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COCAÍNA, LA FUERZA DEL DESESPERADO

MARIO SANCHEZ * / CLINIQUE MONTEVIDEO - BOULOGNE BILLANCOURT

De todas las substancias que pueden cambiar la percepción que tenemos de nosotros mismos, de los otros y de la realidad, la cocaína es la más poderosa. Esto se debe a que es la más colosal en su efecto neurológico, capaz de hacernos desafiar barreras que algunos minutos antes parecían infranqueables. Porque la cocaína multiplica la concentración natural de moléculas existentes en nuestro cerebro, logra en algunos minutos aportar una sensación de seguridad, una expresión desinhibida, y un torrente de pensamientos plenos de certezas. El otro –que un instante antes podía hacernos sentir tímidos o tan sólo prudentes, haciéndonos sentir con su mirada el límite de nuestro pudor–, es inmediatamente fagocitado por un aplomo verborrágico. El consumidor está enceguecido por su propio brillo, por el aplomo certero de sus frases: lo que el prójimo pudiere decirle ya no lo toca, es ahora el prisionero de sus propias certezas. Irrecuperable, impenetrable tanto por los otros, por sus propias preocupaciones, como por su verdad y aún menos por su conciencia.

Esta descripción revela una intimidad, lamentablemente demasiado conocida, aquella de la cocaína inspirada por la vía nasal. No es el mismo resultado que se consigue bajo modos de administración más violentos: el crack o la free-base, la inyección de cocaína, y por último el clásico binge: la gran orgía, durante varios días y noches. Bajo diferentes apelaciones, siempre se trata de cocaína. El grado de “violencia”, que crea efectos diferentes, proviene de la elección de la vía (intravenosa, pulmonar) por la cual el usuario la administra.

Le binge, expresión inglesa que designa una “festichola o juerga”, corresponde a un uso prolongado del producto, que aparece, en general, una vez que la dependencia se ha instalado. En este caso, la cocaína es muy a menudo aspirada, y acompañada de alcohol y medicamentos, para disminuir los efectos indeseados, la caída. De bar en boite, de boite en after hours, el usuario desespera en la búsqueda de un efecto perdido la víspera en el momento de la primera “línea”. Los días se pasan y los gramos se amontonan, sin poder calcular, sigue mientras hay, sigue hasta que el cuerpo ya no resiste.

La inyección de cocaína es poco común fuera de América Latina. Las tribunas “populares”de los estadios de fútbol, de Cali a Buenos Aires, son testigo. La agresividad aumenta, la entrada rápida del producto en el cuerpo lo hace endurecerse instantáneamente. El choque neuronal se alcanza rápidamente. El resultado del partido, la miseria, moral o social, no cuentan más. Todo pensamiento está orientado: “Y dale!, y dale!...”, aún cuando ostensiblemente ya se ha perdido.

Crack y free base designan la cocaína que se fuma: neurológicamente, nada es más violento ya que nada es más rápido. La rapidez de la llegada del producto al cerebro, único destinatario interesado, modificará también los efectos. Ahí donde la cocaína inhalada permite durante cierto tiempo un fácil contacto social, la cocaína fumada llevará rápidamente al aislamiento en un espacio cerrado, al ritmo de un ascenso y descenso irrefrenablemente cortos, y dolorosamente bruscos. Si los científicos se fascinaron del craving, apetito insaciable y tiránico que la cocaína inhalada podía producir, el crack les da la prueba de lo que significa “irrefrenable”: toda idea de freno desaparece, el consumo no para más, y una pipa de crack precipita inmediatamente a la siguiente.

 

Ser dependiente: del uso festivo y sus consecuencias

La cocaína circula desde fines del siglo XIX; pocos son los que miden su poder de crear una muy fuerte dependencia. Esto no es un azar: la cocaína es insidiosa. Al comienzo de un consumo “festivo-de-fin de semana”, esta droga deja creer al usuario, durante los primeros días que siguen al consumo, que él lo controla. Generalmente, el consumidor se siente mal hasta el martes, tal vez se culpabilice por todo ese dinero gastado y por la droga tomada durante dos días . Quizá el miércoles él se diga íntimamente que es necesario parar el consumo. Este mismo consumidor, razonable la víspera, llamará al dealer el jueves, para una entrega el viernes. Si alguna duda le cabe, entre el llamado y la entrega, acerca de su dependencia, una vez inspirada la primera línea se dirá a sí mismo que no tiene ningún otro problema, ni con la cocaína ni con ninguna otra cosa. La dependencia se instala mientras que el usuario, de un fin de semana al otro, sólo realiza un proceso que continúa más allá del efecto manifiesto que haya sentido durante 48 horas. Si un signo de malestar lo hubiera alarmado, la cocaína, de un trazo, borrará toda duda.

