, expresado con la máxima y extrema coherencia teórica. La filosofía que repara en la centralidad de la ciencia, destaca sobre todo la enorme ignorancia que produce la ciencia. Por eso, esa misma filosofía debe fijar los objetivos finales de la razón en otro sitio que en la ciencia. Blumenberg ha comentado (18) esta nota inolvidable como si contuviese la tesis de que el ignorante no puede tener idea alguna de su ignorancia. La tesis dice, realmente, que la ciencia, más que dar al hombre una idea de su conocimiento, produce paradójicamente una idea más precisa de su ignorancia. Así que se trata de un dilema irresoluble: el ignorante ni siquiera tiene una idea precisa de su ignorancia. Pero el científico, de hecho, sabe que su ignorancia es todavía más grande que lo que imaginó al principio. Cuanto más ignorante se es, menos ignorante se imagina uno que es; cuanto más se sabe, más se ignora (19). Aunque fuera sólo por esto, el destino de una filosofía que viera en la ciencia su telos no dejaría de aumentar la desesperación humana. Kant, por el contrario, acaba asegurando que esta paradoja produce una transformación en la comprensión de los fines últimos de la razón. Esta es de hecho la empresa crítica y ahí se llevó la razón ante su propio tribunal (20). En suma: Kant dio el paso de coherencia que ni Cassirer ni Husserl se atrevieron a dar: abandonar la ciencia como telos central del hombre. Este abismo de ignorancia rompe toda posibilidad de organizar una visión complacida de la capacidad de adaptación del hombre a la totalidad de las cosas. Sobre esta certeza de que el hombre no es el fin de la creación emerge la idea de que el hombre ha de ser fin en sí mismo. Este es el presupuesto del giro de Kant hacia lo más cercano, hacia lo humano en su problematicidad insuperable. Esa crítica se dirigía contra el esfuerzo de la metafísica de mirar a lo lejos, contra la inclinación del hombre de ver el origen de su precariedad en los cielos. El origen del mal no se conocería nunca si se buscaba en la incapacidad de la naturaleza para tenernos en cuenta. El hecho era ese: no teníamos naturaleza. Eso es lo que en el fondo quiere decir que tenemos libertad. Así que difícilmente la ciencia puede ser nuestro objetivo finaL Kant lo había dado por supuesto en ese relato de la antropogénesis que nos ofrece en El comienzo verosímil de una historia humana. Blumenberg escribe: “¿No pudo ser éste el trasfondo imaginativo que orientara el camino que condujo finalmente a la Crítica de la razón pura?” (21) Sin duda, toda la Crítica está atravesada por el recuerdo de que el sujeto trascendental, finalmente, no es ni será más que un ser humano, con su espacio y su tiempo, su imaginación y su entendimiento. Y también, sin duda, el supuesto de la Crítica reside en que “es un exceso común ir a buscar el origen del mal miles de millas lejos, cuando puede encontrarse en la cercanía. Parece que avergüenza poder ver algo simplemente en la cercanía y que únicamente atisbar causas en la lejanía infinita es prueba correcta de un entendimiento agudo”. Estos textos kantianos, entresacados por Blumenberg de entre los trabajos de Kant sobre los terremotos, identifican desde luego el espíritu del esfuerzo de Kant. El mal estaba cercano, demasiado cercano: en nuestro vacío originario. Obsesionarnos en recorrerlo, en vocearlo, en preguntarnos por él, no era sino remover confusiones, metafísica pura. Sin embargo, el imperativo de silencio parece, al mismo tiempo, un imperativo de centrar el objetivo de nuestra razón en nosotros mismos, en una especie de auto- conocimiento. ¿Cómo salir de esta paradoja? Kant pasa por ser el descubridor de la antropología y el más firme defensor del silencio sobre nosotros mismos. Pero es obvio. En cierto modo, el silencio no brota de un mandato arbitrario, sino de un conocimiento de lo que somos: libertad, nada. Blumenberg ha recogido esta herencia. Vayamos de nuevo al momento de la antropogénesis de Kant. En el Inicio verosímil de la historia humana se nos dice que en vano buscaríamos conocer el estado originario del hombre. Sólo sabemos que fue expulsado de su paraíso y que su apertura instintiva le impedía vivir en el automatismo del trato con la realidad. Kant recuerda que esto le impuso la capacidad de imitar a todos los animales, la metáfora originaria verdadera. Ellos, los animales, han sido antes que ningún otro la metáfora del hombre, aquello ajeno de lo que el hombre se apropió. Pero lo que dirige la mímesis no es a su vez mimético, sino que vive de la necesidad de la decisión y de la angustia de la libertad. En cada una de estas experiencias crece la Sorge. Esta procede de la sencilla experiencia de que “el suelo sobre el que nos encontramos está hueco” (22). Sobre el hombre no podemos hablar porque es una pura inquietud. El aspecto constituyente de esta realidad ha sido valorado por Blumenberg al decir que “la inquietud no permite a la existencia disolverse en su presente” (23). Ella es, por tanto, la fuente de la que mana nuestra relación con el tiempo. “El tiempo nace con el aburrimiento”, dijo Novalis, pero entonces la inquietud no es sino la salida del tedio, propia del que se sabe preso en él como en los brazos de la muerte (24). Al mismo tiempo, en esa inquietud se nos ofrece la clave de la intencionalidad husserliana, el atributo de la conciencia por la cual esta no dispone de las cosas entera e inmediatamente. La inquietud nos salva del narcisismo, en tanto “identificación del yo consigo mismo” (25). Ella nos habla de algo que no podemos encontrar en nosotros, de lo que no podemos disponer. Es el propio tiempo el que arranca al propio yo de sí mismo y por eso la oportuna conciencia temporal es la fuente más precisa de anti-narcisismo, mientras que la detención en el presente, la distensión de la dicha en el ahora es la condición para el reflejo narcisista. Cuando Blumenberg ha hablado de la inquietud como una intensa auto-preservación, no ha hecho sino mostrar la otra cara salvadora de la potencia de muerte que el mito de Narciso siempre ha llevado consigo. La inquietud nos preserva a costa de no ocuparnos de nosotros mismos. Esta paradoja es esencial al hombre y dice más de nuestro tiempo, amenazado por el tedio por doquier, que todos los diagnósticos de crítica de la cultura. Pues esta amenaza no es epocal, ni procede de la filosofía de la historia, sino que es estructural, antropológica. La paradoja que venimos recogiendo no es sino el germen de muchas más. La inquietud concentra nuestra atención sobre nosotros mismos, sobre lo cercano. Pero al mismo tiempo “encuentra vacío el centro de su preocupación” (26). De ahí la estructura paradójica de la antropología. El hombre se sabe inquieto, inadaptado, libre. No se relaciona con la realidad, sino con la posibilidad. Esta, la estructura de la libertad, le hace desconfiado. Pues ni tan siquiera su sensibilidad a la posibilidad desaparece cuando el hombre se decide a actuar. Al contrario: el hombre mantiene la distancias sobre su obrar, cuyas consecuencias posibles son a su vez fuente de inseguridad (27). De ahí la necesidad de concentrarse sobre sí mismo para hacer posible la vida. Pero una y otra vez el hombre sólo puede librarse de esa inquietud “al precio de no ser nada por lo que cupiera inquietarse”. Ahí reside la andanada más profunda de Blumenberg contra Heidegger: puesto que la inquietud sólo cumple su función cuando preserva al hombre de su vacío, proyectándolo sobre alguna forma de intencionalidad, no hay posibilidad de interpretar la inquietud de una manera dogmática, al margen de aquello en lo que ella misma se olvida. También la inquietud teórica por el conocimiento, la curiosidad, es parte de los disolventes externos de esta zozobra y Heidegger se ha dejado llevar por un prejuicio al no valorarla como verdadera inquietud. En realidad, no hay verdadera inquietud frente a una supuestamente falsa. Al intentar ofrecer estas valoraciones, Heidegger ha negado la tesis de Cassirer y de Husserl, cuando la respuesta a ella era más bien recordar un sencillo “no sólo la ciencia, pero también la ciencia”. De hecho, la curiosidad teórica es la más potente preservación del tedio y, por tanto, la vivencia más precisa de la temporalidad y el seguro más firme contra el narcisismo (28). Al marcar una diferencia absoluta entre el fenómeno y la cosa en sí, Kant aseguró la intencionalidad, la temporalidad indefinida y las estrategias contra el tedio, aseguró el vacío humano