La realidad de la dependencia a la heroína en Europa, en los años ‘70 y ‘80, nos ha llevado a creer que la dependencia es visible. En el cuerpo humano, tanto los intestinos como el cerebro, son receptores de los efectos de la heroína. Los dos se habitúan a ella. Por esto, el dependiente heroinómano en abstinencia se retuerce de dolor visible. La heroína se instaló en su sistema gástrico tanto como en el neuronal. La cocaína, en cambio tiene la propiedad de alcanzar el cerebro más eficazmente que ninguna otra droga. Su efecto saboteador es rápido e incisivo, sin efecto permanente sobre ningún otro órgano, y en consecuencia “invisible”. El mito cuenta que todo lo que no se ve, es psicológico. Así se propagó la creencia acerca de que la dependencia a la cocaína sería sólo “psicológica”, o aun peor, que este producto no produciría dependencia. Al contrario, la cocaína es el paradigma de la dependencia.

La dependencia a la cocaína se reconoce, como para todo otro producto, a través de la perturbación que ella crea en el funcionamiento cerebral. Apenas consumida, la modificacion producida es manifiesta, y toma las formas descritas anteriormente. Lo que ella modifica durablemente, tanto como todo otro producto adictivo, son las tasas y la regulación de los neurotransmisores que circulan entre las neuronas, especialmente – o más visiblemente para nosotros – la dopamina. Si el efecto visible y conocido de la cocaína corresponde a una explosión de estas sustancias neuronales, el efecto subterráneo que continúa cuando el producto no está más en el cerebro, será el de un repliegue: no más alteraciones, encerrarse, calmarse. Así, una vez pasado el “bajón” post cocaína, el consumidor, aún aquel que es ya dependiente no tiene (o no tanto) inmediatamente “deseo de volver a consumir”. Es sólo después de dos o tres días, después que el cerebro comienza a restablecer su funcionamiento anterior. En ese punto el deseo, y más claramente la orden neurobiológica de volver a consumir reaparece. El cerebro no encuentra su equilibrio: los mensajes entre las neuronas con subvertidos, un caos se infiltra en la conciencia del consumidor, por la cual se deslizan pequeños pensamientos: “cocaína...”.

Poco a poco este pensamiento se vuelve orden que invade la conciencia, y lleva al dependiente a consumir nuevamente, aunque se haya dicho a sí mismo una y mil veces que quiere parar. Es que no se trata, con estos productos, de una decisión consciente: al contrario, el poder que la conciencia tendrá sobre sus actos será cada vez más débil. La perturbación constante que describimos es tal que, aún si no consume más, se sentirá cada vez más atravesado por una íntima sensación de no lograr volver a ser él mismo. El malestar va en aumento, él espera que desaparezca con el tiempo, sabiendo íntimamente que si toma solamente una línea o dos... eso lo calmaría todo.

Si frente a estos casos, le pedimos a la voluntad, o sea a la conciencia, que siga el rumbo de una conducta seria, es únicamente por ignorancia. El usuario de drogas dependiente ha intentado cientos de veces este camino, sin resultados, antes que nosotros intervengamos. Es insuficiente, en el mejor de los casos, porque estamos pidiéndole a la voluntad que reimprima una urgencia que está dictando el órgano más delicado y más protegido del cuerpo humano, pero también el más poderoso. La onda “efecto latente /efecto manifiesto /efecto latente”que se traduce “por malestar/ alivio/ malestar”, se vuelve cada vez más corta... De un consumo por semana pasará a cada tres días, y luego tres a cuatro veces por semana. El consumidor habitual que se convirtió en dependiente, consume para recuperar su aplomo antes de una reunión importante, antes del encuentro con sus banqueros, antes de su examen de bachiller. Ya no se trata más de las razones que lo habían llevado a consumir las primeras veces: la comodidad, la desinhibición, la rapidez de las ideas. Lo que lo lleva a consumir actualmente se limita hoy a “no estar mal”. Un malestar puramente neurobiológico, que se instaló a pesar suyo. Su cerebro no tiene las armas para volver a la antigua estabilidad. Podía hacerlo antes. Lo hizo, las primeras veces. Actualmente, ya no lo logra. Clásicamente, en este estadio comienzan los esfuerzos de voluntad. Sin remedio: el respiro durará el tiempo de una ausencia, en una ciudad que no sea la suya, en buena compañia. Se sentirá mejor, tal vez un poco apurado de volver. Insensiblemente, sabe que eso lo carcome, silenciosamente, por debajo, a pesar del bien-estar y la buena compañía, a pesar de su conciencia, a pesar de su voluntad.