como estructura y, desde este punto de vista, aseguró los fundamentos mismos constitutivos de nuestra existencia. “Lo incomprensible constituye el mayor medio de consolación de la humanidad”, dice Blumenberg (29). Dentro de estas presencias tranquilizadoras de lo incomprensible estaba aquello que podía haber inclinado al hombre a conservarse en su estado, aquello que podía haberlo llenado de algo, la felicidad. Que Kant haya desplazado con el esfuerzo infinito de la historia aquel dogma de la inmortalidad del alma, no sólo indica su falta de comprensión, también enunciada por Lessing, de aquel estado de bienaventuranza que el catolicismo apenas pudo pintar como humanamente atractivo. Indica sobre todo la imposibilidad de encontrar en el tiempo algo que pudiera ser representando como felicidad sin que el instante siguiente lo presentase devaluado como tedio. Si el hombre pudiera ser feliz, entonces ciertamente integraría algo de lo que preocuparse, algo de lo que merecería la pena hablar. No se trata de una teoría moral de la literatura, aunque también. Kant ha elevado su dispositivo teórico para que esta catástrofe no ocurra. Ante todo, como recuerda Blumenberg, la determinación de la felicidad no ha sido entregada a la obra de la razón (30). En efecto, en la propia razón reside la contradicción entre las exigencias de una moralidad anclada en la ley y una existencia mediada por las categorías de la necesidad natural. Ambas son expresiones racionales y son condiciones universales: pero una no puede reunificarse con la otra en toda la serie del tiempo. Su síntesis, desde luego, forjaría la felicidad. Su imposibilidad no sólo muestra que el tiempo es insensible a nuestra exigencia de plenitud. También muestra los limites de la dimensión subjetiva del tiempo. Con la sutileza acostumbrada, Blumenberg ha dicho: “No es ciertamente un hecho psicológico la circunstancia de que la referencia — hasta en Sigmund Freud- a la idealidad del tiempo, sobre todo en la forma en que la ha definido Kant, no haya todavía realmente aquietado a nadie respecto a la indiferencia del tiempo en relación con el deseo humano del sentido. Porque el tiempo idealizado es -y no hay razón alguna de que fuera cualquier otro- un tiempo infinito de Newton” (31). Desde este punto de vista, todo lo que se diga del orden del tiempo, toda insistencia en esta idealización, tiene el aspecto de un encubrimiento. Frente a nosotros, estará siempre el mismo dilema: una libertad que no puede ser satisfecha en la naturaleza, un tiempo pleno que no puede reconciliarse con el tiempo de la sucesión natural. Sólo para evitar con seguridad lo peor, “el tedio del tiempo en cuanto forma de retorno de lo igual” (32), se ha forjado esta idea, estructuralmente imposible de la teoría del progreso. En todo caso se trataba de una seguridad innecesaria. Esos lentos aunque seguros progresos en el desarrollo de sus disposiciones no son relevantes respecto a la estabilidad estructural. Aquí Schopenhauer ha equivocado el argumento crítico contra Kant (33). En modo alguno la teoría kantiana del progreso impone una instrumentalización de los hombres del presente por los del futuro. En cierto modo, cada generación cumple su destino porque el progreso sólo se da en el sentido de la disposición de sus propias capacidades por parte de cada uno. El progreso así sólo se daría en la capacidad de ser fines en sí mismos de los hombres: con más o menos conciencia y con más o menos complejidad. Como hemos visto, esto sería lo mismo que mayor o menos capacidad metafórica, mayor o menos trabajo del mito. Pero todos juntos estamos igualmente lejanos de esta meta ajena al hombre, al tiempo y a la historia, que es la felicidad. La vieja tesis de la filosofía, que viene rondando desde Descartes, según la cual el hombre no ha sido destinado sino a la infinitud, tiene una lectura antropológica legítima: si ese horizonte desaparece de la vista humana, la intencionalidad humana quedaría absorbida en su propio vacío, mirándose en el espejo de muerte que en cada momento alberga en su seno. En esta tensión con lo infinito y en esta necesidad constitutiva de hacer referencia a él, para dotar de sentido al hombre, Kant ha mostrado la imposibilidad de un mundo antropocéntrico. Desde este punto de vista, Kant ha resistido las pulsiones del Iluminismo y ha rechazado sus consuelos (34). Al poner en el límite la cosa en sí, algo que no es nuestro remolino de sensaciones (35), Kant ha podido aceptar y asumir como aceptable el pensamiento de que todo lo que el hombre diga sobre el mundo es de naturaleza episódica: sólo la cosa en sí resta. En todo caso, el juego del hombre no es el juego de sí mismo. Es más bien la obediencia a las dos únicas cosas que llenan su vida con admiración y con respeto, las dos instancias del infinito en sí, los dos seguros de perpetua exterioridad: la ley moral y el cielo estrellado. Como afirmación del vacío del hombre esta admiración resulta suficientemente clara. La ley moral no realiza la naturaleza humana, sino que la niega en lo que tiene de prehumana, de realidad animal. El cielo estrellado es el símbolo anti-narcisista que reclama el conocimiento sólo para lo externo. El juego de estas dos instancias le dice al ser humano que jamás, mientras esté bajo las estrellas, podrá llamarse bueno ni feliz. Pero Kant no está interesado en esa valoración, demasiado consciente de algo que ya casi hemos olvidado: que no podemos quejarmos de pérdida alguna. Venimos del vacío y en el origen no hay nada que lamentar ni que añorar. Haber imaginado la felicidad moral es nuestro mayor suceso como especie. Conquistarlo es haberlo imaginado, haberlo postulado, haberlo mantenido a lo largo de una vida que, de abandonarlo, volvería al abismo de la animalidad. En un fragmento de Humano, demasiado humano, que sin embargo no pasó a la obra, en el que Nietzsche afirma que “el amor y la compasión de sí mismo se los ahorran los grados más altos de la insoportabilidad de la vida como los medios más fuertes de consuelo” (36), parece escrito pensando en este Kant que, también con Nietzsche, ha considerado que todo triunfo moral personal sólo podría ser afirmado como un impostura (37). De ahí el valor universal de la crítica de sí, como única forma real en que la ley moral se relaciona con nosotros. Una crítica, desde luego, que no es nada personal ni encierra una batalla individual, ni nos da más conocimiento de nosotros mismos. Una crítica que, en todo caso, no viola el imperativo de nobis ipsis silemus. De hacerla pública, chocaríamos con el aburrimiento de aquello que todos los demás saben de sí mismos. Nada más aburrido que la culpa y ni siquiera en la culpa podemos encontrar una identidad fuerte digna de tal nombre (38). Como es natural,, todavía menos en la inocencia. Lo que más enojoso resulta de ciertas filosofías y teologías de la memoria, es que violan continuamente “el tabú de acogerse a una inocencia de primer grado” (39). Ni una cosa ni otra, ni la inocencia ni la culpa, nos darán algo propio. Sólo en la comprensión de lo humano, en la apropiación de su trabajo, en la identificación de aquello que en cada caso fue un fin en sí mismo y en la identificación como metáfora de nosotros mismos, podemos encontrar el territorio que evade estos repliegues sádicos y masoquistas sobre nosotros mismos. En cierto modo, lo más propio de la filosofía de Kant consiste en reparar en las estructuras universales y, desde estas, carece de sentido ese agudo proceder contable que la mitología del juicio final ha fomentado. Desde esas estructuras universales que garantizan la posibilidad de que cada trabajo de un ser humano sea metáfora de otro, se constituye, en su modelo ideal, la posibilidad de soñar con tener un yo a partir de los otros. Sin duda, se trata de una odisea de un yo finalmente perdido, pero sin ella "debemos estar preparados para cualquier nueva monstruosidad” (40). Aquí una vez más, la obra crítica puede ser valorada como una renuncia a la pureza de la razón a favor de su auto-conservación (41). Aceptar la razón en su incapacidad de realizarse es la única manera de apostar por su mantenimiento. Sólo así, la razón tendría una historia capaz de afectarnos a nosotros mismos. Notas: 1- Sobre Hans Blumenberg, lo más completo que puede leerse es el magnífico colectivo H.B. Mito, metáfora, modernitá, a cura di Andrea Borsari, 11 Mulino, Bologna, 1999, con un excelente conjunto de estudios, entre los que puede destacarse, para este ensayo, los de Bruno Accarino y Andrea Borsari, “Nomadi e no. Antropogenesi e potencialisino in Hans Blumenberg, pp. 287-341; y L”antinomia antropológica”. Relata, modo e cultura in H.B.”, pp. 341-421. Cierra el volumen una magnífica bibliografía de y sobre H. B. En relación con otros temas kantianos, cf. Bruno Accarino, Daedalus, Le disgresione del male da Kant a Blumenberg, Mimesis, Milano, 2002. 