 

Un paseo por la evolucion de la cocainomania

¿Cómo un producto, al comienzo eficaz, se vuelve nocivo hasta la pérdida total de control?

El usuario ocasional encontrará que hay un cierto número de ventajas para servirse de la cocaína, mucho más que de otras sustancias. Allí, por ejemplo, donde el alcohol propone un efecto inestable, la cocaína deja entrever un efecto invariable. Los beneficios que puede ocasionar el consumo de alcohol desaparecen muy rápidamente si el bebedor se limita a una cierta dosis. Si se abandonara, más allá de la primera sensación agradable, corre el riesgo de deslizarse de la euforia a la tristeza nostálgica, pasando por la agresividad. La cocaína, en cambio, mantendrá – únicamente en los primeros tiempos – un récord de sociabilidad, de proezas sexuales, de preliminares insaciables e interminables. Discreta, se desliza en todos los bolsillos, su gusto amargo quizás sea el único inconveniente. Es sólo después de un cierto lapso de exposición al producto que los signos negativos empiezan a aparecer: el primero es que una actividad precisa, íntima o social se vuelve inseparable del producto. Se trata muy a menudo de una actividad habitual, y su repetición obligará a hacer otro tanto con el producto. Se espera el éxito, y se consuela con la impresión narcisista de obtenerlo. Es eso lo que caracterizamos como un tiempo de abuso del producto, y la puerta se abre lamentablemente a la dependencia.

Sin que el usuario pueda explicar la causa, las cantidades del producto y la frecuencia del consumo aumentan. El cerebro lo reclama. Los efectos buscados parecen aumentar, mientras que una inestabilidad cada vez más pronunciada no cesa de instalarse. Esta se manifiesta por las consecuencias directas sobre el consumo, como por otras en apariencia indirectas. La dificultad creciente para calmar el bajón de cocaína es más visible para el consumidor: la fase de eliminación del producto estará de sobremanera poblada de inquietudes paranoides, al acecho de cada ruido que podrá significar fatalmente la llegada de la policía o de otro al que él trata de esconder ese estado. Ventanas cerradas, el fin de la noche o de “binge” de cocaína se llenan de terror.

Las consecuencias indirectas se manifiestan en la vida cotidiana, en los gestos simples entremezclados con sensaciones extrañas. El pensamiento se vuelve demasiado presente, invasor. Piensa, reflexiona, critica todo de manera desordenada. La concentración se vuelve cada vez más difícil. El dormir, cuando no es precedido de consumo, es entrecortado y poblado de pesadillas. Los sueños, si alguno queda, han perdido su carácter onírico: hay sueños realistas, puesto que la conciencia no logra asumir su rol de interruptor de la realidad, el tiempo que el organismo descanse.

Las consecuencias físicas comienzan a surgir: el sinus y el tabique, para los que inhalan, y las vías aéreas para los fumadores (esófago, garganta, pulmón), pagan un alto precio. Agotados, la voz ronca, la nariz tomada permanentemente, el estado general se degrada, el peso, la palidez, las bolsas debajo de los ojos, el ritmo brusco de las frases y la respiración, la falta de apetito, la pérdida de peso. El humor fluctúa: la irritabilidad gana al consumidor en los hechos más insignificantes, y las crisis de llanto y de tristeza son cada vez más frecuentes. La relación con los otros son dificiles de asumir. Las intenciones escondidas que busca en su prójimo torturan el espíritu de este consumidor que, sin embargo, en su frenesí va a desinteresarse de sus asuntos justo hasta la ingenuidad.

Peor que todo es que, en esta evolución, la cocaína no cumplirá más su rol. No apacigua más. Frente a la evidencia íntima de esta confusión, el usuario, ya dependiente y de antemano conciente de haber perdido dominio de su situación, disminuye el consumo. No hay solución:aún si consume menos, sufre más. Aún cuando consuma, el malestar no se borra. Aún si no consume más, el mal estar está presente, muy presente.