2- Hans Blumenberg, La posibilidad de comprenderse, Editorial Síntesis, Madrid, 2002, prólogo Daniel Innerarity, p. 37. 3- Hans Blumenberg, Las realidades en las que vivimos, Introducción de Valeriano Bozal, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 165ss. 4- Las realidades en las que vivimos, o. c. p. 168. 5- Las realidades en las que vivimos, o. c. p. 171. 6- Las realidades en las que vivimos, o. c. p. 170. 7- Las realidades en las que vivimos, o. c. p. 168. 8- Blumenberg lo recuerda en Las realidades en las que vivimos, o. c. p. 136. “El postulado práctico se alza, desde Kant, contra el avasallador determinismo de un mundo de posibles objetos científicos”. Véase también la p. 135. 9- Las realidades en las que vivimos, o. c. p. 170. 10- En el trabajo, “Mundo de la vida y tecnificación bajo los aspectos de la fenomenología” se dice: “Lo decisivo es que Husserl, en su obra de vejez, extiende el planteamiento de la intencionalidad de la conciencia al campo de la historia. (...) Lo co-presente en toda experiencia puede ahora ser el recuerdo de toda una comunidad cultural, su patrimonio tradicional, pero también sus expectativas, orientadas hacia el futuro, que depende de una conciencia de la posibilidad con rasgos bien determinados.” Las Realidades, o. c. p. 45. En ella se descubre la “autodeterminación y la auto-responsabilidad encomendada a todos los sujetos que viven en la historia y la realizan”. Idem, p. 46. 11- Las realidades en las que vivimos, o. c. p. 172 12- Cf. Marco Russo, La provincia dell ‘uomo, Studio si Helmuth Plessner e sul problema di un ‘antropologia filosofica, La città del sole, Napoli, 2000, sobre todo pp. 383-421. 13- Las realidades en las que vivimos, o. c. p. 141. 14- Las realidades en las que vivimos, o. c. p. 124. 15- “Pertenece también a la retórica del mundo de la vida el sugerir, aunque sólo sea en el fondo, y como algo alcanzable de nuevo, un mundo que uno solo tenga que vivir para vivir en él”. Las realidades, o. c. p. 30. 16- Las realidades en las que vivimos, o. c. p. 120. 17- Inmanuel Kant, Kritik der remen Vernunft, B603. 18- Hans Blumenberg, La risa de la muchacha tracia, Una protohistoria de la teoría, Pretextos, Valencia, 2000, p. 144. 19- En el parágrafo “Procurando la felicidad” de La inquietud que atraviesa el río se ha detenido Blumenberg en estas contradicciones. Cf. Hans Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río. Un ensayo sobre la metáfora, Península, Ideas, Bacerlona, 1992, p. 178ss. De ahí ha extraído la conclusión apropiada de que la ciencia nunca podrá ofrecer una moral definitiva. La consecuencia inevitable es la de una autonomía de la moral. 20- La inquietud que atraviesa el río, o. c. p. 176. 21- La risa de la muchacha tracia, o. c. p. 148. 22- La risa de la muchacha tracia, o. c. p. 146. 23- La inquietud que atraviesa el río, o. c. p. 182. 24- Blumemberg usó esta cita al principio de Lebenszeit und Weltzeit, Franldbrt am Main, Suhrkamp, 1986, edición italiana, Tempo della vila e tempo del mondo, II Mulino, Bologna, 1986, p. 21. Estas primeras páginas de Blumenberg son relevantes sobre Kant y sobre el rechazo a la hora de asumir la experiencia científica como modelo normativo. 25- La inquietud que atraviesa el río, o. c. p. 183. 26- La inquietud que atraviesa el río, o. c. p. 183. 27- La inquietud que atraviesa el río, o. c. p. 17. 