Nuestra responsabilidad en la evolución del tratamiento

Es muy frecuente en esta etapa del recorrido que los usuarios que se han vuelto dependientes de la cocaína busquen ayuda. Ellos han pensado durante este tiempo que llegarían por ellos mismos a desembarazarse del producto. Siempre el mismo error: los consumidores piensan que el problema reside en el producto del cual ellos son dependientes. Piensan también que es una cuestión de la voluntad, de hacer un clic. Son incapaces de reconocer que el problema se sitúa mayoritariamente en la inestabilidad neurobiológica que el producto crea en ellos. Tratan en vano de restablecerla, tanto con esfuerzos sobrehumanos de voluntad como con los productos que ellos conocen. Sin esperanza: ni la voluntad, aún menos los productos logran reponerlos. ¿Deberíamos por eso nosotros aquejarlos?

Es verdad que la sociedad también le hecha la culpa al producto. El entorno social y familiar de los dependientes a la cocaína, como de otros productos, se encuentra a menudo desahuciado en esta lógica de lucha desigual contra el producto, cuando no termina por luchar contra el dependiente mismo, a fuerza de no comprender y de sentirse impotente.

Si para el tratamiento de los dependientes a los opiáceos hemos podido aceptar y utilizar, muy libremente y en confianza los tratamientos de substitución, ¿qué podremos hacer con la cocaína? Ningún producto de substitución ha franqueado hasta hoy la etapa de los estudios científicos sobre el animal. La dificultad es por ende aun más importante.

Reestablecer el desequilibrio neuronal va mucho mas allá de la desintoxicacion y de la posterior abstinencia. La desintoxicacion no significa nada más que la puesta a cero de una máquina que funciona mal. Que un auto haya llegado al mecánico, no quiere decir que esté ya reparado. Una hospitalización es en el cuadro de tratamiento de una dependencia, una etapa innegablemente necesaria, y eventualmente fructífera. Desde el inicio de la desintoxicacion, hay que evaluar muy sutilmente el material semiológico. Será solamente a partir de los elementos recogidos en ese momento que se podrá recomponer una nueva y real estabilidad. Esto necesita una observación minuciosa, diaria y multidisciplinaria. Una evaluación permanente y sostenida de lo psíquico, del cuerpo y del cerebro.

Seríamos fatalmente insuficientes si nos limitásemos a mantener una falsa estabilidad, producida con contención y calmantes Más allá, se trata de restablecer, estabilizar, sostener un sistema neuronal que ha sido trastocado. El éxito de un tratamiento debería medirse por la capacidad de restituir al dependiente a un nivel mínimo: sin esfuerzos, lograr una estabilidad que no necesita de un nuevo consumo. Es a partir de ese punto que una reflexión del paciente sobre él mismo puede echar raíces, de manera realista. Toda tentativa previa es casi siempre ineficaz, por la simple razón que la conciencia, administradora de nuestro ser, no está más en su lugar.

Esto parece de una lógica implacable: el consumidor de drogas, aún el “festivo”, descubre en el pequeño consumo al que se aventura en sus comienzos, que es posible dejar a un lado, durante un tiempo, una parte de su conciencia. Según los productos, se expone por supuesto a diferentes logros, tanto como a las consecuencias más o menos graves según el modo de utilización. Ahora bien, se tratará siempre de la misma apuesta cuando es dependiente: ¿Cómo restablecer una conciencia que se le parezca, que sea la suya?La tragedia que contiene este producto, sin exageración, es que el dependiente no se siente más normal; siente que no es más él mismo. Aunque nos parezca familiar y extraño, hay que aceptar que estos productos, utilizados por todas partes y por un gran número de personas, responden todos a esta misma intención: borrar una parte de su conciencia. Sobrepasar los límites que ella nos impone. La cocaína es probablemente la sustancia más poderosa. Es, entre otras, la razón de su éxito. Pero esto no nos explica porqué en las sociedades modernas, más que en otras épocas, podríamos adueñarnos de esta ambición desenfrenada: pretender dominar nuestra conciencia, aun a riesgo de perderla.-


*Mario Sánchez
Clínica Montevideo, Director adjunto, Jefe de Servicio
Instituto Baron Maurice de Rothschild para la investigación y tratamiento de las adicciones
44, rue de la Tourelle – 92100-Boulogne Billancourt – France


Traducción de la primera versión a cargo de Ruth Dayan
Texto corregido y editado por el autor.

 

 
El Murciélago Magazine Freudiano Abril/Mayo 2005