28- “La subjetividad absoluta tiene que tener una relación con el mundo que proporcione a su relación temporal la mas amplia tensión y que excluya absolutamente la puntual constricción hacia el tedio como pesada carga auto-impuesta a través del tiempo”, se dice en La inquietud que atraviesa el río, o. c. p. 185. Con este hecho está relacionada la idea de los dioses serenos de Epicuro como aquellos que no tenían ninguna inquietud que volcar hacia el mundo. La gnosis reivindicó que, aunque los dioses no tuvieran responsabilidad respecto a este mundo, desde luego no dejaban de tener pasiones una vez que vieron el sufrimiento que producían. Epicuro, sin embargo, para evitar el tedio de los dioses los dejó que tuvieran diálogos platónicos interminables entre ellos. Pero ¿de qué iban a hablar sino del mundo? Este seria así el objeto de su intencionalidad infinita, tal y como ocurre en los hombres. En el fondo, como sabían los humanistas, no hay manera de comprender al hombre más que como imitador de Dios. Justo por eso, en esa imitación perfecta del Dios el hombre pasó de actor a espectador. Cf. la magnífica exposición de Joan Lluis Vives, de la Fábula del Hombre, de 1518, sobre el poeta Higinio. Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1947, tomo 1, pp. 536-542, especialmente 540. 29- La inquietud que atraviesa el río. o. c. p. 26. Cf. La reflexión sobre la cosa en sí como lo intocado, en Tempo della vila e tempo del mondo. o. c. p. 67, nota. Se debe ver igualmente la crítica a la interpretación de Cohen de la cosa en sí como concepto límite de la ciencia. “El fenomenólogo no descubre este estado de cosas solo cuando se ocupa con el dato de hecho de la ciencia”, p. 80. 30- Tempo della vita e tempo del mondo, o.c. p. 243. 31- Tempo della vita e tempo del mondo, o. c. p. 243. 32- Tempo della vita e tempo del mondo, o. c. p. 241. 33- Tempo della vita e tempo del mondo, o. c. p. 270. Blumenberg cita el Nachlass de Schopenhauer, vol. II, p. 9, en el que se afirma que “el individuo alcanza su destino en cualquier situación y tiempo en que se encuentre”. 34- “El retorno del antropocentrismo en ese siglo habla contribuido a hacer soportables las grandes pérdidas en materia de salvación exigidas al hombre por parte de la ilustración. (...) El antropocentrismo es uno de los grandes consuelos cuando los plazos de las amortizaciones están vencidos”. Hans Blumenberg, La Legibilidad del mundo, Paidós, Barcelona, 2000, p. 185. 35- Véase los comentarios de Blumenberg sobre Gottfried Benn, acerca del Yo perdido. Allí, habla de “quimeras de infinitud” con cierto desprecio, como si fuera un mito sin verdad alguna. Blumenberg escribe: “Es casi evidente que evita a Kant de la misma manera que lo hizo el positivismo vienés: los destinos del mundo y del yo son sólo antagónicos en apariencia; en realidad son la misma historia de un remolino de sensaciones en cuyas configuraciones solo de vez en cuando se condensa el yo, para volver a desparecer enseguida, como si nunca hubiera existido. Parece que hubiera que presumirse que, sorprendentemente, Benn ha leído algo filosófico que no podemos identificar; pero tan improbable es esto en Berlin como que en Viena se haya leído a Kant.” Cf. Posibilidad de comprenderse, o. c. p. 43. Puede seguirse esta lucha entre Berlin y Viena, Austria y Prusia, en o. c. p. 87. 36- Mondo della vita e tempo del mondo, o. c. p. 398 . 37- "Antaño creía yo que, desde un punto de vista estético, el mundo era un espectáculo y como tal querido por su autor, pero que en cuanto fenómeno moral era una impostura: por eso llegué a la conclusión de que el mundo no puede justificarse más que como fenómeno estético” (F. Nietzsche, Humano demasiado humano, ed.,esp. Akal, Madrid, 1998, Vol. II, pág. 260, parg. 30(51). Aquí Kant se coloca más allá de Nietszche, aunque en la misma línea. La única felicidad del hombre es la estética, pero esto no justifica al mundo. Es así, sencillamente. 38- Blumenberg ha jugado en este contexto con el problema el perdón como resurrección, citando a Scheler, Arrepentimiento y resurrección. Pablo entendió el bautizo como libertad en el sentido de que eliminaba la identidad de la culpa por una nueva existencia en la que el juez no podía conocer al antiguo criminal. Con humor, Blumenberg recuerda que, desde este punto de vista, los incorregibles serían los únicos auténticos. Posibilidad de comprenderse, p- 40. Pero ni siquiera somos incorregibles de una manera personal. 39- Posibilidad de comprenderse, o. c. p. 67. 40- Posibilidad de comprenderse, p. 44. 41- Posibilidad de comprenderse, p. 99.
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El Murciélago Magazine Freudiano Abril/Mayo 2005 |